miércoles, 29 de enero de 2025

El don del vuelo

 

                                                  Senén Mosquera



El partido en el estadio Atanasio Girardot de Medellín entre Atlético Nacional y Millonarios terminó cero a cero, pero no por inapetencia o falta de pundonor de los jugadores.  Apetito de gol y ambición les sobraban. Solo que ese día había en los arcos dos hombres tocados por la gracia: el chocoano Senén Mosquera en Millonarios y el argentino Raúl Navarro en Nacional. Mosquera, corpulento como un oso, conjuró las decenas de oportunidades gestadas por Fernández, Santa, Lóndero, Campaz y compañía cuando ya la tribuna entera gritaba el gol. Por su lado, Raúl Navarro, “todo de negro hasta los pies vestido", frustró las tentativas de Alejandro Brand, Willington Ortiz, Apolinar Paniagua y Jaime Morón cada vez que Millonarios se asomaba a sus predios.  ¡Cómo jugaban esos tipos! Nunca necesitaron televisión en directo ni contratos multimillonarios para hacer del fútbol algo bastante próximo a la poesía. No por casualidad los brasileros hablaban del jogo bonito.


                                                 Raúl Navarro

 Fue en 1973. Yo cursaba segundo de bachillerato- el grado séptimo de ahora-, había descubierto a Serrat, el rock, la literatura y el deseo resuelto en onanismo en las piernas doradas de una muchacha que pasaba todas las tardes por mi casa. Como siempre, en Colombia y el mundo pasaban cosas buenas y malas. Los gringos lanzaban Skylab, su primera estación espacial. Israelíes y árabes libraban otra de sus confrontaciones milenarias, esta vez conocida como Guerra de Yom Kipur, mientras en Chile Augusto Pinochet encabezaba un sangriento golpe militar respaldado por Estados Unidos, que derribó al gobierno democrático de Salvador Allende. Por su lado, en Colombia gobernaba Misael Pastrana Borrero, recordado por su extraña sonrisa, ocasionada por una defección de sus músculos faciales. Ese año se produjo el incendio de la torre de Avianca, fue secuestrado el vuelo 601 de SAM, el gobierno lanzó la Operación Anorí contra el ELN, Rafael Antonio Niño ganó una vez más la Vuelta a Colombia, fue lanzada la candidatura presidencial de María Eugenia Rojas, hija del dictador Rojas Pinilla y, lo último pero no menos importante, el Atlético Nacional, dirigido por el paraguayo César López Fretes, se coronó campeón del fútbol colombiano y yo lo había visto  empatar a cero con Millonarios en un juego que pudo haber terminado ocho a siete a favor de cualquiera… pero en los arcos estaban Navarro y Mosquera, ambos investidos del don de volar.

“Vuela de palo a palo”, por esos días ese era el mejor elogio que podía recibir un arquero. Hasta Wilfredo Tapias, un modesto portero del Deportes Quindío, practicaba esa proeza que lo convirtió en mi ídolo durante una temporada. Para los sueños de infancia, era igual o mejor que Lev Yashin, “La araña negra”, el legendario portero de la Unión Soviética al que la Colombia de Adolfo Pedernera le hizo cuatro goles en el estadio de Arica durante el mundial de 1962 en Chile. Como pude, me hice a unos guantes rudimentarios y me arrogué el rol de arquero en los partidos de potrero


                                                           Sacerdote Gabriel Osorio

La ilusión me duró hasta que en el colegio Deogracias Cardona mi destino se cruzó con el sacerdote Gabriel Osorio, un hombre que combinaba a la perfección  el manejo de los asuntos del cielo y la tierra: era el capellán del colegio, orientaba la clase de religión y dirigía las selecciones de fútbol en  sus distintas categorías. Así fue como me alisté en la infantil dándome ínfulas de arquero.

Bueno es decir que en la primera práctica me hicieron cinco goles en menos de media hora y el cura, con el ímpetu de quien manda un réprobo al purgatorio, me puso a jugar de puntero izquierdo, en una especie de exilio eterno al que me acomodé hasta que las piernas no me dieron más.

Gran tipo este Gabriel. Como en esos tiempos los sacerdotes debían vestir sotana en todas sus apariciones públicas, cuando saltaba a la cancha y empezaba a jugar parecía un cuervo con la pelota pegada a su pie. A menudo nos parábamos a verlo sin saber si aplaudir o reír, hasta que el hombre tronaba con su voz evangélica: “¡Pero, por Dios, ustedes son idiotas o qué!” y nos ponía de nuevo en movimiento.

A modo de premio por la conquista de un intercolegiado, una vez nos llevó como invitado a Roberto Vasco, por entonces arquero titular de un Deportivo Pereira donde brillaban los paraguayos Eliseo Gaona, Aurelio Valbuena, Mario Rivarola y Aristides del Puerto, al lado de los colombianos César Valverde, Darío López, Jairo Arboleda y un prodigio de la punta izquierda llamado Héctor Darío Jaramillo que se convirtió en pesadilla de los marcadores de punta rivales.


                                                  Roberto Vasco ( tomada de blog de estadísticas)

Para sorpresa de todos, Roberto Vasco era bajito, incluso para los promedios de la época. A lo sumo llegaba al metro setenta de estatura ¡Pero cómo volaba ese hombre! Los cronistas deportivos decían que tenía resortes en las piernas, porque se estiraba hasta el ángulo y manoteaba pelotas que parecían imposibles de alcanzar.

Recuerdo un partido con el Junior de Barranquilla, en el recién estrenado estadio Hernán Ramírez Villegas. Fiel a su escuela brasilera, el Junior tenía en sus filas a Chiquinho, Caldeira y a Víctor Ephanor, los tres un lujo para la vista. Poco antes de terminar el partido, con el marcador empatado, el juez cobró un tiro libre a favor del equipo barranquillero.  La posición era perfecta para la zurda de Víctor Ephanor. Con la seguridad propia del iluminado el hombre acomodó la pelota, tomó un paso de distancia y sacó un cañonazo que obligó a los hinchas del Pereira a cerrar los ojos, convencidos del desenlace inevitable. Cuando algún osado los abrió se encontró con la mano izquierda de Roberto Vasco bien arriba, en la intersección entre el poste y el travesaño, sacando el balón al tiro de esquina. El clamor en la tribuna fue digno de un triunfo en una final. De ese tamaño fue el milagro.

La estirpe de arqueros voladores duró unas dos décadas más: Juan Carlos Delménico, Hernando García, James Mina Camacho, Otoniel Quintana, Pedro Alberto Vivalda, Julio César Falcioni y, claro, el inefable René Higuita. Luego el fútbol se burocratizó y los entrenadores tecnócratas empezaron a hacer diagramas y a hablar de marcar las diagonales, de carrileros, de aleros tornantes y otras tantas sandeces. El mundo del fútbol se hizo triste desde entonces.

Como si no bastara con eso, con el juego convertido en jugoso espectáculo, el crimen organizado se hizo con el control de un negocio en el que las ganancias se cuentan en billones por concepto de transferencias, apuestas, derechos de televisión, publicidad y otras formas de la trata de personas. Dentro de esas lógicas, perder un juego o no clasificar a unas finales supone por ello dejar de percibir sumas enormes. Lejos de centrarse en el disfrute, los futbolistas deben ocuparse en otras cosas, empezando por construirse una imagen que los haga apetecibles en el mercado de las transferencias y los contratos de publicidad, con la caja de resonancia de la prensa deportiva.

En ese trance, los arqueros   renunciaron o fueron despojados por los dioses del don de volar, y quedaron reducidos al cargo de guardianes del área. Con ese panorama, ustedes entenderán que vuelva una vez sí y otra también a esa tarde de domingo de 1973 cuando los ya fallecidos Raúl Navarro y Senén Mosquera oficiaron en un estadio repleto el viejo rito de   alzarse por los aires y tocar lo imposible.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=GxKeFchPYhs

lunes, 20 de enero de 2025

Letra prima

 

                                                                Teresita Grisales



El fútbol y el vicio de la lectura son como el sarampión: se contraen en la infancia y sus secuelas lo acompañan a uno el resto del camino. Mi tía Teresita, la menor de las hijas de Martiniano y Ana María, me regaló el primer balón y el primer libro de mi vida. Desde entonces los libros, el fútbol y mi tía ocupan un lugar especial en mi corazón. El balón era una superbola de puro cuero cosido, de esas que cuando se mojaban adquirían el peso de una piedra. El libro era un ejemplar de tapa dura donde se contaba en viñetas la historia de Genoveva de Brabante, la princesa que vivió durante seis años con su hijo en una cueva de las Ardenas, luego de ser condenada a muerte por culpa del mayordomo Golo, que la acusó falsamente ante su esposo, el príncipe Siegfried de Tréveris. No recuerdo por qué razón Genoveva acabó convertida en santa. Tendré que preguntarle a San Google un día de estos.

De fútbol hablaremos después. Por ahora me ocuparé de mi propia historia sin fin con los libros.

Teresita no había terminado el bachillerato cuando fue nombrada profesora en la escuela de la vereda por mediación de un cura llamado Sigifredo Morales. Así funcionaban las cosas en esos tiempos. Más tarde finalizó sus estudios de secundaria y universidad y emprendió una brillante carrera como maestra. Una vez jubilada se dedicó a educar nietos, bisnietos y, como van las cosas, creo que tendrá tiempo de enseñarles a leer y escribir a unos cuantos tataranietos. La vida la dotó de un don especial para eso.  En cumplimiento de esa misión tuvo siempre a su lado una amiga de la que nunca se apartó: la cartilla La alegría de leer, creada por el educador Juan Evangelista Quintana en 1930.




Cierro los ojos y la imagen me vuelve plena desde algún lugar del aire. Teresita, que tendría unos diecisiete años, explicaba el alfabeto ante un grupo de niños que no le perdían hilo al vuelo de la tiza en su mano, mientras viajaba por el tablero dibujando una sucesión de animalitos que se llamaban a, e, i, o, u, m, n, p, s. Por una de las ventanas entraba un sol mañanero que convertía su pelo en un remolino dorado. En esa época ni se soñaba con lo que hoy se llama preescolar. Como yo tenía cuatro años no podía ser matriculado, pero igual asistía a sus clases en condición de clandestino, cada vez más fascinado con el hecho de que los animalitos dibujados por mi tía en el tablero, al juntarse representaran cosas: mariposa, gata, mesa, limón. También se podía nombrar con ellas a las personas: Martín, María, Julia, Germán. Y hasta sonidos: ¡Pum! ¡Carrataplam!

 Mi asistencia sin falta a sus clases me hizo merecedor de un regalo que todavía conservo, aunque sus páginas amenazan con deshacerse al menor roce de los dedos: un ejemplar de las Cien Lecciones de Historia Sagrada, que  leí como un libro de aventuras: José vendido por sus hermanos, la travesía del  Mar rojo y el prodigio de la zarza  ardiente hicieron que  no fuera una novedad para mí cuando empecé a ver películas bíblicas en esos teatros que tenían luneta y gallinero, desde donde los asistentes más díscolos arrojaban toda suerte de proyectiles: corozos, pepas de guama, frutos de zapote y hasta colillas de  cigarrillo encendidas.




 Fue en esas páginas donde aprendí que todo buen libro es un relato de aventuras. No importa si se habla de filosofía, de matemáticas, de ciencia, de teología, de poesía o de ficción: lo que se despliega ante el lector es la revelación de la mente de un hombre frente a un público que asiste al descubrimiento de cosas nuevas o ya olvidadas.

Con el paso del tiempo me crucé con personas que sumaron lo suyo a esa revelación, cada una desde sus propias inquietudes. En el bachillerato, Luis Eduardo Tabares, que trabajaba como locutor nocturno (bombillos, les decían) me compartió sus libros de Toni Negri, Louis Althusser , Antonio Gramsci, Rosa Luxemburgo y otros teóricos  del marxismo. En grado cuarto de bachillerato un profesor de literatura llamado Alfonso Mahamud, que llevaba en la sangre la herencia de Las Mil y una noches, me regaló tres libros que abrieron puertas a otras dimensiones del mundo: El Túnel, de Ernesto Sabato, La Peste, de Albert Camus y El Coronel no tiene quien le escriba, de Gabriel García Márquez. Por esos días, una prima llamada Ana María, como nuestra abuela, completó la incipiente biblioteca con una joya titulada Las cárceles del alma, del escritor húngaro Lajos Zilahy. Desde entonces la familia no ha parado de crecer.  Es más, con la llegada de Internet los buenos libros digitales se han multiplicado a un ritmo que hace imposible leer todos los que uno quisiera.




Con puertas y ventanas bien abiertas era imposible no toparse con prójimos que andaban en las mismas: buscándose en las páginas de los libros, convencidos de que allí alentaban las claves de una existencia tan bella, dolorosa, misteriosa e incomprensible como un crepúsculo.  Fue así como llegué a la vida- o ellos llegaron a la mía, no puedo precisarlo- de Alberto Berón, Jorge Enrique Osorio, Juan Carlos Pérez, Diego Jaramillo, Guillermo Constaín, Juan Guillermo Álvarez, Julio César González, Edison Marulanda, Rigoberto Gil y Abelardo Gómez. Una muchacha llamada Aura Ruíz, que después se hizo médica y se consagró a bucear hondo en las intuiciones de Gurdjieff, pasó como uno de esos vientos de agosto que todo lo remueven y me dejó en las manos la sospecha de algo terrible que se agitaba embozado en las páginas de una novela con un título perturbador: Sobre héroes y tumbas.

Toda vida está hecha de encuentros y desencuentros. Los caminos se bifurcan y las personas se dispersan, es lo corriente. Con algunos de ellos no volví a verme, con otros cuando nos cruzamos somos tan extraños que es como saludar un recuerdo. Con unos cuantos, a Dios gracias, conservamos una hermandad que no cesa de crecer a pesar de las distancias geográficas o de las impuestas por los compromisos de cada día. La mía, en todo caso, sigue la ruta señalada desde el día que, a instancias de mi tía Teresita, me asomé a la primera página de Genoveva de Brabante y ya no volví a salir.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=-NcrN22R6zI


lunes, 13 de enero de 2025

"El destino manifiesto"

 



Los libros de historia nos dicen que fue en 1823 cuando el presidente James Monroe hizo suya la idea acuñada por John Q. Adams, que definía cualquier intervención de Europa en el continente americano como una agresión que exigiría la respuesta equivalente de los Estados Unidos de América.

En principio, parecía un asunto razonable y hasta necesario, pero llevaba implícita una trampa: a su vez servía para justificar la intervención de los Estados Unidos en cualquier lugar del continente, con el noble pretexto de la solidaridad, la libertad y la defensa de territorios amenazados u ocupados por   una nación extranjera. El problema reside en que, siguiendo una constante desde los días de su fundación, una vez puesto el pie en tierra ajena es difícil que los norteamericanos lo levanten… a no ser que alguien emprenda una revuelta sangrienta y casi siempre suicida.

De ahí que Simón Bolívar advirtiera en su célebre proclama: “Los Estados Unidos parecen destinados por la Providencia para plagar de miserias a América en nombre de la libertad”.

El siguiente paso no era difícil de prever y se llamó, con un inquietante tono religioso, "El destino manifiesto”. Sobre esa idea los Estados Unidos de América basaron su política expansionista a lo largo del siglo XIX. La invasión a México fue una de sus expresiones más devastadoras. Texas, California, Nuevo México, Arizona, Nevada, Utah y Colorado hicieron parte de esa avanzada. Luego vendría la guerra contra España, cuyo propósito era apoderarse de Puerto Rico, Cuba y Filipinas. El largo brazo del Tío Sam empezaba así a extenderse más allá de tierras americanas y el espíritu calvinista de la predestinación adquiría una expresión terrenal que hasta hoy no ha cesado de alimentarse de sí misma.

Estos antecedentes vienen a cuento ahora que el presidente Donald Trump, avalado por 312 votos electorales (la cifra más alta desde el también republicano George H. W. Bush en 1988) y por 77.303.573 ciudadanos votantes, insiste en su intención de apoderarse (él lo llama “ recuperar”) de Groenlandia, mientras   pregunta por la legitimidad del nombre – y por lo tanto de la propiedad- del Golfo de México  al tiempo que deja en el aire la no tan velada amenaza de hacerse con el control del Canal de Panamá, esa franja de tierra recuperada por los panameños y arrebatada a Colombia en 1903  durante la administración de Theodore Roosevelt, con la complicidad de un sector de las élites colombianas.

Imperialismo puro y duro, se llama eso, aunque los eufemismos impuestos por la hipocresía de la corrección política lo nombren de múltiples maneras, entre ellas globalización.

Por lo pronto, los gobernantes de los países amenazados han respondido con un tono de dignidad. Claudia Sheinbaum Pardo en México y José Raúl Mulino en Panamá le han hecho saber a Trump que sus bravuconadas no los amedrentan, mientras este último replica con advertencias sobre aranceles, acompañadas de ese mantra utilizado en sus campañas  presidenciales y multiplicado hasta la demencia en sus redes sociales :“ Make América great again”, una suerte de  frase hipnótica que cala hondo en las anestesiadas mentes de unos ciudadanos enajenados  hasta lo impensable por el poder de los medios de comunicación. Y no podemos olvidar que Trump, como otros de sus congéneres, viene de la industria del espectáculo y la información.




Como bien sabemos, los Estados Unidos se hicieron grandes gracias a la inmigración de millones de personas llegadas de todos confines de la tierra. Científicos, pensadores, artistas, escritores, deportistas, músicos, clérigos, granjeros, obreros,  capitanes de empresa y empleados  han puesto a lo largo de los años su enorme energía y creatividad al servicio de la construcción de un país que, bien entrado el siglo XXI, no termina de hacerse.

Del combate contra esa inmigración creadora se alimentó en buena medida el discurso incendiario de Trump durante su campaña de 2024.  Sus votantes respondieron a ese estímulo y ahora esperan que su gobernante actúe en consecuencia. En la inagotable paranoia del norteamericano medio los inmigrantes equivalen hoy a los marcianos de comienzos del siglo XX  o a los comunistas en tiempos de la Guerra Fría. Son los delincuentes de las grandes barriadas o los que dejan sin trabajo a los nativos… como si existieran norteamericanos nativos.

El cumplimiento de al menos parte de esa promesa es el gran problema de Trump. ¿Cómo hacerlo sin lesionar sectores productivos  que dependen por entero de la mano de obra inmigrante?  ¿De qué manera hacerlo sin vulnerar la libertad y los derechos humanos que su país dice defender?




Vistas así las cosas, lo de México, Groenlandia y Panamá parece ser, en principio, un foco distractor encaminado a desviar las miradas en otra dirección. Ningún capitalista en sus cabales va a  renunciar al colosal mercado mexicano en constante  expansión. Una disputa por Groenlandia con el Reino de Dinamarca y por lo tanto   con la Unión Europea en plena crisis con el imperialismo ruso no sería un buen negocio. Y Panamá… bueno, el de Theodore Roosevelt y sus áulicos era otro mundo.  Con el Medio Oriente ardiendo y sin saber muy bien cuál será la próxima jugada de la inescrutable China, aparte de los ya mencionados rusos,  la pirotecnia verbal de  Trump podría resultar poco menos que eso: fuegos de artificio en medio de oleadas   de inmigrantes que se cuelan por todas partes. Y no es para menos: en sus lugares  de origen la miseria y las violencias atávicas los empujan hacia un lugar, mitad quimérico y mitad  real que un día les vendieron como su tierra de promisión, es decir, como su propio  “ destino manifiesto”.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Ee_uujKuJMI