Los grandes mitos seducen por su
incesante capacidad de renovación: todo el tiempo nos dicen cosas nuevas.
Así, Prometeo desafía una y otra
vez a los dioses. En respuesta, vuelve a ser encadenado a una roca en las montañas del Cáucaso.
En el relato bíblico Eva- que es
la misma Pandora de los griegos- prueba el fruto del conocimiento y nos deja,
más desnudos que nunca, frente a la falacia implícita en todo paraíso.
En la India, Visnnú propuso que
Vasuki, la gran serpiente de la
sabiduría y rey de los Naga, semidioses considerados inferiores, fuera
enrollada alrededor del monte Mandara y éste, colocado sobre la caparazón de la
tortuga Kurma, batiera el mar de leche
donde está escondido el néctar de la inmortalidad.
El mismo néctar que hoy seguimos buscando a través de la ciencia, la tecnología y la
medicina.
Vueltos a Grecia, Odiseo va saltando de isla en isla,
siguiendo las huellas de su propia desazón.
La eterna desazón de todo lo
humano.
En esa medida, el de Proteo
podría ser el mito perfecto: siempre puede adoptar una forma distinta, en
respuesta a los desafíos del entorno.
En la estela de relatos que
rondan la isla de Creta, la indómita Pasifae,
“La que brilla para todos” se
disfraza de vaca con el fin de
atraer al toro blanco del que está
prendada.
Esa historia es quizás una de las
más bellas y brutales reivindicaciones del animal que somos.
El Minotauro, fruto de esa cópula, es
confinado en un laberinto diseñado
por Dédalo, una suerte de ordenador del
caos.
Embarcados en este siglo XXI que
cien años atrás era apenas – como todos-un relato de ciencia ficción, hoy
somos, más que nunca, el Minotauro
confinado en su laberinto.
Un animal anclado en la tierra,
que muerde sin cesar el fruto amargo de la sabiduría.
Siempre que intenta alzar el
vuelo es atado a la roca con hilos cada vez más sutiles.
Los hilos de su propia ciencia.
Una vez inventó los relojes
y se creyó capaz de gobernar el tiempo.
Es decir, de ser libre.
Pero hoy los relojes lo gobiernan
y no le dan un segundo de respiro. Hay
que ver al homo sapiens corriendo sin sosiego de un lugar a otro de la cuadra,
del barrio, de la ciudad, del mundo,
para darse cuenta de que
Prometeo, el que quiso robar el fuego a los dioses, sigue más encadenado que
nunca.
“El tiempo es oro” reza el catecismo de esa cosmovisión.
Frente a ese panorama, solo
quedan los ansiolíticos y el discurso huero de las sectas Nueva Era.
Otro día el hombre creó los medios de comunicación y una mañana se
despertó incapaz de vivir sin ellos.
La gente se despierta, y en lugar
de reconfortarse por seguir viva, enciende el aparato de televisión a la espera de la incesante lluvia tóxica
conocida con el nombre de información.
No contenta con eso, revisa todo
el tiempo la pantalla del teléfono a la espera de un dato, una cita, un mensaje
que nunca llega.
Mientras esperan, las personas se toman fotografías a sí mismas, acaso como una
última prueba de que todavía están allí.
En Twitter, Instagram, Facebook y todas las demás, los mensajes se repiten
como un interminable llamado de auxilio en medio de ese mar de leche del que nos hablan los
libros indios.
De a poco, y sin darnos cuenta,
nos convertimos en el Minotauro de cristal.
Para olvidarse por un momento de
todo eso, las personas se meten en la piel de Proteo
y se abandonan al abrazo del mercado y
el consumo, donde, si tienen con qué pagarlo, pueden ser cualquier cosa: reyes,
princesas, putas, narcos, turistas, estrellas fugaces, profetas, pistoleros,
gurús, ecologistas, animalistas.
Cualquier cosa con tal de aplazar
la disolución en el vacío que nos rodea.
El cierre de la historia nos sorprenderá a todos
intentando revalidar otro mito: el del
último canto del cisne, apagado esta vez
por el estrépito de los fragmentos
del Minotauro de cristal que se
precipitan sobre nosotros como una lluvia final.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
El magnífico párrafo final parece una escena ciberpunk: lluvia de cristales rotos cayendo lentamente entre luces de neón que disimulan la oscuridad. Tanta razón, el laberinto moderno viene a ser el vacío cotidiano: no encontramos el hilo que nos guíe a la salida, sino que somos tragados una y otra vez en una suerte de vórtice interminable.
ResponderBorrar" Somos cuentos que cuentan cuentos.Es decir: nada", Así nos describe uno de los heterónimos de Fernando Pessoa apreciado José. Creo que eso somos hoy: Minotauros que se hacen añicos mientras intentan escapar de los nuevos laberintos.
ResponderBorrarPasando a otra cosa, en su reciente y deliciosa entrada sobre el maní no hay manera de introducir comentarios. Mejor dicho: me dejó la boca hecha agua.
Bueno, prometo revisar la web en la siguiente entrada, para ver si el problema persiste. Yo estoy con la boca seca, debo confesar, porque no tengo tema para esta semana, pero no se preocupe en un par de días algo improvisarè para no dejar con hambre a La Cebra la siguiente semana, jeje.
BorrarDédalo era un personaje muy versátil, muy creativo. Aparte del laberinto en Creta para encerrar al Minotauro, creó las alas con las que escapó de la prision donde lo encerró no recuerdo quien. Advirtió a su hijo, Icarus, que lo acompañó, que no volase muy bajo, porque la espuma del mar mojaría las plumas de las alas y las haría demasiado pesadas; también le dijo que no volase muy alto, porque etc etc, el sol, la cera de las plumas, etc.etc. Esto viene a cuento porque la metáfora más instructiva de ese vuelo mitológico no es la vanidad y consiguiente desgracia del hijo, sino el destino y la frustración del padre, cuyos inventos y creaciones sólo servían para sembrar tragedias. Muy creativo, Dédalo, ahora trabajaría en Silicon Valley
ResponderBorrarTrabaja en Silicon Valley, mi querido don Lalo. Creo que reponde al nombre de Friedrich Knausgard. Medio alemán y medio noruego, es el encargado de añadirle pasadizos digitales al laberinto... Y de abrir ventanas para que los prisioneros- empezando por él mismo- intenten escapar.
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