Es curioso, a pesar de que las situaciones acaban por repetirse, en el
mundo de las pugnas por el poder la gente se prepara para todo: el ascenso, las intrigas, las traiciones, las
disputas, los premios y castigos, menos para lo más obvio: la caída. Es como si
aceptar esta verdad ineludible los distrajera de su propósito y obstaculizara
la llegada a la cima.
La saga de los grandes imperios y la de los hombres que ayudaron a forjarlos
abunda en ese tipo de parábolas. Ambición, ascenso y desplome configuran de
hecho una figura geométrica que resume el sentido de la Historia, en caso de
que tenga alguno.
En ese recorrido queda una estela de sangre y devastación que, con todo, no
impide la irrupción de memorables formas
de grandeza. En ambos casos, se convierten en lecciones para las generaciones
venideras.
La vida de Marco Tulio Cicerón, el político, estadista, jurista, filósofo,
escritor y orador romano, es un buen ejemplo de ello. Nacido en Arpino el 3 de
enero de 106 a.C y muerto el 7 de diciembre de 43 d.C en Formia, es reconocido
como el gran maestro de la retórica y uno de los más refinados cultores del
estilo en lengua latina. Por lo demás, su vida y su obra fueron un puente entre
los componentes filosóficos y políticos de la civilización griega y los
fundamentos de la cultura latina, responsables del fortalecimiento de
instituciones que, dos mil años después, siguen siendo la base de las
sociedades occidentales: el senado, la división de poderes, las elecciones y el
derecho romano.
En el tránsito de su vida pública Cicerón fue testigo y protagonista de
momentos clave en la historia del Imperio Romano, que lo llevaron a contemporizar a veces y en otras a enfrascarse
en feroces disputas con personajes de tanta trascendencia en la vida pública de
Roma como Julio César, Pompeyo, Casio y Octaviano.
El nacimiento de una obsesión
El escritor británico Robert Harris, experto en historia de la antigua
Roma, es el autor de una trilogía de novelas que gravitan alrededor del
ascenso, consolidación y caída de Marco Tulio
Cicerón durante uno de los periodos más turbulentos del imperio, cuando
la democracia y la institucionalidad, es decir, la esencia misma del Derecho
Romano, se vieron en principio amenazadas y finalmente destruidas por una
convergencia de ambiciones que acabaron
por arrasar a sus propios protagonistas. La madeja de las novelas es tejida por
la voz de Tiro, un hombre que, más que un esclavo, fue secretario, confidente y
amigo íntimo del protagonista, un político que edificó todo su poder alrededor de
la elocuencia. El mismo Tiro nos confiesa que la dimensión del torrente verbal
de su señor lo obligó a inventar una forma de escritura que con el paso del tiempo se conoció con el nombre de
taquigrafía.
La primera de las novelas lleva el título de Imperium. En su primer párrafo Tiro, el narrador, se presenta así:
“Mi nombre es Tiro. Durante
treinta y seis años fui el secretario particular de Cicerón, el estadista
romano. Al principio fue emocionante, luego sorprendente, más tarde arduo, y al
final, sumamente peligroso. Creo que durante esos años Cicerón pasó más tiempo
conmigo que con cualquier otra persona, incluida su propia familia. Fui testigo
de sus reuniones privadas y el portador de sus mensajes secretos; puse por
escrito sus discursos, sus cartas y su creación literaria, incluida su poesía,
un torrente tal de palabras que tuve que inventar lo que vulgarmente se llama
“taquigrafía”, un sistema de transcripción para dejar constancia de las deliberaciones
que tienen lugar en el senado y gracias al cual recibo una modesta pensión”.
De modo que será Tiro quien nos conduzca por los entresijos de una trama
que va del corazón de los hombres de su tiempo a los campos de batalla, pasando
por los debates en el senado y los grandes litigios en los que Cicerón fue un
maestro, hasta su muerte a manos de los soldados de Octaviano, un jovencito
enloquecido, como todos, por su sed de poder. Porque el poder y las fuerzas que
desata es el gran protagonista de estas novelas cuya lectura nos deja sin
aliento, porque está narrada al ritmo de caballerías al galope y de naves al
garete que surcan los océanos en persecución de un puñado de quimeras.
Tiro anhela una vida sosegada en una aldea apartada, pero la ciudad y los
delirios de quienes la habitan lo arrastran una y otra vez hacia el vórtice de
los desastres. Su voz es la de Cicerón pero también la de sus aliados y
enemigos, que pueden ser los mismos, dependiendo de las fuerzas en juego. Ya lo
sabemos: en política no existen lealtades sino intereses.
Guiados por el secretario nos enteramos de que la vida pública de Cicerón empieza
con un célebre alegato legal sobre un caso de corrupción que involucra a un
funcionario encargado de gobernar en Sicilia. A partir de ese punto, la
escalera hacia sus ambiciones está bien definida: primero será edil, en 70
a.C.; luego alcanzará el cargo de pretor, en 66 a.C. y finalmente, en 63 a.C
accederá a la condición de primer cónsul, la más alta magistratura de su
tiempo.
A medida que aumenta su poder, se incrementa el número de áulicos y enemigos
por igual. Y se necesita de una intuición casi sobrenatural para distinguir
entre unos y otros. Ya en la página 202 de Imperium
se nos hace una advertencia:
“En política no existen las
victorias duraderas, solo el implacable y continuo devenir de los
acontecimientos. Si mi obra tiene alguna moral, es esa. Cicerón acababa de
anotarse un triunfo retórico sobre Catilina del que se hablaría en los años
venideros. Había expulsado de Roma al monstruo con el único látigo de su
lengua. Pero las cloacas no se vaciaron, como él había esperado con la marcha
del conspirador. Más bien al contrario”, nos dice Tiro en su relato.
Y aquí estamos ante otro concepto clave en el mundo del poder: el de
conspiración. Siempre, en algún punto del camino hay alguien al asecho. A su
vez, quien detenta el poder asecha a otros. El
resultado ineludible es el miedo y quien tiene miedo se defiende
atacando. A estas alturas es el instinto animal lo que prima. Al fin y al cabo,
la fuerza que empuja a los seres vivos a competir y primar sobre los otros está
ubicada en la corteza más primitiva del cerebro. Es por eso que las disputas
por el dominio y el control nos devuelven a la condición de bestias.
Y es por eso mismo que a las intrigas políticas y cortesanas se suman a
menudo los enredos sexuales. Como bien lo explican los expertos en la conducta,
el poder, en cualquiera de sus manifestaciones, suele ser un gran afrodisiaco.
Es cosa sabida que Julio César fue tan buen estratega militar como frecuentador
de camas ajenas, sin distinguir mucho entre las mujeres de sus amigos y sus
enemigos.
Como en todo tiempo y lugar, sus competidores le enrostran a Cicerón su origen modesto,
tanto como el hecho de haber escogido como esposa a Terencia por razones de
beneficio económico. En ese ambiente enrarecido, el estadista busca alguna
clase de sosiego en sus amados griegos. Eso nos dice Tiro en la página 292 de Imperium:
“ Cuando llegamos a casa,
Cicerón fue directamente a la biblioteca, para evitar encontrarse con Terencia,
y se tumbó en uno de los divanes.
-
Necesito
escuchar un poco de griego para quitarme de encima la suciedad de la política-,
declaró.
Sosisteo, que era quien
normalmente le leía, estaba enfermo, de modo que me preguntó si yo querría
hacer los honores. Siguiendo sus instrucciones, fui a buscar una copia de
Eurípides y la desenrollé bajo el
candil. La obra que deseaba escuchar era Las suplicantes,
supongo que porque ese día tenía en la cabeza la ejecución de los conspiradores y
confiaba en que, habiendo entregado sus cuerpos para que recibieran digna
sepultura, había representado el papel de Teseo”.
Su secretario nos muestra aquí otra de las facetas de Cicerón. A diferencia
de sus poderosos enemigos, el cónsul era lo que siglos después se llamaría un
humanista, un hombre cuyas ambiciones trascendían los apetitos materiales y eso
también genera odio y envidia en el prójimo. Mientras para él la democracia y
los distintos poderes públicos tenían valor en sí mismos, para los otros eran meros instrumentos de los que se podía prescindir
si llegaban a considerarse un estorbo.
De la conspiración a la dictadura
Las otras dos novelas de la trilogía se adentran de lleno en ese momento de
los acontecimientos en el que los hombres se convierten en meros figurantes. El
torbellino es de tales dimensiones que la historia se hace ficción y esta
última deviene historia. Los nombres de
quienes pretenden a toda costa hacerse con el poder se suceden a un ritmo que
obliga a tomar aliento: Ático, Aurelia, Catilina, Catón, Cátulo, Clodia, Craso,
Gabinio, Isáurico, Pompeyo, Rufo, Lúculo. En la página 214 de Conspiración,
el narrador nos introduce en esa atmósfera
agobiante que desgasta los cuerpos y las almas:
“Volvimos a casa a toda
prisa, rodeados por el ya habitual cinturón de guardaespaldas y lictores, pero
allí no había señales de Sanga ni ningún mensaje suyo. Cicerón fue a su estudio
sin decir palabra y se sentó; con los codos apoyados en su escritorio se masajeaba
las sienes con los pulgares mientras contemplaba los documentos que tenía ante
sí, como si a fuerza de frotar pudiera meterse en la cabeza las palabras del
discurso que pronunciaría al día siguiente. Yo nunca había sentido tanta pena
por él”.
Lo que Tiro nos muestra aquí es la imagen de un hombre poseído por la
certeza de la inutilidad de todo, que
se prepara para recibir de frente la
derrota final. Poco importa si el camino
por recorrer es todavía bastante largo. Lo que percibe a su alrededor es un
entramado de intereses que lo ahogan, empezando por las pugnas al interior de
su propia familia y las dudas acerca de sus amigos más cercanos, algunos de los
cuales, sin embargo, lo acompañarán hasta el final, porque siguen viendo
en él el símbolo de una Roma que
se apresta a la disolución. La Roma de las instituciones que se consideraban
sacras y que hombres como Julio César, Pompeyo y Octavio no dudan en
echar por tierra, aunque la avalancha
los arrastre consigo. En ese juego suicida, Cicerón es el único que da muestras
de lucidez. Así nos lo presenta Tiro en la página 313 de Dictador:
“En cuanto vio la lista,
Cicerón negó con la cabeza, atónito ante la desmesura de la situación. Julio el dios parece olvidar lo que Julio
el político debería tener presente: que cada vez que le asignas un cargo a alguien,
hay un hombre agradecido y otros diez resentidos. En la víspera de la marcha de César, Roma estaba llena de senadores
iracundos y resentidos. Por ejemplo, a Casio, que ya de entrada se sentía
insultado por no contarse entre los elegidos para participar en la campaña
parta, le indignaba que a Bruto, con menos experiencia que él, se le hubiese
concedido un cargo de pretor superior al suyo. A pesar de todo, el que
albergaba más resentimiento era Marco Antonio, por tener que compartir
consulado con Dolabela, a quien nunca había perdonado por cometer adulterio con
su esposa, y ante el que se creía
inmensamente superior”.
Frente a ese panorama sólo quedan el suicidio o el exilio, ambos formas
supremas de la renuncia al mundo. De
ahí el valor de la decisión de Tiro, ya no esclavo sino amigo, cuando opta
por acompañarlo hasta el final, en una
de esos inusuales giros de la solidaridad que se vuelven más sólidos ante las
causas perdidas.
Como todo gran libro, esta trilogía de Robert Harris puede leerse de muchas
maneras: como una radiografía del poder,
como un tratado de ciencia política, una novela histórica, una saga de
aventuras o un puro divertimento. En cualquiera de los casos el resultado es el mismo: un viaje a las cimas y abismos
interiores de un hombre que no dudó en
ofrecerse a sí mismo a modo de moneda de
pago por las insensateces de unos
tiempos de los que él mismo fue forjador, testigo y protagonista.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=heZvEmLvN04
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Ingrese aqui su comentario, de forma respetuosa y argumentada: