Exiliado en Portbou, en el Mediterráneo catalán, y degustando a plenitud su propia extinción, el filósofo Walter Benjamin ( Berlín, 1892, Portbou, 1940) contemplaba y padecía el desplome de un mundo que soñó con el mejoramiento constante de los instrumentos forjados por la razón y sus hijas naturales: la ciencia y la técnica.
Desde Aristóteles hasta la Revolución Industrial, pasando por el Renacimiento y la Ilustración, la historia parecía de veras conducir hacia nuevas conquistas en el terreno de la filosofía, la ciencia y la política como soportes de un mundo mejor.
Pero todo se vino abajo. El arco había empezado a descender con las revoluciones de la segunda mitad del siglo XIX, continuando con la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio Austrohúngaro, hasta de desembocar en el cataclismo de la segunda gran guerra que redujo a cenizas el viejo sueño humanista.
Como todo gran pensador de su tiempo, Walter Benjamin se encargó de tomarle el pulso a los acontecimientos. Para lograrlo, estableció unas líneas de estudio que le permitieron fijar el método adecuado para orientarse en un mundo marcado por la confusión.
Esas líneas, a las que volvió una y otra vez a lo largo de su obra están ancladas en unas ideas básicas que desarrollaría hasta su máxima potencia: la multitud como enseña de lo moderno, la pérdida del aura de la obra de arte a resultas de su reproducción técnica, el flaneur como hijo de la Revolución Industrial y el advenimiento de la mercancía como superstición, al punto de que los objetos devienen alegoría de asuntos tan esenciales para las motivaciones humanas como las ideas de felicidad, bienestar, libertad y prestigio.
El hombre de la multitud
Federico Engels fue uno de los primeros en advertirlo con toda claridad: el rebaño humano que invadía las calles de Londres rumbo al trabajo en fábricas, almacenes y oficinas, o en busca de esos mismos trabajos, trenzaba con sus pasos una urdimbre en la que era posible adivinar por igual ambición y desesperanza. En suma, el destino del hombre urbano que abandonaba los valores del mundo feudal.
La impronta de esa nueva especie de hombre es la insolidaridad, la indiferencia ante el dolor y las angustias de quienes comparten con él la incertidumbre propia de los nuevos tiempos. Para Engels, incluso en las colmenas y hormigueros se dan formas de reconocimiento y cooperación ausentes por completo en los habitantes de la city.
A su vez, en su célebre texto titulado El hombre de la multitud, Edgar Allan Poe da un paso más y se da de bruces con otra manifestación del mismo fenómeno: la soledad de quien anda y desanda las calles una y otra vez, sin encontrar respuesta a su llamado. Ni una mirada, ni una palabra, ni un gesto. Todos van abismados. Incluso las iglesias han sido abandonadas en tanto fuente de consuelo. De ellas sólo sobreviven las formas de la piedra, olvidadas de Dios y de los hombres.
Pero falta todavía un nuevo giro: el del paseante, el flaneur que deambula sin propósito aparente, porque ya ni siquiera alcanza a ser testigo de lo que pasa: es un átomo más en el organismo de la multitud.
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Las flores del mal
La obra del poeta Charles Baudelaire (1821-1867), se convirtió en la más valiosa compañera de viaje de Benjamin en su intento por descifrar algunas de las claves de esa nueva clase de hombre. Situado por fuera del sistema sin dejar de gravitar a su alrededor, Baudelaire hace de la transfiguración poética del outsider su buque insignia. Es su manera de sortear los meandros de una urbe que se le antoja un mar turbulento que todo el tiempo arroja desechos a sus orillas. Esos desechos, tanto objetos como personas, venían a materializar el concepto de reificación postulado con tanta claridad por Karl Marx, otro de los grandes estímulos para el pensamiento de Walter Benjamin.
El poeta iba y venía en su barca como un ángel de la soledad, un satanás, un rebelde, un Lucifer en el sentido más preciso de la cosmovisión cristiana. De ahí su vindicación literaria de figuras tan ilustrativas de la ciudad como la prostituta, el trapero ( reciclador) el borracho y el criminal. Todos ellos caros a las huestes proscritas del capitalismo en tanto amenazas latentes para el ciclo de la producción y el consumo.
En su calidad de testigo, Baudelaire es para Benjamin el flaneur por excelencia, el infatigable caminante urbano que desdeña los viajes hacia tierras remotas tan codiciados por muchos artistas, porque le sobra y basta con las calles, con esos pasajes y vitrinas nacidos de la Revolución Industrial que los necesitaba para exhibir sus mercancías y ponerlas así en contacto con la mirada y el bolsillo de su más reciente expresión: el consumidor. El espíritu viviente de la moda como lo viejo siempre nuevo que viene a ser otra de las improntas de la modernidad.
El objeto y la alegoría
En su muy estudiado aparte de El Capital titulado La mercancía, Karl Marx se encarga de analizar en detalle las connotaciones económicas, sociales, políticas , espirituales sicológicas y culturales de los objetos producidos en masa. Fabricados en principio tanto para satisfacer necesidades materiales como expectativas de distinción social, los objetos se convierten , merced a la publicidad y el mercadeo, en auténticos fetiches y por eso mismo en entidades capaces de despertar el deseo, la admiración y la codicia. Mediante ese mecanismo se crean las necesidades artificiales que tan bien ha sabido explotar el capitalismo en su fase tardía.
De todos es conocida la manera como las catedrales fueron desalojadas para trasladar los feligreses a los centros comerciales, donde pueden alcanzar una trascendencia fugaz a través de la contemplación extática y la consiguiente adquisición de mercancías.
Siguiendo los pasos de Marx, W. Benjamin advirtió en el nacimiento de los pasajes las primeras formas del Centro Comercial moderno y de sus visitantes como nuevos peregrinos urbanos. Es así como la mercancía se transmuta y empieza a convertirse en alegoría de las eternas pasiones humanas. Pero todavía hay más: el hombre mismo, en tanto consumidor, se transforma en alegoría de sus propias fuerzas motrices, llevando al límite la idea de cosificación y alienación planteada por Marx. El automóvil como símbolo sexual constituye desde comienzos del siglo XX la suprema materialización de esa idea: el hombre-cosa se disuelve en las formas de la máquina y se hace uno con ella.
¿ El fin de la obra de arte?
El paso inevitable para Benjamin lo conduce a formularse la pregunta decisiva: ¿ asistimos a la extinción de la “ obra de arte” tal como la imaginamos hasta finales del siglo XIX?. El filósofo alemán nos recuerda que, para la tradición occidental, la obra de arte estaba revestida de un carácter mágico, religioso y por lo tanto irrepetible. La aparición del artista en una convergencia de espacio- tiempo dotaba de entrada a su obra de un aura, algo intangible pero con valor concreto.
En principio sólo los muy ricos( príncipes, papas, reyes) podían permitirse el lujo de tener una obra “ original” en sus catedrales y palacios. Acceder a la contemplación de esas obras suponía una deferencia de parte del poderoso. Quienes asistían al descorrimiento del velo podían sentirse así ungidos.
Pero, con la consolidación del capitalismo, las obras de arte salen al mercado y con ellas aparecen las figuras del intermediario y del falsificador en serie. De esa manera los nuevos ricos pueden poseer una pintura o una escultura que parece pero no es, porque carece del aura exclusiva del “original”. Liberados a las potencias del capital, los productos artísticos empiezan a ser reproducidos en serie. A partir del desarrollo de la litografía y la fotografía asistimos a una nueva situación: no es que la obra parezca pero no sea, como pasa con la falsificación. En este nuevo mundo de la reproducción técnica en serie la obra es pero no es.
En su primera época, muchos de quienes poseían litografías y fotografías de cuadros célebres en sus casas no se tomaban la molestia de advertir al visitante de que no se trataba del “ original”. ¿Para qué habrían de hacerlo si ya era imposible precisar la diferencia? Al producirlos en serie la tecnología los privó del aura a todos por igual.
Alcanzado ese punto, resultaba ineludible que todos los valores sobre los que se asentó occidente durante más de dos mil años “ se desvanecieran en el aire”, tal como lo anotara Marx en su célebre sentencia que ha inspirado a tantos pensadores de ahí en adelante.
Las múltiples formas de ese desvanecimiento alentaron la vida y obra de Walter Benjamin, hasta que él mismo se disolvió en el aire un 26 de septiembre de 1940 en su refugio del Mediterráneo catalán.
Había conseguido escapar de los nazis, pero no de sus propios demonios.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=uzjYQuDPi9Q
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