lunes, 29 de abril de 2024

Las fugas de Conejo

 



 

          La vida es una montaña que se vuelve más escarpada a medida que trepas.

                                                John Updike

                                               Conejo en paz

 

 

On the road again

Con agudos presentimientos alojados en su corazón recién sometido a una angioplastia, Harry Angstrom, apodado Conejo desde su remota infancia, conduce su Toyota Celica hacia el sur de Estados Unidos, en la calurosa Florida. Saltando de autopista en autopista y de motel en motel engulle los kilómetros que lo separan de Deleon, la población donde posee a medias con su mujer (¿o su exmujer?) una vivienda en un condominio de clase media alta. En la radio sintoniza viejas canciones de crooners y de cantantes negras que lo mantienen en contacto con lo que no se atreve a llamar del todo su pasado.

Abajo, en una barriada negra y marginal lo espera algo oscuro que cobra un perfil más definido a medida que avanza: es su propia muerte que alcanza cada vez más consistencia luego de un segundo infarto mientras intentaba competir jugando al baloncesto con un adolescente del lugar. De joven, en los tiempos del instituto, Conejo fue un promisorio jugador  que llegó a levantar admiradores entre la gente de su generación, sobre todo entre el público femenino.

Pero eso fue en un pasado tan remoto que se antoja irreal: ahora, su corazón fatigado por las palizas de la vida le recuerda que envejece, que ya es el turno para otra gente pletórica de energías.

Ese pasado resulta tan irreconocible como la quimérica grandeza de unos Estados Unidos de América golpeados por la inflación, por la crisis de los combustibles, por la especulación financiera, por enemigos agazapados en todos los rincones del planeta y por un nuevo huracán que se aproxima a sus costas y bautizado con el nombre de Hugo. Extraña costumbre esa de bautizar a los huracanes con nombres humanos, como si con ese simple acto se pudiera conjurarlos.

En la superficie, Harry Angstrom, descendiente de inmigrantes suecos, huye de su casa familiar en Brewer, Pennsylvania, la localidad donde nació en 1933, durante uno de los coletazos de la Gran Depresión. Su esposa Janice, su hijo Nelson- que intenta salir de su adicción a la cocaína- y sus nietos Roy y Judice, acaban de ser enterados por Pru, la esposa de Nelson, de que una noche lluviosa de hace apenas unas semanas, tuvo una sesión de sexo con su suegro mientras el resto de la familia andaba fuera de casa.




Eso en la superficie, porque en el fondo intenta escapar de esa suerte de nata oscura que nos rodea a todos. Algunos la llaman alma, otros hablan de El destino y unos cuantos más la reconocen como la nada, a secas. De cualquier forma, es imposible escapar de ella. El amor, o el sexo para ser más precisos, es apenas uno de los muchos resquicios por los que tratamos de ponernos lejos del alcance de esa nata oscura. Al final, sólo conseguimos añadir otra capa.  Para Conejo el resultado de esa lucha fue una enfermedad del corazón, en el sentido fisiológico y poético de esa palabra ¿ No repiten todos esos cantantes que están enfermos del corazón?

Conducirnos a la entraña de ese inútil combate es el propósito del escritor norteamericano John Updike (1932, Reading, Pennsylvania- 2009, Danvers, Massachusets) en su tetralogía de novelas tituladas Corre Conejo, El regreso de Conejo, Conejo es rico y Conejo en Paz. Cada una de ellas abarca una década en la vida del protagonista y de quienes lo rodean: la del cincuenta en años de la posguerra, la de los sesenta con sus revueltas sociales y  su obsesión por las drogas, la del setenta con el  tránsito a  formas más despiadadas y sutiles del capitalismo, hasta llegar a los noventa cuando el desplome de la Unión Soviética   dejó a los  Estados Unidos  sin el gran enemigo y, por lo tanto, huérfanos de aquel ilusorio sentido de unidad nacional que marcó los años de la  Guerra   Fría.

En realidad no es necesario leer las novelas de Updike en el orden en que fueron publicadas. Bien visto, ese es apenas un formalismo editorial. Lo importante es seguir el camino de los personajes que gravitan en la órbita vital de Harry, como si se tratara de   satélites desamparados atados a la fuerza gravitacional de un planeta enloquecido.

Ya se trate de jóvenes o viejos, esos personajes están marcados por dos características: la exasperación sexual y un arribismo social que se alimenta de sí mismo. Esas dos fuerzas no los dejan dormir en paz. En busca de alguna forma de sosiego unos buscan las drogas de evasión en los sesenta o las que los conectan con el frenesí de los tiempos en los ochenta y noventa. Otros especulan en los mercados como quien juega a la rueda de la fortuna. En el entretiempo despliegan todos los trucos de la seducción, en una especie de carnaval que los deposita en la orilla del tiempo más fatigados que el día anterior y con un regusto amargo en la boca. Entretanto, los que ya quedaron fuera del juego se van a vivir al sur, a esa Florida de playas, de clínicas geriátricas y de tratamientos para conservar la poca salud que les resta.




Por lo visto, tantos años no les proporcionaron ni una pizca de sabiduría y templanza. Por eso miran la televisión y acarrean sus cuerpos como fardos por los campos de golf. Después de la carrera por hacerse a   un lugar en el mundo, según reza el evangelio de las clases medias, aguardan la muerte con el aire irresoluto de quien apenas si se atreve a mojar los pies en el agua del mar. A estas alturas, no les sobraría echarle un vistazo a aquella sentencia que el emperador Marco Aurelio garrapateó en sus cuadernos:

Qué bueno es, cuando tienes ante ti carne asada o algún alimento similar, imprimir en tu mente que es el cadáver de un pez o el cadáver de un ave o de un cerdo, y de nuevo, que el vino de Falerno no es más que jugo de uvas y tu túnica de borde púrpura es simplemente el pelo de una oveja empapada en la sangre de un molusco. Y en la relación sexual, que no se trata más que de le fricción de una membrana y de un chorro de mucosa expulsado.

Pero no hay sabios en las novelas de Updike. Sólo desesperados que luchan con lo que tienen a mano para mantenerse en pie sobre la cubierta de un barco que zozobra: su propio país en manos de los políticos, de los tiburones de las finanzas, de la industria del espectáculo y de los televangelistas que prometen la redención  a sus feligreses, mientras tratan de poner  al propio pellejo  a salvo de un escándalo financiero o sexual.




El comienzo del juego

Mientras viaja hacia el sur pisando a fondo el acelerador en medio de su larga noche Conejo recuerda o al menos trata de recordar. Su historia personal son hilachas, fogonazos de tiempo que a lo mejor acaban de surgir ahora mismo y nada tienen que ver con lo que la gente llama su pasado. ¿Quién le dice que Janice, Nelson, Pru, Judy y Roy existen realmente a esta hora y en algún lugar? A decir verdad, ni siquiera puede probar que el mismo exista esta noche, en esta autopista, con la voz de Connie Francis susurrando estribillos dulzones en la radio y con la vía láctea desdibujándose al fondo del firmamento.  Recuerda que una noche, durante uno de esos viajes de matrimonios cansados al Caribe, hubo intercambio de parejas. Esa vez sodomizó a  Thelma, que después se convertiría en su amante. Lejos de que la imagen le provoque placer, una punzada en el pecho le recuerda que al final del cuerpo de la mujer había un vacío y una negrura fría que hoy lo vuelven a dejar sin aliento.

La historia de toda vida es una sucesión de imágenes inconexas en un caleidoscopio a las que sólo la muerte puede poner fin, parece repetir todo el tiempo el narrador de la novela. Harry, por ejemplo, debe hacer grandes esfuerzos para remontarse a los días en que él y Janice se enamoraron - ¡Qué extraña suena esa expresión, ahora que su mujer dice odiarlo ante el tamaño de la afrenta recibida!-  Afrenta, dijo,  como si los seres  vivos no llevaran años  apareándose en respuesta a un mandato de la vida.

Pero bueno, sí, el recuerdo dice que un día Janice y él se enamoraron, que más tarde tuvieron dos hijos: Nelson, que los hizo padecer lo suyo con sus robos continuos en el negocio familiar- la concesionaria de Toyota heredada del viejo Springer, su suegro, que le echó una mano cuando perdió su empleo en la imprenta y lo encausó por el camino de la riqueza- y Becky, la pequeña que murió ahogada en la bañera, y los dejó cociéndose en un fuego eterno de acusaciones y remordimientos.




En la radio la voz ebria de Sinatra canta que siempre seremos Extraños en la noche y lo devuelve de golpe al momento en que Janice abandonó la casa para irse a vivir una aventura sexual con el griego Charlie Stavros, para entonces   hombre de confianza del viejo Springer. En una especie de retorcida compensación, Conejo llevó a vivir a la casa a Jill, una   hippy adolescente, y a Skeeter, un negro adicto a las sensaciones fuertes y comprometido en las luchas por los derechos civiles.

Para adquirir algo de consistencia, toda vida   necesita de un tiempo y de un espacio que la hagan creíble. Asideros, les dicen.  Como esos mojones con que los viajeros se orientan en el camino.  En las novelas de Updike esos mojones se materializan en forma de símbolos culturales. La música es uno de ellos: los crooners y las cantantes negras para Conejo, el rock para su hijo Nelson y el disco en los setentas, con la lujuria electrónica de Donna Summer. En el cine asistimos en compañía de la familia a una función de 2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, éxito de cartelera en 1969, el mismo año de Woodstock, de la llegada a la luna- una promesa echada a perder dos décadas después con el desastre de la nave Challenger. Para no perder la órbita, en los setenta tendríamos a E.T y en los ochenta La Sociedad de los poetas muertos, a Reagan, a Thatcher y unas cuantas de esas invasiones y guerras con que los Estados Unidos y sus amigos suelen animar la movida mundial.

En esa medida, Updike, igual que Pynchon, D.F. Wallace o Franzen , es un testigo feroz. Para ellos, el dinero es la sangre que fluye por las escleróticas arterias de un mundo agotado.  Si dejara de  circular todo desaparecería como activado por un encantamiento, empezando por la orgullosa civilización humana. Por eso, la sociedad debe estimular el consumo y el derroche en un incesante movimiento de sístole y diástole: anuncios publicitarios en las calles, en las fachadas, en las autopistas, en los moteles, en los estadios, en la televisión, en las revistas, en la radio, en las iglesias neocristianas y en cuanto sitio resulte disponible. La consigna es una sola: atragántate hasta que se te obstruya el culo, después ya veremos… si hay después.

La consecuencia más visible de todo eso es un permanente estado de crispación. La sensación de haberse quedado atrás. El pensador Herbert Marcurse llamó a eso La carrera de ratas. Siempre hay alguien a quien podemos sobrepasar y siempre hay alguien detrás pisándonos los talones. A esas alturas la única válvula de escape es una combinación de sexo, drogas y entretenimiento. Por eso el rugido de la masa en los estadios se parece   tanto al gemido de la bestia en la cama. En realidad hay bien poco de placer en todo eso. Es más bien un llamado de auxilio a una divinidad que hace rato volvió la vista a otro lado.

Porque para escritores como ellos y otros de su generación la esperanza es algo vedado. El sueño americano hace tiempo devino pesadilla.  Corea, Vietnam, Cuba, Irán, Irak, Chile son apenas algunos de los puntos en el cada vez más encogido mapa de la tierra a los que su país ha llevado la devastación. Juegos de la geopolítica, le llaman a eso.

La expresión interna de ese universo de pesadilla es el Sida, el crack, la violencia en las calles, los barrios a los que no se puede entrar, como si se tratara de otro país. Conejo, su familia y el resto de la población se mueven con un andar de sonámbulos que sólo parece encontrar algo de paz cuando se sientan frente a la pantalla de televisor… donde asisten al desfile de guerras, drogas,  delirios sexuales, intrigas y crímenes, pero esta vez sumergidos en una burbuja que parece volverlos inofensivos.




Bienaventurados los muertos

La saga de Conejo es un viaje de ida y vuelta del que su huida al sur es apenas el más reciente capítulo. Convencido de que no hay lugar para la paz entre los vivos recuerda lo que leyó, escuchó o vio alguna vez en una película: todo el tiempo caminamos sin darnos cuenta sobre los huesos de nuestros antepasados (Ando sobre rastrojos de difuntos, escribió el poeta español Miguel Hernández). Poseído por esa pequeña dosis de clarividencia evoca a su hija Becky ahogada en la bañera; a sus padres, a los padres de Janice; a Jill, la joven hippy muerta en el incendio de la casa donde la había alojado; a Skeeter  , esa curiosa mezcla de chulo, iluminado y drogadicto. Pero sobre   todo piensa en Annabelle, algo así así como un alma en pena: pudo y no pudo haber sido su hija engendrada con una ya envejecida amante llamada Ruth. Conejo ya no tendrá tiempo de saber si esa muchacha a la que vio apenas un par de veces es hija de sus entrañas.

Y entonces, de golpe, lo asalta una visión: estamos hechos de tan extraña materia que nuestro hijo muerto es ya un antepasado.  Él también puede estar muerto y nadie lo ha notado… o a lo mejor si pero hicieron la vista gorda para no destruir su mundo de ilusión. Pudo haber muerto, por ejemplo, en Vietnam, si hubiese ido a la guerra, pero a esta hora de la madrugada es mejor hacer alto en el camino y descansar en algún motel para curarse de las ilusiones.  Una película porno podría ser un buen ancla para fijarse a los bordes de la realidad.

Estados Unidos coge todo y no da nada, como un agujero negro, sentencia el empresario japonés que visita la concesionaria Toyota para revisar los vacíos dejados por los robos continuos de  Nelson. John Updike se ha especializado en escudriñar los entresijos más ocultos de ese agujero. De regreso, los vuelve de revés para mostrárnoslos en forma de novelas. Pensando en la muerte de su amante Thelma, aquejada de la enfermedad del Lupus, el narrador reflexiona:  La enfermedad de Lupus- que significa Lobo- es como una metáfora de los tiempos, una de las enfermedades de inmunodeficiencia en las que el cuerpo se ataca a sí mismo, los anticuerpos atacan su propio tejido, en una especie de odio a uno mismo.

Y eso sucede- continúa, Porque sin Dios que nos anime y nos convierta en ángeles todos somos basura. Basura, el resumen de la sociedad de consumo, un mundo donde la gente no compra cosas porque las necesite. Las compra porque están más allá de lo que necesita, le dice Nelson a su padre en uno de sus escasos raptos de comunicación.

¿Qué pasó con el sueño de los padres fundadores? ¿Adónde fue a parar eso de Y justicia todos? ¿Y lo de la fraternidad y la igualdad? Se preguntan los narradores y personajes de las novelas de Updike,  Pynchon, Wallace y todos los demás.




Desde luego, nadie puede dar respuesta. Todo el mundo está sumido en la confusión. Cada quien enganchado a su propia adicción, empezando por la violencia en la vida real o en la ficción. En América siempre hay un majara que dispara para que su nombre salga en los periódicos, dice alguien en uno de esos diálogos en los que las palabras decisivas parecen venir desde lo alto.

En Corre Conejo, la primera novela de la saga, Harry sale un día de su casa a comprar cigarrillos y no regresa. Una repentina fuerza lo empuja a abandonar el hogar conformado por Janice y el pequeño Nelson. Luego de su vuelta en El regreso de Conejo es Janice la que se va en pos de vaya uno a saber qué ilusiones en las que el sexo es apenas un pretexto. En Conejo es rico y Conejo en paz es Nelson quien, al modo de un animal acorralado, huye hacia delante arrasando lo que encuentra a su paso, empezando por sus pequeños hijos. En las novelas de Updike todos huyen, como huimos todos en el mundo del capitalismo tardío.

Ya ni siquiera perseguimos nada. La huida se ha convertido en un fin en sí mismo. Despojados de todo sentido trascendente de la vida olvidamos que hubo un tiempo en que valores tan simples como la compasión constituían el soporte de toda existencia. Es la compasión que Conejo ya no espera. El chico negro con el que jugaba al baloncesto lo ha dejado abandonado luego de   sufrir   un segundo ataque cardiaco mientras intentaba encestar una pelota de baloncesto por primera vez en muchos años. Quizá era el tanto de su vida pero ya no tendrá tiempo de saberlo.

Estamos en las páginas finales de Conejo en Paz. Las viejas calles de Brewer donde nació y creció, donde se ilusionó y perdió la fe son algo cada vez más borroso. Una neblina suspendida   sobre su cuerpo abandonado en el asfalto de la cancha. Como en las viejas sabidurías mayas, la sangre de Harry Amstrong parece haber alcanzado al fin el lugar de su quietud. Una   desastrada cancha de baloncesto en una barriada negra empobrecida. Como una última revelación, una suerte de recompensa divina por la suma de desaciertos que ha sido su vida enhebra una admonición : Ríete de los curas, pero ellos tienen la palabra que necesitamos escuchar, las que han hablado los muertos.

¿Puede alguien   imaginar un final mejor?


PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=A134hShx_gw

 

 

 

martes, 9 de abril de 2024

Palabras al vuelo

 


 




Ya les he contado que me apasiona escuchar las conversaciones de la gente en la calle, en los buses, en los cafés, en las salas de espera de cualquier cosa. Donde quiera que se junten dos seres humanos surge el prodigio verbal y con él, de vez en cuando, alguna cápsula de sabiduría.

Qué le hacemos. Mi oficio me hizo chismoso por definición. Escuchar las conversaciones ajenas equivale a mirar por el ojo de la cerradura: uno puede presenciar un fogoso combate sexual o un crimen inesperado. Depende de la carta que le haya tocado en suerte. Fisgonear es como ponerle un termómetro a la vida bajo la lengua en busca de algún estado febril.

Si, ya sé que los termómetros ahora son digitales y no se ponen bajo la axila o la lengua, pero hay algo de misterioso en esos lugares que hacen válido el uso de la figura.

Pues bien, gracias al auge del vegetarianismo, el veganismo y otras hierbas, escucho cada vez con  más frecuencia la expresión Asesinatos de vacas para referirse a la  bíblica costumbre de alimentarse de bípedos y cuadrúpedos  de la más diversa pelambre. Debe ser por eso que los viejos mataderos municipales cambiaron el nombre por el de Centros de Beneficio Animal, sin detenerse a pensar en el absurdo de llamar así a un lugar donde de todas maneras se despachan vacas, cerdos y otros semovientes con destino a la mesa de sibaritas carnívoros. Supongo que es otro avance en la manía de no llamar las cosas por el nombre.

En todo caso, a ese ritmo sospecho que muy pronto hablaremos de asesinatos de pollos, de patos, de conejos, de cabras, de atunes, de perdices y el catálogo completo de seres vivos incorporados por el Homo Sapiens Sapiens a su cadena alimenticia. No es difícil conjeturar que, a corto plazo, todos moriremos por desnutrición, como si ya no existieran suficientes personas condenadas al hambre en este mundo de abundancia.

San Francisco de Asís, que estaba tocado por la gracia, hablaba de las hermanas aves, las hermanas bestias y los hermanos gusanos. Pero el santo hablaba con Dios y eso lo convirtió en un ser excepcional. Nosotros, pobres mortales, hemos de comer carnes de todo tipo si queremos mantener altas las defensas de nuestro organismo. ¿Cuál será nuestro castigo por ese pecado? ¿A lo mejor cien azotes por cada cincuenta gramos de carne consumida o una dieta de lechuga perpetua por el consumo de una humilde ala de pollo deshidratado?




Los fundamentalismos siempre han funcionado así. No quiero imaginar lo que les sucederá a los ganaderos, avicultores y piscicultores cuando llegue el día del juicio. Me temo que serán equiparados a jefes de campos de concentración nazis y soviéticos, con el correspondiente castigo ejemplar.

En un programa radial, uno de esos “consejeros” o “coach” que se multiplican al ritmo de una plaga bíblica, sentenció que la leche es un líquido maligno, tan letal como el whisky de Kentucky, el mezcal o la chicha fermentada en  el altiplano por nuestros ancestros indígenas.

El fulano no aclaró si ese anatema funciona también para la leche materna, de cabra, de nodriza y otros tantos proveedores milagrosos.

Soy de los que resuelven los asuntos del alma directamente con Dios, de modo que me senté en el banco de un parque a rumiar- y perdón por el vacuno verbo- mis tribulaciones.

La falta de leche en la temprana infancia provoca lesiones cerebrales que determinan un cretinismo de por vida, le escuché decir una vez a ese gran médico y ser humano que fue Héctor Abad Gómez.

¡Carajo!, le reclamé a mi Dios ¿por qué nos has  abandonado? Sin leche ni carne acabaremos con el cerebro achicharrado, como el de un adicto al pegante o al bazuco. Suficiente tenemos con la  televisión y los teléfonos inteligentes. Pero Él siguió sumido en su silencio eterno.




No sé a ustedes, pero se me antoja que a esta cruzada se le fue la mano, como a todas. A este ritmo a la vuelta de unos años hablaremos de pulguicidios, piojicidios, mosquicidios, cucarachicidios y otros crímenes atroces. Para entonces, habremos regresado a los tiempos oscuros. Desnutridos y enclenques sucumbiremos al asedio de toda suerte de plagas, sin necesidad de un regreso al Covid-19, segunda temporada.

Ante ese sombrío panorama, decidí pasar la página y ocuparme de cosas más amables. Por ejemplo, meditar sobre el hondo sentido de la conversación entre dos chicas adolescentes a la entrada de un centro comercial:

Adolescente I:  allí viene el buenón de Ricky,¡ Papacito!

Adolescente II: ese man me encanta ¡lo veo y se me despeluca la cuca!

*Para lectores no colombianos aclaro que la palabra cuca, aparte de aludir a una golosina tradicional, se utiliza para nombrar el órgano sexual femenino… aunque, con la pornográfica costumbre de afeitarse los genitales, sospecho que la expresión de la chica II perdió su exquisito sentido.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=p-T6aaRV9HY

 

martes, 19 de marzo de 2024

Por estas calles: las crónicas del otro Molano

 



¿Qué une los destinos de un músico de Heavy Metal sordo, un peluquero del “Parque de La  Libertad”, un vendedor de discos de  vinilo y un grupo de gaiteros que animan el aire de Pereira con ritmos heredados de viejas sangres africanas?

Responder esa pregunta es el propósito de la selección de textos que, en poco más de un centenar de páginas, nos propone el periodista Franklin Molano Gaona en su libro  Crónicas desde la Querendona, Lugares y voces, publicado en formato digital por la Fundación Universitaria del Área Andina.

Bueno, el subtítulo de Lugares y voces nos da la primera clave. El cronista nos propone un mapa narrado en el que un despliegue de voces y rostros nos permite aproximarnos al palpitante día a día de una ciudad que algunos definen como “diversa y libre” en un intento por aprehender algo del incesante tumulto en el que se mueven quienes la habitan.

Ese tumulto que llevó a Luis Carlos González, poeta oficial de la ciudad, a resumir su esencia en una frase que no tardó en devenir mensaje publicitario: “Querendona, trasnochadora y morena”. Molano se lanza a las calles y recorre sus rincones en un viaje de ida y vuelta del que regresa cargado de imágenes, de voces, de colores, olores y sabores. Con esos ingredientes cuece para el lector una serie de relatos que dan cuenta de lo que han sido los cambios y las constantes de una ciudad agitada por múltiples violencias, por sucesivas corrientes migratorias hacia distintos lugares del mundo y, sobre todo, por su decisión irrevocable de bailar hasta el amanecer como única manera de conjurar el infortunio.




De esos ingredientes tenemos noticias desde los tiempos de la violencia entre liberales y conservadores, del éxodo temprano hacia Estados Unidos y de sitios de baile tan legendarios como el Dancing, precursor de los que décadas más tarde se convertirían en foco de atracción para rumberos de todos los rincones del país.

Si el escritor argentino Tomás Eloy Martínez definió al cronista como “El sismógrafo de una sociedad”, podemos decir que Franklin Molano tiene sus instrumentos bien afinados para captar dónde están las historias y sus protagonistas. Lo sabe cuando acampa en el aeropuerto “Matecaña” para registrar los momentos de nostalgia, de dicha o desasosiego de las familias  empeñadas en recibir o despedir con canciones de Vicente Fernández a sus parientes que viven en el exterior.

Lo sabe muy bien cuando escoge el parque del barrio Providencia para tomarle el pulso a ese lugar que durante muchos años permaneció aislado del centro de Pereira por extensos potreros y permitió, entre otras cosas el surgimiento de la leyenda del “ Papa Negro”, encarnado en la figura del poeta Héctor Éscobar Gutiérrez, muerto en olor de santidad en medio del fervoroso tributo de sus seguidores.

 Sin una buena dosis de poesía, la crónica no pasará de ser simple recuento de datos al modo de un registro notarial. No por casualidad en el texto de entrada aparecen unos versos de Ramón López Velarde, uno de los grandes de la poesía en lengua castellana.  Tampoco es azar que en la crónica   sobre los discos de vinilo sobrevuele la belleza de esas voces y ritmos que entre  la bruma borrosa de las pastas rayadas nos traen noticias de otros tiempos.




Siguiendo el trazado de ese mapa, en las páginas del  libro también hay tiempo para el circo y lo que eso supone como regreso a una parte de nuestra historia personal; para proyectos culturales  como “La Cuadra” que dejaron su impronta en la reciente historia de Pereira; para un tributo  a la memoria del poeta Giovanny Gómez; para una inmersión en el frenesí de las personas que en el ajetreo del mediodía se ganan la  vida entregando almuerzos a domicilio y para un viaje al fondo de los claroscuros del "Parque de La Libertad" durante una jornada completa.

“Por estas calles la compasión ya no aparece/ y la piedad hace rato que se fue de viaje”, canta el músico venezolano Yordano  en una de sus tonadas más conocidas. Sin embargo, compasión es lo que le sobra  al cronista Franklin Molano. Compasión para meterse en la piel de  los otros y  para regresar a contarnos lo irrepetible de su aventura vital.


PDT. les comparo enlace a la band sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Am3oIVMcJ_Q

 

viernes, 1 de marzo de 2024

Ay, Hamlet

 



Hace más de medio siglo la rubia Lida, mi profesora de inglés en el bachillerato, nos repetía una y otra vez que si no entendíamos a la perfección el sentido del verbo ser o estar, jamás aprenderíamos a cabalidad el idioma. Acto seguido escribía en el tablero con viejas tizas de cal las dos palabras que nos abrirían de par en par las puertas del reino.

Pero era inútil: enloquecidos por la testosterona, sus imberbes estudiantes sólo teníamos atención para el contoneo de sus caderas mientras escribía con letras mayúsculas: TO BE, TO BE, TO BE…

De modo que me perdí la primera oportunidad de meterme como quien dice en el terreno de la que después se convertiría en una de mis obsesiones: el lenguaje como dimensión del ser, como aquello que nos permite ex-presarnos, salir del ensimismamiento del cascarón y entrar por fin en diálogo con el mundo.

Sospecho que, en últimas, Lida tampoco entendía el porqué, pero repetía lo leído en el manual escolar con una insistencia que la volvía convincente.  De modo que, cuando a la vuelta de unos años me encontré de frente en una sala de teatro con el príncipe Hamlet en persona, empecé a sospechar no sólo que algo olía mal en Dinamarca, sino que un asunto todavía más complejo se cocinaba tras bambalinas.  Por lo visto, esas dos palabras en apariencia tan simples se guardaban su as bajo la manga.

El misterio apenas empezaba. Un día aprendí que el castellano es el único idioma conocido en el que se emplean dos palabras para marcar una diferencia clave entre ser y estar.  Me demoré otro tanto para entender que eso supone una sutileza filosófica de proporciones mayúsculas. ¿Por qué una lengua específica experimentó esa necesidad y las otras no?




La mayoría de los idiomas parecen haber encontrado las síntesis, el punto de convergencia en el que las nociones de espacio- tiempo se cruzan, se coagulan y se hacen una. Estar en el espacio equivale a ser y devenir implica estar en algún lado. Así, para Hamlet, el problema no consiste en estar o no estar. Eso es algo que se da por hecho. El problema para él es de otra índole y por eso interpela a su propia legión de sombras, de recuerdos, de fantasmas, o como ustedes prefieran llamarlos.

Para quienes intentamos expresarnos en castellano la encrucijada se multiplica como en un juego de espejos enfrentados: ¿es posible ser sin estar o, estando, podemos no ser?  Un intento de respuesta a la pregunta convoca a la historia, a la ciencia, a la filología, a la filosofía y a todos los campos del saber, en tanto ese espejo presenta grietas y por lo tanto distorsiona la información: los cuerpos y las ideas reflejados nunca son confiables del todo.

Vuelvo a las clases de Lida que, para acabar de completar, era rubia teñida, lo que la acercaba a las mujeres que aparecían en las páginas a color de la revista Sueca, nuestro principal medio de educación sexual para esa época sin internet.

Siempre sin salirse de la cartilla, nuestra profesora explicaba que sin el To be sería inútil   todo intento de aproximación al to live , al to play, y enseguida enhebraba una lista infinita: to Kiss, to work, to drink, to run, to dance, to eat , to fly, to walk. Un día cruzamos el umbral del decoro y añadimos a hurtadillas el to fuck, que nos acarreó la   expulsión de clases durante una semana.




Procacidades aparte, lo que el manual pretendía explicarnos era diáfano en su funcionalidad: sin el ser es imposible vivir, es decir, estar. Más elemental todavía: sin jugador no hay juego. Una obviedad, dirán ustedes. Pero llegar hasta allí les ha costado a los filósofos - y por lo tanto a la humanidad-  siglos y más siglos de un recorrido que no acabará nunca, porque en la naturaleza del misterio estará siempre el remitir a otros misterios. Si su claridad, precisión y concisión hoy nos resultan obvios es porque no hemos tenido que hacer el esfuerzo de alcanzarlas. Por lo demás, lo mismo sucede con todas las proezas del pensamiento y de la ciencia. Cuando en condición de consumidores procedemos a un uso rutinario y a menudo desganado de alguno de los muchos avances tecnológicos puestos en nuestras manos, hacemos tabla rasa de todos los esfuerzos que supuso ponerlos a nuestra disposición.

En el principio era el Verbo, reza la primera frase del libro del Génesis, el texto fundacional en la tradición judeo- cristiana. El Verbo, la potencia, el principio vital del lenguaje que nos lanza hacia el mundo y nos permite pasar del yo al nosotros, del aislamiento a la comunión. Con seguridad, Lida tampoco era consciente de la poderosa conexión entre esa frase y su tozudo empeño en que hiciéramos nuestra la esencia del To be. ¡Ay Lida! ¡Ay Hamlet!


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=G1cJixPCcNY

 

 

miércoles, 14 de febrero de 2024

La gran ilusión

 



“Menos Whatsapp y más historias”, esta frase afortunada dirigida por el periodista Franklin Molano a sus colegas y a sus jóvenes estudiantes debería constituir un mandato para todos los seres humanos de este tiempo, abismados como andamos en el consumo enloquecido de información, no ya como una   ayuda para comprender la sociedad y tratar de intervenir en ella, sino como un fin en sí misma. En la era del consumo compulsivo, devorar y derrochar información se convirtió en otra manera de competir por un lugar en el mundo.

El célebre derecho del ciudadano a “estar bien informado” perdió así su sentido original para devenir reacción impulsiva ante la sensación de quedarse por fuera de algo muy importante sino se está conectado las veinticuatro horas del día- y unos minutos más- a la máquina proveedora de datos.

Para la muestra, tengo un vecino, profesor de alguna cosa en una Institución Educativa, que va por  el mundo dictando sentencia sobre cuanta cosa pasa en todos los rincones de la tierra. Las medidas de Milei en Argentina, las peleas de Petro en Colombia, el regreso de Trump en Estados Unidos, la tragedia de Gaza, el estado de la economía china, los incendios forestales en Chile, el reinado de Bukele en El Salvador, los juegos geopolíticos de los poderosos con los dramas de Ucrania y el Medio Oriente, los huracanes en el Caribe… y mejor paremos porque la cadena no acaba nunca. Esa es una de sus características: en el mundo de hoy la información es una bestia que se alimenta de sí misma, como la serpiente que se muerde la cola de los cabalistas.




¿De dónde le viene el convencimiento a nuestro profesor? Él mismo lo explica: “En el mundo de hoy el que no está bien informado no puede ser competitivo. Y no está bien informado quien se desconecta de los acontecimientos”. Ahora entiendo por qué el tipo va todo el tiempo con unos enormes audífonos como orejas sustitutas que hace tiempo pasaron a hacer parte de su anatomía. Sospecho que no se los quita para dormir, ni para tomar un baño, ni para los juegos del sexo… si todavía le queda algún resquicio para esos menesteres tan poco elevados.

Eso sí, tenga usted cuidado de no indagar acerca de  su nivel de comprensión sobre los tan mentados “ acontecimientos” porque- en otra reacción instintiva-, se sacará de la manga una respuesta multiusos: “en RCN , en Caracol,  en CNN, en Fox News  o en las redes sociales  lo dijeron”. De  modo que los mencionados medios son su autoridad, su escriba, su gurú.

Y aquí reside una de las claves del problema. Por lo menos en otros tiempos había un solo gurú, un escriba, una autoridad. La gente les obedecía o se rebelaba y trataba de encontrar su camino, con alto riesgo de ser condenada a la hoguera. Pero hoy son legión, como los demonios del Nuevo Testamento.

Así pues, la única defensa frente a esa amenaza es el criterio. El acopio de elementos de juicio que permitan aproximarse al cada día con una mirada propia capaz de descorrer el velo de la confusión. Ahí está el gran desafío. Para hacerse con la herramienta se necesita tiempo, pausa, lentitud y eso  es lo que el sistema no permite, porque a lo largo de los tiempos cuando la gente se pone a pensar suele volverse peligrosa y adquiere la grosera costumbre de formular preguntas incómodas para los poderosos.




La adquisición de ese criterio implica en sí misma una lucha contra la alienación propia y ajena. En el siglo XIX Karl Marx profundizó en ese concepto y nos mostró un individuo despojado de sí mismo, obligado a luchar por objetivos que no son los suyos y, por lo tanto, deshumanizado, convertido en cosa, en mercancía. Corrida la segunda década del siglo XXI ya ni siquiera somos eso. La máquina productora de información nos convirtió en cifra, en pura abstracción ¿Se han fijado en esos recuadros de los noticieros de televisión, que al lado de imágenes de muertos y heridos- otra forma de banalizar las tragedias- nos ofrecen números a modo de respaldo, en un recurso que le da una vez más la razón a Hannah Arendt cuando formuló su advertencia sobre “La banalidad del mal”?

De ahí la validez de la frase del periodista Molano. Menos Whatsapp implica tomar distancia para emprender la reflexión. Y más historias nos devuelven a la calle, al barrio, a la esquina, a la cancha de fútbol, a la iglesia, al café, al parque, a la tienda. En suma, a los lugares de encuentro donde el rostro de los otros cobra plenitud en el cotilleo, en el apunte humorístico, en la mamadera de gallo, en la capacidad para burlarse del propio infortunio.

Vale la pena intentarlo. Por ese camino, a lo mejor el consumidor pasivo  de información vuelva a ser sujeto dueño de sí mismo, actor  de su propia vida y  no mera comparsa  en la gran ilusión  de participación aupada por la industria del espectáculo,  ese negocio colosal  del que las noticias que tanto excitan  a nuestro profesor de instituto son apenas otro insumo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=aIuCdQtNBgg

 

 

miércoles, 31 de enero de 2024

La poesía del potrero

                                                      Mateo González
 


           Para el pequeño Mateo González y para todos los

           frecuentadores de potreros.

 

Le decíamos “Julio Muelas” y en mi memoria nunca tuvo otro nombre. Pasó por mi adolescencia y  por mi temprana juventud como un superdotado pleno de gambetas, túneles, sombreritos, taquitos, bicicletas, rabonas y otras tantas maravillas encargadas de alimentar un diccionario que sólo los fieles devotos del fútbol como juego desinteresado  podemos comprender. En resumen, “ Julio Muelas” era lo que  en la jerga del deporte suelen llamar un súper crack; sólo  que él lo ignoraba y  ni falta que le hacía saberlo.

La primera vez que vi a Ronaldinho en la televisión el recuerdo de “Julio  Muelas” se reavivó en mi interior: idéntica figura esmirriada con ese rostro en el que asomaban unos dientes superlativos  hechos para mordisquearse el mundo de a poquitos. Igual que el célebre brasileño, nuestro héroe de los potreros daba la sensación de burlarse de los rivales cada vez que los sometía a uno de sus lujos y eso desencadenaba en algunos una sensación de resentimiento próxima al odio. Cualquiera que haya jugado al fútbol alguna vez sabe lo que es ser víctima de un túnel o de un sombrerito, para no hablar de la jugada del bobo.

Pero qué le hacemos si los genios son así.

Con todo y para fortuna del juego, todavía eran los tiempos en que este era un puro goce, un dejarse llevar por la tentación de una pelota y once rivales empeñados en demostrar que eran  mejores… aunque no tuvieran un “ Julio  Muelas “ en sus filas.




En su compañía, junto a una panda de la que formaban parte César Patiño, Pedro Vicente Ramírez, Santiago Valencia, Nelson Marín y José Ferney Escobar- muerto hace un par de años-, recorrimos los potreros de Pereira y Dosquebradas en busca de rivales. A veces nos dábamos el lujo de jugar en canchas consagradas como “Las Canarias, “El Acero”, “La Rosa” o “Bavaria”. Pero esa era la excepción, porque la mayoría de las veces teníamos que competir con vacas, caballos y otros semovientes para ocupar una franja de potrero donde instalar las porterías armadas con guaduas o a menudo con la propia ropa amontonada.

Toda posible dicha terrenal se resumía en esa liturgia de jóvenes sudorosos envueltos en polvaredas o chapoteando entre el barrizal, dependiendo de la temporada. De vez en cuando el milagro se interrumpía cuando un balón estallaba de puro viejo, para reanudarse unos segundos después ante la aparición de un repuesto surgido de no sabía dónde. Los dioses del fútbol siempre fueron pródigos con sus criaturas.

Alguna vez, allá por los días del Mundial 78, durante unas vacaciones de mitad de año a “Julio Muelas” lo llevaron a entrenar con el Deportivo Pereira. Creíamos haberlo perdido para siempre pero, para fortuna de todos, a los cuatro días el tipo se aburrió. Eso de cuadricular la cancha, de moverse en diagonales y de no transitar por zonas vedadas no iba con su sentido anarquista del juego.  Después de todo, en su manera de vivir las cosas la magia del fútbol consistía en hacer lo  que a uno le daba la gana o lo que la necesidad del momento le dictaba. En su mente, el concepto de profesión aplicado al fútbol carecía de sentido. Mucho menos tenían cabida en su entraña asuntos como la fama o la idea de hacerse millonario, o billonario, que ya los hay. Lo suyo era gozar y ya.




Por esas razones estoy convencido, como algunos de quienes compartimos los potreros con él, que en su momento “Julio Muelas” fue el mejor jugador de mi mundo, de nuestro mundo. Porque eso de “El mejor jugador del mundo” es una creación mediática y de mercadeo surgida cuando el fútbol empezó a revelarse como un negocio colosal codiciado por toda suerte de  carteles de los que forman parte dirigentes, empresarios, periodistas deportivos, apostadores, padres de familia, entrenadores, agencias de publicidad, empresas  de comunicación y, claro, la materia prima, es decir, los niños y jóvenes que aspiran al reconocimiento y a la redención económica de los suyos a través de esa disciplina.

Una vez, en la cancha del colegio “Deogracias Cardona”, este Julio de dientes colosales se fajó un gol- lo juro-, mil veces más bello que los célebres de Maradona y Messi. Sólo que no había cámaras de televisión ni mucho menos teléfonos digitales para registrar el   prodigio. El hombre partió de nuestro propio terreno eludiendo rivales y al final dejó al arquero sentado en medio de la nada antes de empujar la pelota al otro lado de la invisible línea de gol que, como tantas otras cosas, constituía un asunto de fe.

La estampa impagable de ese gol me volvió a la memoria cuando Julio González me contó que su hijo Mateo había abandonado la escuela de fútbol donde lo preparaban para la fama y la riqueza. En su lugar decidió dedicarse a recorrer potreros con una pelota bajo el brazo en busca de compinches para la diversión. Razón suficiente para no perder del todo la esperanza.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=yXa2ycPqR_U

lunes, 22 de enero de 2024

Confunde y reinarás




Los expertos en mercadeo político y religioso lo saben muy bien: una mente confundida y sin facultades críticas puede precipitarse por el despeñadero de cuanto fanatismo le ofrezcan en el portafolio de servicios. Sólo se necesita una buena dosis de miedo y la promesa de una cura para todos los males.

De ahí que la retórica de iglesias y partidos se pueda intercambiar con tanta facilidad: palabras como salvación, abismo, infierno y perdición abundan en  los pronunciamientos de candidatos y pastores. O de candidatos- pastores, porque cada vez estamos más atrapados en el viejo contubernio entre política y religión.

Y confundir una mente es lo más simple del mundo. Usted toma una buena dosis de información falsa, le suma algunos datos imprecisos o un manojo de verdades a medias que al final resultan ser las peores, las cuece a fuego lento, las viste con un ropaje incendiario y puede lanzarse a la carrera política o sacerdotal sin fijarse en gastos.

Del resto se encargan los medios de comunicación con su poder multiplicador.

Tomemos nada más tres casos de gran repercusión en tiempos recientes: la masacre perpetrada contra el pueblo palestino por parte del actual gobierno de Israel, la llegada de Javier Milei a la presidencia de Argentina y la campaña electoral en Estados Unidos. Con algunas excepciones, en los tres casos   el abordaje de las noticias se ha caracterizado por la inmediatez de un lenguaje tremendista al que los análisis de “expertos” le dan apariencia de seriedad. Un dato clave: tanto Trump como Milei se lanzaron como figuras públicas a través de espacios televisivos bastante  próximos al formato del reality-  show.




Este último concepto es elocuente:  la realidad como espectáculo o el espectáculo como realidad. Para los medios, y más aún sí circulan a través de la internet, la frontera entre los dos mundos se diluye. Desde que CNN asumió la información sobre la Guerra del Golfo como un espectáculo transmitido en vivo y en directo, con franja de comerciales incluida, cualquier distanciamiento crítico se hizo imposible. Entre el mercadeo del Super Bowl y las noticias de la guerra no hay diferencias.

Algo similar pero peor sucede con la desinformación acerca del drama en la Franja de Gaza. Si ustedes se han fijado, las notas “periodísticas” se presentan bajo un encabezado en letras mayúsculas que dice: “GUERRA ISRAEL- HAMAS”. A continuación se muestran imágenes de edificios destruidos, de heridos o muertos cubiertos con sábanas, seguidos de cuadros con cifras y más cifras.

Con los cada vez menores niveles de discernimiento de la masa humana alienada por toda suerte de poderes, no es difícil prever las consecuencias de esa manera de abordar las cosas. Lo he comprobado en la calle hablando con algunas personas. Muchas de ellas creen que sí Israel es un país en guerra con Hamas, entonces este último también es un país. Así las cosas, Palestina desaparece de la mente de los consumidores de información… si alguna vez estuvo. De cuajo queda suprimida  una historia que se remonta a los días del Antiguo Testamento con sus conflictos milenarios . Leamos los relatos sobre filisteos, cananeos, babilonios, persas y tendremos una ruta más segura que la señalada por los medios. Sólo entonces la abstracción “GUERRA ISRAEL- HAMAS” pierde consistencia y el drama de los palestinos se revela en toda su dimensión.

Con Israel pasa algo parecido. Como la información es pobre y tendenciosa, no se hace claridad  sobre la diferencia entre la cultura y la religión del pueblo judío,  que son patrimonio de la humanidad por un lado, y el programa  sionista de poder político y económico a nivel planetario  por el otro. De ese modo los elementos de comprensión se reducen a cero.




El caso de la dupla Milei- Trump es ejemplar por lo peligroso. En ambos el uso de la mentira para manipular la mente de masas carentes de todo criterio dio unos resultados que se traducen en un nada prometedor modelo para el mundo. Ambos hablan de devolverle a sus países una improbable y perdida grandeza: la misma invocada por los nazis para garantizar su llegada al poder o por los estalinistas para restituir el paraíso terrenal a la clase obrera.  El norteamericano dice que le robaron las elecciones pasadas y que su triunfo en las próximas debe ser algo así como un acto de justicia universal. A su vez el argentino ha repetido en todas partes que su país llegó a ser el más rico del mundo, y que su misión consiste en devolverle esa condición. Los datos de los historiadores y economistas más conservadores desmienten esa versión. Tampoco Trump ha podido probar el robo y, sin embargo, sus fieles devotos lo repiten en las plazas y en las redes sociales, ese imparable agente multiplicador de imprecisiones y falacias.

Y es aquí donde aparece el concepto más peligroso: el de “misión”. A lo sumo, un político pude tener un proyecto o un programa de gobierno realistas y realizables. Pero eso no vende. Mejor dicho, no es mercadeable ni mueve las potencias instintivas de los eventuales electores. Así las cosas resulta más rentable a nivel electoral apelar a la movilización de los instintos, empezando por el miedo y la necesidad de imponerse sobre los otros. Como una vez alcanzado  el objetivo de hacerse con el poder la misión resulta imposible de cumplir, sólo queda el recurso de huir hacia adelante, aumentando así los niveles de confusión y de paso  creando nuevas necesidades de  redención.

El Leviatán ha aprendido entonces a alimentarse de sí mismo; es decir, de la masa acrítica que lo constituye. En ese punto la noria empieza de nuevo a girar… a no ser que decidamos romperla y para eso debemos recuperar la capacidad de pensamiento perdida en algún recodo del camino.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=g4OsiIAkoXo