La Puria, Las Hermosas, El
Arenillo, La Balsa, Calamar, La Coca,
Guaduas.
Pueden ser nombres para un
recorrido turístico en estos tiempos de ocio domesticado.
Pero no. A poco que uno se adentra en esa red de toponimias descubre la
cartografía del horror sembrado en
cada recodo del camino por los
protagonistas de las más recientes guerras que han azotado a un país sangrante
llamado Colombia.
Las guerras del narcotráfico. Las
de la guerrilla. Las del paramilitarismo. Las del Estado.
“Siendo exactos, la trocha empieza a tres horas al suroccidente de
Medellín, en la salida de un pueblo llamado Ciudad Bolívar. Antes de este
punto, la ruta es una carretera sin
huecos en el asfalto, señalizada con rigor gringo. Pero una vez se adentra en
el Chocó, superadas unas últimas casas solitarias, el trazado y las
señales desaparecen súbitamente a cambio
de saltos de asiento en continuas ondulaciones de barro y grava. Esta frontera es el paso entre el
departamento que más ha hecho por domeñar las extremas condiciones de su
topografía- Antioquia - y el
departamento que padece uno de los más graves atrasos en infraestructura-
Chocó-. En otras palabras y sin haberlo
visto en aviso alguno, esta frontera
puede leerse como un “Bienvenido al otro país”.
“Bienvenido al otro país”. Así nos advierte el escritor Juan Miguel Álvarez en el segundo párrafo de
la primera historia de su libro titulado Verde
Tierra Calcinada, Cuaderno de los encuentros. Se trata de una serie de textos
periodísticos publicados inicialmente en la Revista Reconciliación
y editados más tarde en forma de libro por Rey
Naranjo Editores en 2018.
Álvarez y el fotógrafo Federico
Ríos se hicieron al camino con un único propósito: tratar de comprender la dimensión personal y política de quienes habitaban- y
habitan-los territorios devastados por
la guerra.
Acostumbrados a hacer del oprobio
y el despojo una forma de la estadística, los lectores de Verde
tierra calcinada asistimos en cada una de sus 315 páginas al testimonio de
quienes en distintos lugares de la geografía nacional vieron un día cómo su trabajo y sus
ilusiones de muchos años se desplomaban ante la
irrupción brutal de quienes, con distintas justificaciones pero con
igual saña, se apropiaban de sus territorios.
No importa si se trataba de las
Farc, del Eln, o del Ejército Guevarista del Pueblo.
Da igual si los crímenes los
perpetraban las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá o los paramilitares
enseñoreados llano adentro.
Pero no es indiferente si los
asesinatos eran cometidos por agentes del
Estado y arropados tras el eufemismo de Falsos Positivos.
Porque se supone que, al menos en
el papel, el Estado debe proteger la
vida de sus ciudadanos.
Pero ya sabemos que la guerra
prolongada tiene la capacidad de envilecerlo todo y a todos.
Por eso tanto el cronista como el fotógrafo están siempre atentos a no
perder el sentido crítico a la hora de contar lo que ven y escuchan.
Cualquier descuido y podrían
caer en el adormecimiento propio del reportero
al que lo más salvaje se le vuelve rutinario y
acaba viviendo en lo que Juan Miguel Álvarez llama La
burbuja, como decidió bautizar los retornos a su apartamento en Bogotá.
“En mi apartamento en Bogotá, mi cuerpo dijo no más. Los arrestos de
voluntad que me habían mantenido activo y lúcido en El Arenillo y en Tumaco se
agotaron. Caí en cama y me entregué a
los temblores y al escalofrío. Tuve que haber dormido más de veinte horas
porque al levantar los párpados iluminaba la misma luz de final de tarde que
noté justo antes de haberlos cerrado”,
leemos en la página 161.
Activo y lúcido. He ahí la condición para quien anhela comprender
las raíces profundas de lo narrado.
Para eso, tiene que ponerles
nombre y rostro a quienes, aparte de despojados, han sido condenados a ser cifra.
Por eso, Juan Miguel Álvarez y
Federico Ríos atravesaron montañas
escarpadas a bordo de Jeeps Willys
o a lomo de bestias de carga, que en Colombia vienen a ser casi lo
mismo.
En busca de voces que atestiguaran la valentía y la persistencia vadearon ríos caudalosos en
los Llanos orientales.
En su peregrinación se toparon
con indígenas, negros y mestizos que
atienden a nombres como Lucenith, Fortunato, Omar, Ulises o el obispo Gustavo.
Y también hablaron con una mujer
cuyo nombre parece más bien una invocación: Consuelo.
En Calamar, supieron del drama
de Paulina Mahecha, la madre de María
Cristina Cobo Mahecha, enfermera
asesinada y descuartizada por paramilitares que la suponían cómplice de
la guerrilla.
Esa es otra de las certezas que deja la lectura de Verde tierra calcinada:
que vivimos en un país bajo sospecha.
Siempre, y acaso sin saberlo, podemos ser amigos o conocidos de alguien que
no conviene
Esa es una de las muchas cosas
que no alcanzan a ver los habitantes de la burbuja, tan
cómodos en sus centros comerciales: que la guerra no es una sucesión de
imágenes fugaces en los noticieros de
televisión.
Álvarez y Ríos escuchan y anotan. Escuchan y vuelven a anotar. Lo que registran es el rumor de las sangres que corren por todos los campos de Colombia.
Sangre de mujeres, de hombres, de niños, de jóvenes, de ancianos.
De combatientes y de meros
trabajadores del campo.
El testimonio de ese drama se lee tanto en el cuerpo y en el
alma de las víctimas como en los repentinos
cambios del paisaje. En el
renacer de esa tierra calcinada en la que el estruendo de la metralla no deja
escuchar el canto de los pájaros ni los
gritos de los moribundos.
Razones para que el escritor mire de frente los muchos rostros de su país
y nos suelte de golpe esta certeza: “Que si la lucha armada tuvo un tiempo, fue
un tiempo efímero y evanescente”.
Aquí se desvela el propósito
último de estos relatos. Si la guerra es inútil solo nos queda el camino de la
reconciliación. Por eso el subtítulo
del libro es a la vez invitación y
promesa: Cuaderno de los encuentros.
Lo que se nos propone es una bitácora de
viaje que nos permita entender nuestra historia reciente y por esa vía levantar puentes para tender una mano al
adversario, no tanto como una concepción abstracta del perdón, sino como la única manera de seguir viviendo.
Como el único recurso para avivar el rescoldo de
la esperanza
Si todo periodismo es político,
las historias que cruzan Verde tierra calcinada lo son en grado
sumo.
No sólo por la dura realidad que
desnudan, sino porque narrador y
fotógrafo están todo el tiempo fijando su posición frente a las
realidades de un país que casi siempre nos desborda.
Esa posición queda resumida en la pregunta formulada por
Juan Miguel Álvarez en la página 254 del libro:
“ ¿Qué fuerza inatajable logra convertir a un campesino de azadón en
una pieza de guerra y en una máquina de matar?”
Si el libro de Álvarez y Ríos nos ayuda a entender algunas
claves de nuestra tragedia colectiva, a lo mejor esa fuerza deja de ser
inatajable.
“Las aguas de Nimrim serán consumidas y se secará la hierba, se
marchitarán los retoños. Todo verdor perecerá”, leemos en Isaías 15:6.
A lo mejor les asiste razón a
quienes aseguran que nuestras
guerras ilustran a la perfección los
múltiples rostros del Apocalipsis.
Pero aún el
peor de los apocalipsis deja filtrar un hilo de luz.
La lectura de Verde tierra calcinada, Cuaderno de los
encuentros, puede ser una buena manera de seguir los destellos de esa luz.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Es grato volver por estos lares, Gustavo, y encontrar esta reseña. No he podido leer "Verde tierra calcinada", pero me da gusto que surgiera como libro, como proyecto de largo aliento. En primer lugar porque es un aliento al periodismo, a los jóvenes reporteros para que busquen otras maneras de investigar, de narrar, de cruzar tiempos y espacios sin la mediación de las grandes empresas periodísticas. En segundo lugar porque nos hace comprender que el periodismo no es solamente describir y contar la historia, sino que implica un esfuerzo mucho más profundo en el cual, a veces, se va la vida. Tanto usted como Juan Miguel fueron mis maestros, lo son. Por ustedes sé que atrás de cada palabra u oración hay compromiso y crítica. Hay, también, disciplina y malpensantes. Incluso, está el derecho y la búsqueda por comprender quiénes somos.
ResponderBorrarQué bueno tenerlo por estos pagos, apreciado Eskimal contador de historias. Lo que hace Juan Miguel Álvarez en su libro es confrontarnos con esas realidadess que pretendemos soslayar como si, en efecto, se tratara de otro país y no de esta verde tierra calcinada y ensangrentada por las muchas formas de esa barbarie que nos concierne a todos.
ResponderBorrarMe imagino que debió ser traumática la vida de toda esa gente que estuvo en medio del conflicto, zigzagueando entre el fuego cruzado, y sintiendo temor a todas los grupos armados fueran del ejército, la guerrilla o los paramilitares, seguro que hasta los delincuentes comunes se aprovechaban de la situación. Una circunstancia próxima al horror que describe Joseph Conrad. El caso de la enfermera es muy ilustrativo.
ResponderBorrarBueno, los infiernos tienen múltiples manifestaciones, apreciado José. Y los protagonistas de la pesadilla colombiana son legión, como los demonios del Nuevo Testamento.
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