Comprimido entre Brasil,
Argentina, el Río de la Plata y el Océano Atlántico, Uruguay es el país donde nacieron dos grandes escritores
que nos interesan de manera especial para este asunto: Felisberto Hernández
y Juan Carlos Onetti.
Más bien ignorado por la crítica
y los lectores el primero. Reconocido y consagrado el segundo, ambos son
autores de una obra narrativa que, aunque disímil, a poco que uno se adentra en
sus páginas encuentra un elemento común: las dos están habitadas por unos
personajes fantasmagóricos que no alcanzan a asirse del todo a las anclas
de la realidad.
La novela La
casa inundada y el libro de cuentos Nadie
encendía las lámparas, de Felisberto, narran historias que nunca se desanudan, porque los personajes
jamás acaban de existir del todo. Es como
si alentaran la idea- ya que no la esperanza- de que al otro lado del
mundo los aguarda la mano que acabará de completarlos.
Algo parecido pasa con esos
hombres y mujeres que van y vienen por
un pueblo fantasma llamado Santa María,
creado por Onetti a modo de albergue provisional para sus criaturas.
De algún modo, participan de la
condición difusa de ese Bartleby creado por Herman Melville, un hombre en
apariencia oscuro, pero en realidad poseído por la lucidez absoluta, al punto
de que prefiere replegarse en una negativa a participar en los negocios del
mundo. Cuanto más importantes parecen, más vacíos de sentido se revelan antes
sus ojos.
Por eso, ante las seducciones del mundo y las
imposiciones del poder, siempre se las arregla para responder: “Preferiría no hacerlo”.
De esa materia esta hecho el libro La
novela luminosa, del también
uruguayo Mario Levrero, nacido en
Montevideo en 1940 y muerto en la misma
ciudad en 2004.
Para empezar, nunca sabremos si
se trata de un diario personal que
simula ser una novela o de una ficción construida con la estructura de un
diario.
El Levrero personaje y el Levrero escritor plantean de entrada el
primer acertijo: ¿Quién narra?
De cualquier manera, las dos
terceras partes de la obra son el
recuento diario de las dificultades para vivir y para escribir un libro.
La última es La
novela luminosa propiamente dicha.
Para dejar las cosas claras- si
tal cosa es posible en este libro pleno de equívocos intencionados- el autor
nos advierte en el Prefacio Histórico a
La novela Luminosa:
“Yo tenía razón: la tarea es y será imposible. Hay cosas que no se
pueden narrar. Todo este libro es el testimonio de un gran fracaso. El sistema
de crear un entorno para cada hecho luminoso que quería narrar, me llevó por
caminos más bien oscuros y aun
tenebrosos. Viví en el proceso innumerables catarsis, recuperé cantidad de
fragmentos míos que se me habían enterrado
en el inconsciente, pude llorar algo de lo que había debido llorar mucho tiempo antes, y
fue sin duda para mí una experiencia notable. Leer eso, sigue siendo para mí
removedor y aun terapéutico. Pero los hechos luminosos, al ser narrados, dejan
de ser luminosos, decepcionan, suenan triviales. No son accesibles a la literatura, o por lo menos a mi literatura.
Ya lo había dicho el poeta,
refiriéndose al rapto amoroso: “Al
penetrar en la sagrada esencia del misterio, lo único que hacemos es matarlo”.
¿Por qué escribe, entonces? Se
preguntará el lector.
Por la misma razón invocada por
los hombres a lo largo de los siglos: porque la vida está hecha de una materia tan vaga que solo el relato puede
darle alguna forma.
Montevideo antigua
Igual que Bartleby, el autor del
diario y de la novela, preferiría no
hacerlo y dedicarse a otras cosas: al vicio de la computadora que lo tiene
enganchado con sus señuelos sin cuento. A la lectura de novelas policiacas baratas. A las pastillas tranquilizantes. Al
análisis de sus sueños en una surte de
parodia del sicoanálisis. A la búsqueda de un aparato de aire
acondicionado que le permita sobrevivir al verano. A la observación de la
conducta de las hormigas y las palomas. Al fantaseo sexual con mujeres deseadas que lo compadecen y, de paso, lo
castigan con la más pavorosa de las formas de indiferencia femenina: la
amistad.
Tiene, además, razones mundanas:
ha sido beneficiado con una beca de la John
Simon Guggenheim Foundation y tiene que cumplir con la entrega.
Por eso, la primera parte de la
obra lleva el título de El diario de la
beca. En sus páginas pretende consignar lo que la gente suele llamar Todo.
Es decir, los múltiples rostros de la nada. Entre esos rostros están los amigos
y las mujeres. Las amadas, las olvidadas
y las que nunca llegarán.
Las que solo se insinúan a través
de las experiencias luminosas. Es decir de los pliegues del sueño. Allí donde
habita lo que no somos.
Existen muchos nombres para esas
experiencias: milagros, visiones, revelaciones, Dios.
En su tarea el autor del diario parece a ratos un entomólogo o uno
de esos
investigadores que coleccionan hojas de plantas en un herbario. En todas las circunstancias, el principal objeto
de estudio es él mismo.
La urdimbre infinita de sus
máscaras.
De esa manera, prepara el terreno
que le permite llegar, fatigado y torpe, a la escritura luminosa: el intento fallido
de narrar sus encuentros con el milagro: el fulgor de unos ojos verdes, las
avecillas que revolotean al otro lado de la muerte. La ternura de una
prostituta. El sexo más allá del sexo intuido por los sabios de oriente. Un
libro que se lee una y otra vez sin alcanzar nunca su final.
Es decir, el borde de lo
inefable.
Ante lo inabarcable, quedan los tópicos. Algunos críticos han
querido encontrar un parentesco con
Kafka.
La fórmula es fácil y, por lo
tanto, seductora.
Pero sería simplificar
demasiado. Después de todo, Levrero propone un laberinto. No fórmulas
para salir del laberinto.
Mario Levrero
Por eso su gran metáfora,
como en toda la gran literatura
contemporánea, es la ciudad. Su procesión de fantasmas que van y vienen sin saber si están vivos o muertos.
Así lo deja saber en un párrafo
que funciona a modo de ajuste de cuentas:
“Pero también en aquel tiempo odiaba, a menudo, la ciudad; y era,
aunque no supiera explicarlo, otra clase de odio. Tal vez el odio o el rencor
del que ama y no es amado; la ciudad no tenía
un lugar para mí, era hermosa y ajena. No era esta ciudad que, hasta
hace poco, nos iba acorralando como una fiera desesperada, cubierta de heridas
y desgarrones, azuzada y destrozada por fuerzas maléficas; ni esta ciudad de
hoy, que miramos con la ternura con que
se mira a una mujer enferma, a una mujer herida, a una mujer, quién sabe, con
los dolores del parto.”
Hermosa y ajena como la ciudad:
así es esta ¿Novela? ¿Diario? De Mario
Levrero, que viene a sumarse a la desazón rediviva cada vez que nos asomamos a los relatos de sus compatriotas Felisberto
y Onetti.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Creo, o sospecho, que para un escritor/artista varon (no me salen las tildes, sorry), una de las cosas mas reveladoras es como describe o se refiere a la mujer. En Borges, por ejemplo, no sabemos si el vacio, la ausencia de la mujer, es una carencia psicologica o artistica, o ambas. Vos mencionas la "mas pavorosa de las formas de la indiferencia femenina: la amistad". Que linda idea, y que buen sentimiento. Y uno tiene un atisbo de la nobleza de Levrero en eso de "ni esta ciudad de hoy, que miramos con la ternura con que se mira a una mujer enferma, a una mujer herida, a una mujer, quién sabe, con los dolores del parto.” No se si acierto, no he leido al uruguayo, pero esa comparacion de la ciudad con una mujer enferma, herida, es poesia pura, muy penetrante.
ResponderBorrarPoesía en estado puro diría yo, mi querido don Lalo. En últimas en eso consiste este libro tan singular: en un destilar de poesía que cobra la forma de la prosa.
BorrarY sí: esa noción de la ciudad-mujer y además herida, es uno de los muchos aciertos de esta novela.
Saludos nuevamente, amigo Gustavo. Mil perdones por haber desaparecido de la red por varios meses, problemas familiares me obligaron a desenchufarme completamente del mundo virtual y a descuidar mi blog también. He descubierto, lamentablemente, que La Cebra anda herida y cojeando, debido al hackeo, según he leído, espero que pueda recuperarse prontamente.
ResponderBorrarUn gran país chico, valga la contradicción, es Uruguay. Para empezar, es seguramente el país con más escritores y futbolistas de calidad, per cápita, del mundo. Curiosa dualidad. No concibo a los uruguayos de otra manera. Uruguay es Onetti, Benedetti, Galeano, Levrero, Juana de Ibarbouru a quien leí en colegio, Felisberto Hernández (de quien jamás había oído ni el nombre, con FF Hernández le hubiera ido mejor quizá, un nombre más artístico) etc. Pero también es Obdulio Varela, Ghiggia, Schiaffino, Francescoli, Forlán, Cavani y Suarez.
Levrero me suena aunque me falta todavía abordarlo, y por cómo usted lo reseña, hay un gran aliciente para acercarse a su ‘escritura luminosa’.
Qué grata sorpresa encontrarlo de nuevo por estos pagos, apreciado José.
BorrarBueno, usted acaba de dibujar un fresco del amplio ámbito cultural uruguayo- y eso que no habló de la cantidad de músicos de tango-. Ese, donde a decir de Eduardo Galeano, el fútbol y la poesía se tocan.
Sobre La cebra que habla, el golpe fue duro, porque se perdieron muchos archivos, pero ahí va de nuevo ese animal indómito y brioso.
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