martes, 9 de abril de 2024

Palabras al vuelo

 


 




Ya les he contado que me apasiona escuchar las conversaciones de la gente en la calle, en los buses, en los cafés, en las salas de espera de cualquier cosa. Donde quiera que se junten dos seres humanos surge el prodigio verbal y con él, de vez en cuando, alguna cápsula de sabiduría.

Qué le hacemos. Mi oficio me hizo chismoso por definición. Escuchar las conversaciones ajenas equivale a mirar por el ojo de la cerradura: uno puede presenciar un fogoso combate sexual o un crimen inesperado. Depende de la carta que le haya tocado en suerte. Fisgonear es como ponerle un termómetro a la vida bajo la lengua en busca de algún estado febril.

Si, ya sé que los termómetros ahora son digitales y no se ponen bajo la axila o la lengua, pero hay algo de misterioso en esos lugares que hacen válido el uso de la figura.

Pues bien, gracias al auge del vegetarianismo, el veganismo y otras hierbas, escucho cada vez con  más frecuencia la expresión Asesinatos de vacas para referirse a la  bíblica costumbre de alimentarse de bípedos y cuadrúpedos  de la más diversa pelambre. Debe ser por eso que los viejos mataderos municipales cambiaron el nombre por el de Centros de Beneficio Animal, sin detenerse a pensar en el absurdo de llamar así a un lugar donde de todas maneras se despachan vacas, cerdos y otros semovientes con destino a la mesa de sibaritas carnívoros. Supongo que es otro avance en la manía de no llamar las cosas por el nombre.

En todo caso, a ese ritmo sospecho que muy pronto hablaremos de asesinatos de pollos, de patos, de conejos, de cabras, de atunes, de perdices y el catálogo completo de seres vivos incorporados por el Homo Sapiens Sapiens a su cadena alimenticia. No es difícil conjeturar que, a corto plazo, todos moriremos por desnutrición, como si ya no existieran suficientes personas condenadas al hambre en este mundo de abundancia.

San Francisco de Asís, que estaba tocado por la gracia, hablaba de las hermanas aves, las hermanas bestias y los hermanos gusanos. Pero el santo hablaba con Dios y eso lo convirtió en un ser excepcional. Nosotros, pobres mortales, hemos de comer carnes de todo tipo si queremos mantener altas las defensas de nuestro organismo. ¿Cuál será nuestro castigo por ese pecado? ¿A lo mejor cien azotes por cada cincuenta gramos de carne consumida o una dieta de lechuga perpetua por el consumo de una humilde ala de pollo deshidratado?




Los fundamentalismos siempre han funcionado así. No quiero imaginar lo que les sucederá a los ganaderos, avicultores y piscicultores cuando llegue el día del juicio. Me temo que serán equiparados a jefes de campos de concentración nazis y soviéticos, con el correspondiente castigo ejemplar.

En un programa radial, uno de esos “consejeros” o “coach” que se multiplican al ritmo de una plaga bíblica, sentenció que la leche es un líquido maligno, tan letal como el whisky de Kentucky, el mezcal o la chicha fermentada en  el altiplano por nuestros ancestros indígenas.

El fulano no aclaró si ese anatema funciona también para la leche materna, de cabra, de nodriza y otros tantos proveedores milagrosos.

Soy de los que resuelven los asuntos del alma directamente con Dios, de modo que me senté en el banco de un parque a rumiar- y perdón por el vacuno verbo- mis tribulaciones.

La falta de leche en la temprana infancia provoca lesiones cerebrales que determinan un cretinismo de por vida, le escuché decir una vez a ese gran médico y ser humano que fue Héctor Abad Gómez.

¡Carajo!, le reclamé a mi Dios ¿por qué nos has  abandonado? Sin leche ni carne acabaremos con el cerebro achicharrado, como el de un adicto al pegante o al bazuco. Suficiente tenemos con la  televisión y los teléfonos inteligentes. Pero Él siguió sumido en su silencio eterno.




No sé a ustedes, pero se me antoja que a esta cruzada se le fue la mano, como a todas. A este ritmo a la vuelta de unos años hablaremos de pulguicidios, piojicidios, mosquicidios, cucarachicidios y otros crímenes atroces. Para entonces, habremos regresado a los tiempos oscuros. Desnutridos y enclenques sucumbiremos al asedio de toda suerte de plagas, sin necesidad de un regreso al Covid-19, segunda temporada.

Ante ese sombrío panorama, decidí pasar la página y ocuparme de cosas más amables. Por ejemplo, meditar sobre el hondo sentido de la conversación entre dos chicas adolescentes a la entrada de un centro comercial:

Adolescente I:  allí viene el buenón de Ricky,¡ Papacito!

Adolescente II: ese man me encanta ¡lo veo y se me despeluca la cuca!

*Para lectores no colombianos aclaro que la palabra cuca, aparte de aludir a una golosina tradicional, se utiliza para nombrar el órgano sexual femenino… aunque, con la pornográfica costumbre de afeitarse los genitales, sospecho que la expresión de la chica II perdió su exquisito sentido.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=p-T6aaRV9HY

 

martes, 19 de marzo de 2024

Por estas calles: las crónicas del otro Molano

 



¿Qué une los destinos de un músico de Heavy Metal sordo, un peluquero del “Parque de La  Libertad”, un vendedor de discos de  vinilo y un grupo de gaiteros que animan el aire de Pereira con ritmos heredados de viejas sangres africanas?

Responder esa pregunta es el propósito de la selección de textos que, en poco más de un centenar de páginas, nos propone el periodista Franklin Molano Gaona en su libro  Crónicas desde la Querendona, Lugares y voces, publicado en formato digital por la Fundación Universitaria del Área Andina.

Bueno, el subtítulo de Lugares y voces nos da la primera clave. El cronista nos propone un mapa narrado en el que un despliegue de voces y rostros nos permite aproximarnos al palpitante día a día de una ciudad que algunos definen como “diversa y libre” en un intento por aprehender algo del incesante tumulto en el que se mueven quienes la habitan.

Ese tumulto que llevó a Luis Carlos González, poeta oficial de la ciudad, a resumir su esencia en una frase que no tardó en devenir mensaje publicitario: “Querendona, trasnochadora y morena”. Molano se lanza a las calles y recorre sus rincones en un viaje de ida y vuelta del que regresa cargado de imágenes, de voces, de colores, olores y sabores. Con esos ingredientes cuece para el lector una serie de relatos que dan cuenta de lo que han sido los cambios y las constantes de una ciudad agitada por múltiples violencias, por sucesivas corrientes migratorias hacia distintos lugares del mundo y, sobre todo, por su decisión irrevocable de bailar hasta el amanecer como única manera de conjurar el infortunio.




De esos ingredientes tenemos noticias desde los tiempos de la violencia entre liberales y conservadores, del éxodo temprano hacia Estados Unidos y de sitios de baile tan legendarios como el Dancing, precursor de los que décadas más tarde se convertirían en foco de atracción para rumberos de todos los rincones del país.

Si el escritor argentino Tomás Eloy Martínez definió al cronista como “El sismógrafo de una sociedad”, podemos decir que Franklin Molano tiene sus instrumentos bien afinados para captar dónde están las historias y sus protagonistas. Lo sabe cuando acampa en el aeropuerto “Matecaña” para registrar los momentos de nostalgia, de dicha o desasosiego de las familias  empeñadas en recibir o despedir con canciones de Vicente Fernández a sus parientes que viven en el exterior.

Lo sabe muy bien cuando escoge el parque del barrio Providencia para tomarle el pulso a ese lugar que durante muchos años permaneció aislado del centro de Pereira por extensos potreros y permitió, entre otras cosas el surgimiento de la leyenda del “ Papa Negro”, encarnado en la figura del poeta Héctor Éscobar Gutiérrez, muerto en olor de santidad en medio del fervoroso tributo de sus seguidores.

 Sin una buena dosis de poesía, la crónica no pasará de ser simple recuento de datos al modo de un registro notarial. No por casualidad en el texto de entrada aparecen unos versos de Ramón López Velarde, uno de los grandes de la poesía en lengua castellana.  Tampoco es azar que en la crónica   sobre los discos de vinilo sobrevuele la belleza de esas voces y ritmos que entre  la bruma borrosa de las pastas rayadas nos traen noticias de otros tiempos.




Siguiendo el trazado de ese mapa, en las páginas del  libro también hay tiempo para el circo y lo que eso supone como regreso a una parte de nuestra historia personal; para proyectos culturales  como “La Cuadra” que dejaron su impronta en la reciente historia de Pereira; para un tributo  a la memoria del poeta Giovanny Gómez; para una inmersión en el frenesí de las personas que en el ajetreo del mediodía se ganan la  vida entregando almuerzos a domicilio y para un viaje al fondo de los claroscuros del "Parque de La Libertad" durante una jornada completa.

“Por estas calles la compasión ya no aparece/ y la piedad hace rato que se fue de viaje”, canta el músico venezolano Yordano  en una de sus tonadas más conocidas. Sin embargo, compasión es lo que le sobra  al cronista Franklin Molano. Compasión para meterse en la piel de  los otros y  para regresar a contarnos lo irrepetible de su aventura vital.


PDT. les comparo enlace a la band sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Am3oIVMcJ_Q

 

viernes, 1 de marzo de 2024

Ay, Hamlet

 



Hace más de medio siglo la rubia Lida, mi profesora de inglés en el bachillerato, nos repetía una y otra vez que si no entendíamos a la perfección el sentido del verbo ser o estar, jamás aprenderíamos a cabalidad el idioma. Acto seguido escribía en el tablero con viejas tizas de cal las dos palabras que nos abrirían de par en par las puertas del reino.

Pero era inútil: enloquecidos por la testosterona, sus imberbes estudiantes sólo teníamos atención para el contoneo de sus caderas mientras escribía con letras mayúsculas: TO BE, TO BE, TO BE…

De modo que me perdí la primera oportunidad de meterme como quien dice en el terreno de la que después se convertiría en una de mis obsesiones: el lenguaje como dimensión del ser, como aquello que nos permite ex-presarnos, salir del ensimismamiento del cascarón y entrar por fin en diálogo con el mundo.

Sospecho que, en últimas, Lida tampoco entendía el porqué, pero repetía lo leído en el manual escolar con una insistencia que la volvía convincente.  De modo que, cuando a la vuelta de unos años me encontré de frente en una sala de teatro con el príncipe Hamlet en persona, empecé a sospechar no sólo que algo olía mal en Dinamarca, sino que un asunto todavía más complejo se cocinaba tras bambalinas.  Por lo visto, esas dos palabras en apariencia tan simples se guardaban su as bajo la manga.

El misterio apenas empezaba. Un día aprendí que el castellano es el único idioma conocido en el que se emplean dos palabras para marcar una diferencia clave entre ser y estar.  Me demoré otro tanto para entender que eso supone una sutileza filosófica de proporciones mayúsculas. ¿Por qué una lengua específica experimentó esa necesidad y las otras no?




La mayoría de los idiomas parecen haber encontrado las síntesis, el punto de convergencia en el que las nociones de espacio- tiempo se cruzan, se coagulan y se hacen una. Estar en el espacio equivale a ser y devenir implica estar en algún lado. Así, para Hamlet, el problema no consiste en estar o no estar. Eso es algo que se da por hecho. El problema para él es de otra índole y por eso interpela a su propia legión de sombras, de recuerdos, de fantasmas, o como ustedes prefieran llamarlos.

Para quienes intentamos expresarnos en castellano la encrucijada se multiplica como en un juego de espejos enfrentados: ¿es posible ser sin estar o, estando, podemos no ser?  Un intento de respuesta a la pregunta convoca a la historia, a la ciencia, a la filología, a la filosofía y a todos los campos del saber, en tanto ese espejo presenta grietas y por lo tanto distorsiona la información: los cuerpos y las ideas reflejados nunca son confiables del todo.

Vuelvo a las clases de Lida que, para acabar de completar, era rubia teñida, lo que la acercaba a las mujeres que aparecían en las páginas a color de la revista Sueca, nuestro principal medio de educación sexual para esa época sin internet.

Siempre sin salirse de la cartilla, nuestra profesora explicaba que sin el To be sería inútil   todo intento de aproximación al to live , al to play, y enseguida enhebraba una lista infinita: to Kiss, to work, to drink, to run, to dance, to eat , to fly, to walk. Un día cruzamos el umbral del decoro y añadimos a hurtadillas el to fuck, que nos acarreó la   expulsión de clases durante una semana.




Procacidades aparte, lo que el manual pretendía explicarnos era diáfano en su funcionalidad: sin el ser es imposible vivir, es decir, estar. Más elemental todavía: sin jugador no hay juego. Una obviedad, dirán ustedes. Pero llegar hasta allí les ha costado a los filósofos - y por lo tanto a la humanidad-  siglos y más siglos de un recorrido que no acabará nunca, porque en la naturaleza del misterio estará siempre el remitir a otros misterios. Si su claridad, precisión y concisión hoy nos resultan obvios es porque no hemos tenido que hacer el esfuerzo de alcanzarlas. Por lo demás, lo mismo sucede con todas las proezas del pensamiento y de la ciencia. Cuando en condición de consumidores procedemos a un uso rutinario y a menudo desganado de alguno de los muchos avances tecnológicos puestos en nuestras manos, hacemos tabla rasa de todos los esfuerzos que supuso ponerlos a nuestra disposición.

En el principio era el Verbo, reza la primera frase del libro del Génesis, el texto fundacional en la tradición judeo- cristiana. El Verbo, la potencia, el principio vital del lenguaje que nos lanza hacia el mundo y nos permite pasar del yo al nosotros, del aislamiento a la comunión. Con seguridad, Lida tampoco era consciente de la poderosa conexión entre esa frase y su tozudo empeño en que hiciéramos nuestra la esencia del To be. ¡Ay Lida! ¡Ay Hamlet!


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=G1cJixPCcNY

 

 

miércoles, 14 de febrero de 2024

La gran ilusión

 



“Menos Whatsapp y más historias”, esta frase afortunada dirigida por el periodista Franklin Molano a sus colegas y a sus jóvenes estudiantes debería constituir un mandato para todos los seres humanos de este tiempo, abismados como andamos en el consumo enloquecido de información, no ya como una   ayuda para comprender la sociedad y tratar de intervenir en ella, sino como un fin en sí misma. En la era del consumo compulsivo, devorar y derrochar información se convirtió en otra manera de competir por un lugar en el mundo.

El célebre derecho del ciudadano a “estar bien informado” perdió así su sentido original para devenir reacción impulsiva ante la sensación de quedarse por fuera de algo muy importante sino se está conectado las veinticuatro horas del día- y unos minutos más- a la máquina proveedora de datos.

Para la muestra, tengo un vecino, profesor de alguna cosa en una Institución Educativa, que va por  el mundo dictando sentencia sobre cuanta cosa pasa en todos los rincones de la tierra. Las medidas de Milei en Argentina, las peleas de Petro en Colombia, el regreso de Trump en Estados Unidos, la tragedia de Gaza, el estado de la economía china, los incendios forestales en Chile, el reinado de Bukele en El Salvador, los juegos geopolíticos de los poderosos con los dramas de Ucrania y el Medio Oriente, los huracanes en el Caribe… y mejor paremos porque la cadena no acaba nunca. Esa es una de sus características: en el mundo de hoy la información es una bestia que se alimenta de sí misma, como la serpiente que se muerde la cola de los cabalistas.




¿De dónde le viene el convencimiento a nuestro profesor? Él mismo lo explica: “En el mundo de hoy el que no está bien informado no puede ser competitivo. Y no está bien informado quien se desconecta de los acontecimientos”. Ahora entiendo por qué el tipo va todo el tiempo con unos enormes audífonos como orejas sustitutas que hace tiempo pasaron a hacer parte de su anatomía. Sospecho que no se los quita para dormir, ni para tomar un baño, ni para los juegos del sexo… si todavía le queda algún resquicio para esos menesteres tan poco elevados.

Eso sí, tenga usted cuidado de no indagar acerca de  su nivel de comprensión sobre los tan mentados “ acontecimientos” porque- en otra reacción instintiva-, se sacará de la manga una respuesta multiusos: “en RCN , en Caracol,  en CNN, en Fox News  o en las redes sociales  lo dijeron”. De  modo que los mencionados medios son su autoridad, su escriba, su gurú.

Y aquí reside una de las claves del problema. Por lo menos en otros tiempos había un solo gurú, un escriba, una autoridad. La gente les obedecía o se rebelaba y trataba de encontrar su camino, con alto riesgo de ser condenada a la hoguera. Pero hoy son legión, como los demonios del Nuevo Testamento.

Así pues, la única defensa frente a esa amenaza es el criterio. El acopio de elementos de juicio que permitan aproximarse al cada día con una mirada propia capaz de descorrer el velo de la confusión. Ahí está el gran desafío. Para hacerse con la herramienta se necesita tiempo, pausa, lentitud y eso  es lo que el sistema no permite, porque a lo largo de los tiempos cuando la gente se pone a pensar suele volverse peligrosa y adquiere la grosera costumbre de formular preguntas incómodas para los poderosos.




La adquisición de ese criterio implica en sí misma una lucha contra la alienación propia y ajena. En el siglo XIX Karl Marx profundizó en ese concepto y nos mostró un individuo despojado de sí mismo, obligado a luchar por objetivos que no son los suyos y, por lo tanto, deshumanizado, convertido en cosa, en mercancía. Corrida la segunda década del siglo XXI ya ni siquiera somos eso. La máquina productora de información nos convirtió en cifra, en pura abstracción ¿Se han fijado en esos recuadros de los noticieros de televisión, que al lado de imágenes de muertos y heridos- otra forma de banalizar las tragedias- nos ofrecen números a modo de respaldo, en un recurso que le da una vez más la razón a Hannah Arendt cuando formuló su advertencia sobre “La banalidad del mal”?

De ahí la validez de la frase del periodista Molano. Menos Whatsapp implica tomar distancia para emprender la reflexión. Y más historias nos devuelven a la calle, al barrio, a la esquina, a la cancha de fútbol, a la iglesia, al café, al parque, a la tienda. En suma, a los lugares de encuentro donde el rostro de los otros cobra plenitud en el cotilleo, en el apunte humorístico, en la mamadera de gallo, en la capacidad para burlarse del propio infortunio.

Vale la pena intentarlo. Por ese camino, a lo mejor el consumidor pasivo  de información vuelva a ser sujeto dueño de sí mismo, actor  de su propia vida y  no mera comparsa  en la gran ilusión  de participación aupada por la industria del espectáculo,  ese negocio colosal  del que las noticias que tanto excitan  a nuestro profesor de instituto son apenas otro insumo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=aIuCdQtNBgg

 

 

miércoles, 31 de enero de 2024

La poesía del potrero

                                                      Mateo González
 


           Para el pequeño Mateo González y para todos los

           frecuentadores de potreros.

 

Le decíamos “Julio Muelas” y en mi memoria nunca tuvo otro nombre. Pasó por mi adolescencia y  por mi temprana juventud como un superdotado pleno de gambetas, túneles, sombreritos, taquitos, bicicletas, rabonas y otras tantas maravillas encargadas de alimentar un diccionario que sólo los fieles devotos del fútbol como juego desinteresado  podemos comprender. En resumen, “ Julio Muelas” era lo que  en la jerga del deporte suelen llamar un súper crack; sólo  que él lo ignoraba y  ni falta que le hacía saberlo.

La primera vez que vi a Ronaldinho en la televisión el recuerdo de “Julio  Muelas” se reavivó en mi interior: idéntica figura esmirriada con ese rostro en el que asomaban unos dientes superlativos  hechos para mordisquearse el mundo de a poquitos. Igual que el célebre brasileño, nuestro héroe de los potreros daba la sensación de burlarse de los rivales cada vez que los sometía a uno de sus lujos y eso desencadenaba en algunos una sensación de resentimiento próxima al odio. Cualquiera que haya jugado al fútbol alguna vez sabe lo que es ser víctima de un túnel o de un sombrerito, para no hablar de la jugada del bobo.

Pero qué le hacemos si los genios son así.

Con todo y para fortuna del juego, todavía eran los tiempos en que este era un puro goce, un dejarse llevar por la tentación de una pelota y once rivales empeñados en demostrar que eran  mejores… aunque no tuvieran un “ Julio  Muelas “ en sus filas.




En su compañía, junto a una panda de la que formaban parte César Patiño, Pedro Vicente Ramírez, Santiago Valencia, Nelson Marín y José Ferney Escobar- muerto hace un par de años-, recorrimos los potreros de Pereira y Dosquebradas en busca de rivales. A veces nos dábamos el lujo de jugar en canchas consagradas como “Las Canarias, “El Acero”, “La Rosa” o “Bavaria”. Pero esa era la excepción, porque la mayoría de las veces teníamos que competir con vacas, caballos y otros semovientes para ocupar una franja de potrero donde instalar las porterías armadas con guaduas o a menudo con la propia ropa amontonada.

Toda posible dicha terrenal se resumía en esa liturgia de jóvenes sudorosos envueltos en polvaredas o chapoteando entre el barrizal, dependiendo de la temporada. De vez en cuando el milagro se interrumpía cuando un balón estallaba de puro viejo, para reanudarse unos segundos después ante la aparición de un repuesto surgido de no sabía dónde. Los dioses del fútbol siempre fueron pródigos con sus criaturas.

Alguna vez, allá por los días del Mundial 78, durante unas vacaciones de mitad de año a “Julio Muelas” lo llevaron a entrenar con el Deportivo Pereira. Creíamos haberlo perdido para siempre pero, para fortuna de todos, a los cuatro días el tipo se aburrió. Eso de cuadricular la cancha, de moverse en diagonales y de no transitar por zonas vedadas no iba con su sentido anarquista del juego.  Después de todo, en su manera de vivir las cosas la magia del fútbol consistía en hacer lo  que a uno le daba la gana o lo que la necesidad del momento le dictaba. En su mente, el concepto de profesión aplicado al fútbol carecía de sentido. Mucho menos tenían cabida en su entraña asuntos como la fama o la idea de hacerse millonario, o billonario, que ya los hay. Lo suyo era gozar y ya.




Por esas razones estoy convencido, como algunos de quienes compartimos los potreros con él, que en su momento “Julio Muelas” fue el mejor jugador de mi mundo, de nuestro mundo. Porque eso de “El mejor jugador del mundo” es una creación mediática y de mercadeo surgida cuando el fútbol empezó a revelarse como un negocio colosal codiciado por toda suerte de  carteles de los que forman parte dirigentes, empresarios, periodistas deportivos, apostadores, padres de familia, entrenadores, agencias de publicidad, empresas  de comunicación y, claro, la materia prima, es decir, los niños y jóvenes que aspiran al reconocimiento y a la redención económica de los suyos a través de esa disciplina.

Una vez, en la cancha del colegio “Deogracias Cardona”, este Julio de dientes colosales se fajó un gol- lo juro-, mil veces más bello que los célebres de Maradona y Messi. Sólo que no había cámaras de televisión ni mucho menos teléfonos digitales para registrar el   prodigio. El hombre partió de nuestro propio terreno eludiendo rivales y al final dejó al arquero sentado en medio de la nada antes de empujar la pelota al otro lado de la invisible línea de gol que, como tantas otras cosas, constituía un asunto de fe.

La estampa impagable de ese gol me volvió a la memoria cuando Julio González me contó que su hijo Mateo había abandonado la escuela de fútbol donde lo preparaban para la fama y la riqueza. En su lugar decidió dedicarse a recorrer potreros con una pelota bajo el brazo en busca de compinches para la diversión. Razón suficiente para no perder del todo la esperanza.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=yXa2ycPqR_U

lunes, 22 de enero de 2024

Confunde y reinarás




Los expertos en mercadeo político y religioso lo saben muy bien: una mente confundida y sin facultades críticas puede precipitarse por el despeñadero de cuanto fanatismo le ofrezcan en el portafolio de servicios. Sólo se necesita una buena dosis de miedo y la promesa de una cura para todos los males.

De ahí que la retórica de iglesias y partidos se pueda intercambiar con tanta facilidad: palabras como salvación, abismo, infierno y perdición abundan en  los pronunciamientos de candidatos y pastores. O de candidatos- pastores, porque cada vez estamos más atrapados en el viejo contubernio entre política y religión.

Y confundir una mente es lo más simple del mundo. Usted toma una buena dosis de información falsa, le suma algunos datos imprecisos o un manojo de verdades a medias que al final resultan ser las peores, las cuece a fuego lento, las viste con un ropaje incendiario y puede lanzarse a la carrera política o sacerdotal sin fijarse en gastos.

Del resto se encargan los medios de comunicación con su poder multiplicador.

Tomemos nada más tres casos de gran repercusión en tiempos recientes: la masacre perpetrada contra el pueblo palestino por parte del actual gobierno de Israel, la llegada de Javier Milei a la presidencia de Argentina y la campaña electoral en Estados Unidos. Con algunas excepciones, en los tres casos   el abordaje de las noticias se ha caracterizado por la inmediatez de un lenguaje tremendista al que los análisis de “expertos” le dan apariencia de seriedad. Un dato clave: tanto Trump como Milei se lanzaron como figuras públicas a través de espacios televisivos bastante  próximos al formato del reality-  show.




Este último concepto es elocuente:  la realidad como espectáculo o el espectáculo como realidad. Para los medios, y más aún sí circulan a través de la internet, la frontera entre los dos mundos se diluye. Desde que CNN asumió la información sobre la Guerra del Golfo como un espectáculo transmitido en vivo y en directo, con franja de comerciales incluida, cualquier distanciamiento crítico se hizo imposible. Entre el mercadeo del Super Bowl y las noticias de la guerra no hay diferencias.

Algo similar pero peor sucede con la desinformación acerca del drama en la Franja de Gaza. Si ustedes se han fijado, las notas “periodísticas” se presentan bajo un encabezado en letras mayúsculas que dice: “GUERRA ISRAEL- HAMAS”. A continuación se muestran imágenes de edificios destruidos, de heridos o muertos cubiertos con sábanas, seguidos de cuadros con cifras y más cifras.

Con los cada vez menores niveles de discernimiento de la masa humana alienada por toda suerte de poderes, no es difícil prever las consecuencias de esa manera de abordar las cosas. Lo he comprobado en la calle hablando con algunas personas. Muchas de ellas creen que sí Israel es un país en guerra con Hamas, entonces este último también es un país. Así las cosas, Palestina desaparece de la mente de los consumidores de información… si alguna vez estuvo. De cuajo queda suprimida  una historia que se remonta a los días del Antiguo Testamento con sus conflictos milenarios . Leamos los relatos sobre filisteos, cananeos, babilonios, persas y tendremos una ruta más segura que la señalada por los medios. Sólo entonces la abstracción “GUERRA ISRAEL- HAMAS” pierde consistencia y el drama de los palestinos se revela en toda su dimensión.

Con Israel pasa algo parecido. Como la información es pobre y tendenciosa, no se hace claridad  sobre la diferencia entre la cultura y la religión del pueblo judío,  que son patrimonio de la humanidad por un lado, y el programa  sionista de poder político y económico a nivel planetario  por el otro. De ese modo los elementos de comprensión se reducen a cero.




El caso de la dupla Milei- Trump es ejemplar por lo peligroso. En ambos el uso de la mentira para manipular la mente de masas carentes de todo criterio dio unos resultados que se traducen en un nada prometedor modelo para el mundo. Ambos hablan de devolverle a sus países una improbable y perdida grandeza: la misma invocada por los nazis para garantizar su llegada al poder o por los estalinistas para restituir el paraíso terrenal a la clase obrera.  El norteamericano dice que le robaron las elecciones pasadas y que su triunfo en las próximas debe ser algo así como un acto de justicia universal. A su vez el argentino ha repetido en todas partes que su país llegó a ser el más rico del mundo, y que su misión consiste en devolverle esa condición. Los datos de los historiadores y economistas más conservadores desmienten esa versión. Tampoco Trump ha podido probar el robo y, sin embargo, sus fieles devotos lo repiten en las plazas y en las redes sociales, ese imparable agente multiplicador de imprecisiones y falacias.

Y es aquí donde aparece el concepto más peligroso: el de “misión”. A lo sumo, un político pude tener un proyecto o un programa de gobierno realistas y realizables. Pero eso no vende. Mejor dicho, no es mercadeable ni mueve las potencias instintivas de los eventuales electores. Así las cosas resulta más rentable a nivel electoral apelar a la movilización de los instintos, empezando por el miedo y la necesidad de imponerse sobre los otros. Como una vez alcanzado  el objetivo de hacerse con el poder la misión resulta imposible de cumplir, sólo queda el recurso de huir hacia adelante, aumentando así los niveles de confusión y de paso  creando nuevas necesidades de  redención.

El Leviatán ha aprendido entonces a alimentarse de sí mismo; es decir, de la masa acrítica que lo constituye. En ese punto la noria empieza de nuevo a girar… a no ser que decidamos romperla y para eso debemos recuperar la capacidad de pensamiento perdida en algún recodo del camino.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=g4OsiIAkoXo

 

jueves, 28 de diciembre de 2023

Experiencia mortal

 



Es curioso. A medida que la realidad se banaliza y las cosas pierden consistencia, el lenguaje se hace más sofisticado, en una especie de intento de compensación. A lo mejor se alienta la esperanza de que el resplandor de las palabras distraiga de la pérdida de sentido de nuestros actos.

Caminaba por el centro de Pereira cuando vi el anuncio a la entrada de un Centro Comercial:   Experiencia capilar, nuestras manos son lo mejor para usted. La frase titilaba desde el fondo de un tablero electrónico. De entrada pensé en un sitio de masajes, aunque no me resultaba claro a qué pelos se referían con lo de experiencia capilar ¿O se trataba de una nueva terapia basada en los secretos de las melenas al estilo Sansón?

Me acerqué un poco más y descubrí, un tanto decepcionado, que se trataba de una simple peluquería. Perdón, olvidé que, siguiendo la corriente de los tiempos, los peluqueros desaparecieron hace rato.  Ahora se llaman asesores de imagen.

 Mi abuelo Martiniano se hubiera quedado de una pieza. “Camine mijo a que nos peguen una peluquiada”, decía el viejo cuando me veía el pelo sospechosamente cerca de los hombros.  El culto a la imagen estaba todavía lejos. Al menos en su escala de valores era más importante ser que parecer.

Unas cuadras más adelante pensé con tristeza en mi compinche, el escritor Rigoberto Gil Montoya. Ni en el más delirante de sus sueños el pobre hombre podrá vivir una experiencia capilar: hace décadas el último pelo huyó de su cabeza como quien escapa de un enemigo implacable.

El asunto está claro: uno ya no va a que lo peluqueen sino a vivir una experiencia capilar pero ¿ cuándo se produjo ese cambio?

A primera vista tiene una relación con la asepsia del lenguaje, esa manía de no llamar las cosas por el nombre, que se gestó en los terrenos de la corrección política y pronto se trasladó a otras instancias de la vida ¿Recuerdan la expresión “pesca milagrosa” para referirse a un secuestro masivo o  “falso positivo” para  aludir a un asesinato?.




“Dorar la píldora” le decían antes a esa forma de la hipocresía y el disimulo. Y aquí vamos encontrando el hilo del asunto. Los magos de la publicidad y el mercadeo aprendieron bien temprano que la necesidad de ascenso social y el consiguiente reconocimiento son dos de los grandes motivadores de la conducta humana. Diferenciarse, o al menos sentirse diferente de los otros se convierte en algo esencial. El hábito de salir de compras apunta en esa dirección: consumo, luego existo.

Y es ahí donde las palabras, al menos en apariencia, recuperan su papel fundacional. Nombrar las cosas de otra manera es asignarles un nuevo lugar en el mundo, por ilusorio que este sea.

Así que, aupada por la publicidad y por el ímpetu de competir, la gente dejó de salir de paseo y en su lugar emprendió una experiencia de viaje. Las personas no volvieron a comer para dedicarse a tener experiencias gastronómicas. Ya no se asiste a cine sino a una experiencia cinematográfica. Como sucede siempre, muy pronto esa práctica alcanzó niveles de estupidez. Hace unos meses le escuché a un yuppie de la parroquia decir que su padre estaba viviendo una experiencia de cáncer. Por lo visto, la fórmula de los publicistas   empezaba a perder su connotación placentera para tomar otras derivas.

Con las cosas de ese tamaño no resistí la tentación de escribir que mi abuelo Martiniano no se murió a secas,  o que “estiró la pata” como a él le  gustaba decir  en ese lenguaje montañero que me dejó a modo de herencia, sino que tuvo una experiencia mortal en un enero, hace ya  cincuenta  años.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=kw4cbx3tVGY