¿Lo que aprendí de tu mano
no sirve para vivir?
Enrique Santos Discépolo
Tango Tormenta
Existen seres humanos que son
parientes cercanos de las tormentas. En el sexo, en las ideas, en las luchas
diarias y hasta en los sueños son como
criaturas de fuego que todo lo calcinan.
Al final, ellos mismos
terminan convertidos en un montoncito de cenizas.
“El polvo enamorado” del que hablara el poeta don Francisco
de Quevedo.
Por eso mismo, son seres tocados
por una lucidez que les viene de los tuétanos.
Lo que las jergas empeñadas en
reducirlo todo a fórmulas llaman un loco.
A menudo, esas personas se pasan
la vida siguiendo la pista de un crimen
antiguo como el mundo, para descubrir que el asesino son ellas mismas.
Como en el relato de Edipo.
Así de inútil y de
ineludible es nuestro tránsito por el
mundo. El destino, le llaman algunos a eso.
Carlos Catania
De ese fuego están hechos los
personajes de la novela Las Varonesas,
del escritor argentino Carlos Catania, censurada por los militares de su país en los días más
sangrientos de la dictadura, en el tránsito de los setenta a los ochenta.
Tal vez no resulte tan azaroso
que algunos de sus personajes parezcan parientes de esos hombres y
mujeres duros e iluminados que habitan
en las novelas de Ernesto Sábato, un autor cercano a los afectos de Catania.
“La nuestra es una civilización que tuvo que inventar la aspirina,
porque no es capaz de soportar un dolor de cabeza”, sentencia uno de esos
seres, añorando sin duda el indomable espíritu de los estoicos.
Eran otros tiempos, cuando los
hombres se asomaban al absoluto apretando los dientes y sin cerrar los ojos.
Los de Catania son hombres y
mujeres- incluso niños- que lo descubren temprano: las categorías de bien y
mal, de inocencia y culpa, no pasan de ser fantasías de espíritus envilecidos
por todos los poderes.
En realidad, sólo existe lo
humano.
Alfredo, Adela, Lucía, Patricia,
El Castor, Mendiola, Montúfar y Aldo deambulan como almas en pena por este
universo que, de entrada, supone un laberinto.
Siguiendo una constante de la
novela moderna, sus destinos discurren
en La ciudad. Así se nos aclara en la página 43:
“La ciudad se dividía, como todas las ciudades, en cuatro zonas
correspondientes, deteniéndose al límite de extensos sectores suburbanos: allí
habitaban la suciedad y el olor del orgullo humillado. (Consejo para
escritores: quien desconoce su ciudad no puede escribir una línea ni forjar
planes extremos.) Los olores cambian. También la atmósfera. El comportamiento
glandular manifestado por la gente al recibir las estaciones hace que muchos
culpen a la temperatura ambiente de sus
frustraciones y pequeñas calamidades.”
Al principio de la novela, como
en algunos cuentos infantiles, tenemos una isla con su bosque, sus estanques,
sus puentes y, claro, su propia legión de monstruos.
Pero son monstruos con rostros
familiares: el abuelo autor de las esculturas que, por alguna razón insondable,
decidió bautizar con el nombre de Las
Varonesas. Alfredo y Adela, los hermanos que mantienen una relación
incestuosa en los mismísimos bordes de la locura, crimen de por medio incluido.
Los padres que parecen sombras. Lucía, la otra hermana que intenta restaurar el
equilibrio de esa nave al garete, valiéndose
de una beatería que se desmorona ante el asalto del primer galán que se
cruza en su camino.
Y está la pequeña Patricia, muerta en un arroyo de la isla a edad muy temprana. Pero
no se ilusionen: ni siquiera ella es inocente.
Las Varonesas
se inscribe en la línea de las grandes tragedias clásicas. Por eso tiene
sus crímenes de pasión, su drama
familiar y sus asaltos de demencia. Al fondo claro, las utopías y
revoluciones. En este caso, las revoluciones de estirpe marxista que
encendieron el mundo desde 1917 hasta 1989, por
lo menos. Y ya lo sabemos: los idealismos, cuando son absolutos, dejan a
su paso una estela de devastación.
Uno de los integrantes de la
familia es Alfredo, un escritor que,
como todos los de su condición, trata de conjurar con palabras una
legión de demonios: los personales, los familiares y los de su tiempo.
Pero bien sabemos que las
palabras son como un manojo de llaves: no aparecen cuando más se las necesita.
Alfredo trabaja en la escritura
de un libro cuyo título constituye de
entrada un equívoco: Teoría del error.
A lo mejor sin ser consciente de
ello, sigue la línea de pensamiento de una
antigua tradición gnóstica: el mundo fue creado por un demonio y en esa
medida cualquier intento de mejorarlo solo puede conducir a su empeoramiento.
Por eso la política, el amor, las revoluciones, la
familia y los sentimientos filiales no pasan de
ser patéticos consuelos para el que no quiere enfrentar sus
verdades últimas.
De ahí que uno de los objetivos
de sus flechas sea el pequeñoburgués, el
buen ciudadano instalado en su poltrona frente a la televisión. Por lo menos
eso leemos en la página 413:
“… En la primera vitrina está el insecto gordo, el hinchado, el que
convierte la porquería en manjar. Lo veo fumar un cigarrillo después de la
cena, el vaso en la mano, proyectando cosas…Lo veo seguro de sí mismo, rodeado
de aparatos, paredes y familia, que son la medida ovárica del triunfo. Lo veo
sintiendo el bobalicón afecto por el hijo que prepara día a día a su imagen y
semejanza, con orgullo, para la carnicería final. Ha organizado sus mentiras de
tal manera, con tanta precaución, siguiendo sin imaginación el modelo de tantos
castrados similares, que pueden funcionar sin sobresaltos.”
Ese tono de ángel exterminador
surca la novela como el aliento de una deidad iracunda. Aunque a veces el
narrador se concede – y nos concede- treguas como esta:
“Algunas mañanas, ciertos atardeceres…, uno experimenta una suerte de
ansiedad alegre, un mágico equilibrio de lo físico y la mente. El mundo parece
tan ordenado y sensato que caemos como chorlitos en la trampa.”
Y de trampas está hecho el mundo
de quienes habitan esta novela de vértigo. Lo que abunda aquí son vidas que
nacen, se elevan en un intento inútil y
desesperado por tocar algo que les dé sentido, para desplomarse después,
convertidas en un amasijo de sangre, sudor, fango, semen y mierda.
Todo eso contado en varios
planos: el incesto de Alfredo y su hermana Adela, que hacen del cuerpo
estandarte, mortero para minar las bases de la institución familiar.
Luego está la utopía, la
Revolución, ese sueño hermoso devenido pesadilla sin que a sus forjadores les
haya sido dado tocar los frutos del paraíso, por la razón más simple de todas: no existe un
Paraíso. Por eso las revoluciones sólo dejan muertos, desaparecidos, traiciones
y desencantados.
Está también el relato de Lucía,
la hermana alienada por la superstición, cuya presencia es sin embargo
necesaria para restablecer el equilibrio
entre tanto caos, tanta locura.
Y el asesinato del amigo del
narrador y a la vez amante de Adela a modo de chispa capaz de hacer trizas al mundo. En la página 452 asistimos
al fin, a la confesión de Alfredo, exasperado por el deseo y por las
visiones diáfanas y puras de su infierno:
“La ventana se abrió del todo pocos segundos después del primer golpe.
Antes él había intentado arrancarle la blusa. Adela cayó de costado emitiendo
un débil quejido y tomándose la cabeza. La levantó de las axilas. Ella escupió.
El segundo golpe rajó el labio inferior de la muchacha (ya todas las velas
estaban apagadas, incluidas las del altar menor). Adela intentó incorporarse;
lo consiguió a medias y fue hasta él trastabillando, casi por inercia, con los
brazos abiertos. Él la recibió y comenzó a besarla en el cuello. Casi
desmayada, ella tuvo fuerzas para clavarle las uñas en la cara. Él lanzó un
grito y la inmovilizó torciéndole el brazo hacia atrás. Se limpió la sangre
pasando la mejilla por el cabello de ella. Entonces, apretándola con furia,
haciéndole retorcer el rostro de dolor, silbándole al oído, le contó todo,
hasta el último detalle, reproduciendo escenas con fidelidad, deteniéndose en
los pormenores de aquella noche lluviosa, confirmando por primera vez,
vaciándose para llenarse de una certidumbre concreta.”
Como la vida, la literatura está
plagada de tópicos que nos venden la ilusión de certeza, de seguridad. Pero a
poco que nos adentremos en sus meandros nos
descubriremos transitando por arenas
movedizas. Uno de esos tópicos, agotado por un sector de la crítica, nos
dice, así sin más, que Las Varonesas es “una novela dantesca”.
Flaco aporte para quien quiera emprender este viaje propuesto por Carlos Catania hacia
las más puras simas de la extraña
criatura que somos.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
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