Algo muy fino e irrecuperable
debió de haberse roto dentro del hombre
de ciudad: Se queja de falta de tiempo, cuando
esto es precisamente lo que sobra. El tiempo lo precede y lo sucede. Y
al final siempre se las arregla sin él,
que es apenas una de sus contingencias.
El escritor Joseph Roth, uno de
los grandes de la Europa de entreguerras, se preguntó muchas veces por las razones de
esa sensación de pérdida y extrañeza.
Entonces, como tantos otros, tomó su cayado y sus botas de siete leguas y salió en busca de esas claves.
Sospechaba que las piedras
guardaban la respuesta y que se precisaba de un oído muy fino para comprender
su relato.
En este caso, las piedras tenían
nombres de ciudades: Lyon, Vienne, Tournon, Aviñón, Les Baux, Nimes, Arles,
Tarascón, Becaurie y Marsella, las
ciudades blancas soñadas desde la infancia, la única edad en que podemos comprender el milenario
lenguaje del universo.
Por eso, la infancia es en sí
misma una metáfora.
Pero el camino es largo y tortuoso.
Unas son las ciudades delineadas
y edificadas por los humanos para el comercio, el amor, el poder, el sexo y el
recreo y otras muy distintas son las ciudades interiores: las que solo existen
en el alma de los seres que las moldean con dosis iguales de dicha y dolor.
Jorge Luis Borges soñó ciudades
de espejos como metáforas del infinito.
Ernesto Sábato urdió
ciudades de pesadilla con imágenes sustraídas a los laberintos de la noche.
Joyce postuló una eternidad
circular donde la ciudad deviene
tela de araña: las criaturas luchan con
sus diminutas patas contra el asedio de una
divinidad hecha de segundos,
minutos y horas.
Parado en la difusa frontera
entre la memoria y los sueños, el peregrino Roth se deja llevar por el rumor de
calles, muros, castillos y ruinas de
esas ciudades más fijadas en un tiempo
que en un lugar. Por eso, leyendo en el
musgo de una vieja pared, puede decir con certeza: “Entre nosotros, y tal vez en cada uno de nosotros, viven los pueblos
desaparecidos de la superficie de la tierra, pero precisamente solo de la
superficie.”.
Solo de la superficie. Porque
el caminante escarba con la uña en el
lomo de la piedra, en la piel de la ciudad
y el pasado se hace memoria viva, relato de los hombres y pueblos que la
habitaron y la habitan.
Para emprender esa tarea se
necesita mucha paciencia. Y Roth, que bebió hasta las heces el cáliz del dolor
durante la gran guerra, aprendió el valor de esa virtud. Camina y mira. Mira y escribe. En un centenar de páginas nos recuerda que
una ciudad es mucho más que un entramado de calles y edificios. En realidad la
ciudad es una página en blanco donde quienes la habitan y visitan vierten lo
que llevan por dentro. Por eso hay ciudades de la fe y de la apostasía. Ciudades
del amor y ciudades de la ira. Ciudades del éxtasis y de la agonía.
Indignado porque los guías
turísticos hacen gala de “La seguridad,
esa dudosa virtud de los historiadores”, el viajero Roth deposita
toda esa confianza en el murmullo de las piedras. Las silenciosas de
Avignón, refugio de los papas, o las tumultuosas de Marsella, cómplices de las
cópulas furtivas donde todas las sangres del mundo se mezclan.
Desde hace muchos años la vida me
regaló como amigos a una legión de ángeles terrestres que van por el mundo y al
regreso me sorprenden con tesoros comprados online en librerías
babilónicas o descubiertos con ojo de
guaquero en librerías de viejo.
Las ciudades blancas, de Joseph Roth es uno de esas joyas. Y este breve texto es mi manera de agradecerlo.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada