¡Si usted publica ese libro tan malo, no le vuelvo a hablar en la puta
vida!, le dije después de leer el manuscrito- me gusta esa palabra, aunque ya
no se escriba a mano- de una novela titulada La mochila de Samuel, en un
nada velado homenaje al escritor irlandés Samuel Becket. No por casualidad el
escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno de los jurados del Premio de Novela
Ciudad Pereira, la calificó de “indigesta”.
Treinta y tantos años después no sólo nos hablamos, sino que seguimos
avivando una hermandad nutrida de caminatas por las montañas, de lecturas compartidas
y de una saludable dosis de humor negro; el mismo humor que llevó a Celina, otra
madre para mí, a decirle “Gilipollas”, cada vez que visitábamos su finca en las
afueras de Pereira. Cuando se enteró de lo que significaba esa palabra en el
lenguaje coloquial de los españoles, juró no perdonármelo por el resto de la
vida. Todavía espero la gracia de su olvido.
Ah, claro que Rigo al final se salió con la suya: no publicó el libro, pero
bautizó a su hijo con el nombre de Samuel y lo puso a andar por el mundo en un
recorrido en el que estudió derecho y se hizo fiel devoto del Fútbol Club
Barcelona y de la más venerada figura de su santoral después de Messi, el holandés-
antes se decía así- Johan Cruyff.
Cuando nuestros caminos se cruzaron una tarde de sábado en casa de Alberto Berón,
Rigo hacía su práctica docente en el Instituto del Niño Jesús, ubicado
en la calle trece con carrera quinta de Pereira. Ese fue el comienzo de su
brillante carrera académica, tan brillante como su cráneo alopécico. Luego pasó al colegio Calasanz, de
allí saltó a orientar cursos de periodismo en la Universidad Católica, en
realidad punto de tránsito hacia la Universidad Tecnológica de Pereira, donde
ahora es el director del Doctorado en Literatura.
Pero esos honores mundanos son lo de menos, lo de veras importante es lo
construido en el camino, gracias, creo, a recorridos por la noche pereirana cuyo
puerto final era casi siempre una taberna del barrio Providencia llamada Atahualpa,
donde agonizábamos de desamor por mujeres que cambiaban de nombre con bastante
frecuencia, al ritmo de las canciones de Miguel Bosé, de Vicky Leandros, de
Manolo Galván y claro, del compañero inseparable: el poeta catalán Joan Manuel
Serrat. Una noche lluviosa de la época en que creímos estar enamorados de dos
muchachas llamadas Paula y Carolina, ebrios de ron y demencia lloramos
aferrados a una cabina telefónica, derrochando monedas mientras al otro lado de
la línea reinaba el mutismo.
Tiempo antes, mi vida estuvo ligada de otra manera a Providencia: el poeta
Héctor Escobar Gutiérrez habilitó una habitación de su casa, la dotó con baño y
cocineta y la ofreció en arrendamiento. Allí viví un año de los siete que duró
la historia de amor con Gloria Tolosa, una muchacha toda vitalidad y arrojo,
una suerte de fuerza de la naturaleza que marcó esos años y me permitió conocer
de cerca el mito forjado por el propio Héctor, que a los ojos de muchos lo convirtió
en “El Diablo de Pereira”.
Algo similar sucede con la iniciación en la literatura. Mientras muchos
escritores vendieron la leyenda de que aprendieron a leer en las páginas de El
Quijote o en los dramas de Shakespeare, nuestras primeras fuentes escritas
fueron las revistas de Kalimán, el hombre increíble, o esas colecciones
populares donde don Marcial Lafuente nos llevaba de viaje hacia esa otra forma
de colonización conocida como La conquista del oeste.
Un par de años después del funeral sin gloria de La Mochila de Samuel,
tozudo como es, Rigo me entregó el manuscrito de una novela que marcó una nueva
deriva en su camino de escritor: El laberinto de las secretas angustias.
Yo vivía en una finca de Dosquebradas con un nombre que era en realidad un
designio: La Esperanza, de propiedad de Germán Darío Martínez y de
Carlos Vallejo, el amigo que financió la publicación de mi primer libro. Fue
allí donde decidimos que la obra, ganadora con todos los méritos de
un Premio de Novela Ciudad Pereira, se imprimiría en la Editorial Lealon
de Medellín, propiedad de Ernesto López Arismendi, un cómplice de los escritores
jóvenes a quien no le importaba trabajar sin ánimo de ganancia cuando
consideraba que las obras lo ameritaban. El sello sería el de El Arca Perdida Editores, creado con
una donación de Carlos Vallejo.
Rigo, Berón y yo pasamos una noche entera corrigiendo el original de la
novela mientras combatíamos el frío- cómo no- con ayuda de otro viejo amigo: el
Ron Viejo de Caldas. Cada página era una sorpresa, empezando por el
episodio utilizado para contar una historia de amor: la toma del Palacio de
Justicia por parte del grupo guerrillero M-19 en noviembre de 1985, durante
el gobierno de Belisario Betancur. Tres décadas después, sigo pensando que la
obra tiene un lugar asegurado dentro de lo que la industria editorial y los
profesores de literatura llaman La novela de la violencia en Colombia.
El laberinto de las secretas angustias marcó el punto de quiebre hacia la exploración
de la violencia urbana como trasunto literario en la obra de Rigo en novelas
cortas como ¡Plop!, un abordaje al drama de los desaparecidos, y Perros
de Paja, un guiño a la película del director Sam Peckinpah. Las dos tienen como escenario
un sector apetecido por los autores de crónicas rojas en Pereira: el Barrio
Otún de Dosquebradas, conocido más como San Judas, por el nombre del templo
católico del vecindario.
Hasta 1972 Dosquebradas fue corregimiento de Santa Rosa de Cabal. Había empezado su crecimiento
a comienzos de la década del cuarenta gracias a dos factores: el
desplazamiento de miles de campesinos a resultas de la violencia entre
liberales y conservadores y el asentamiento de las primeras fábricas, empezando
por Comestibles La Rosa, filial de la multinacional suiza Nestlé,
a la que se sumaron industrias de
confecciones de origen local. A ese
ritmo surgieron y se consolidaron los barrios Otún y El Balso, ubicados a
orillas del río que le da su nombre al primero de ellos, al pie de la pendiente
que conduce al sector de La Popa,
que ya era un importante punto de
conexión, como resultado de la línea del Ferrocarril
de Caldas que pasaba por allí. Muy pronto se hizo familiar la romería de
mujeres que a partir de las cinco de la madrugada se desplazaban a su trabajo
en las fábricas de confecciones.
A San Judas- o al Otún- llegaron Ofelia y José, los padres de Rigo, en los años setenta. Venían de La Celia, empujados por una violencia
que, aún hoy, cobra de vez en cuando su cuota de venganza. El viejo José sigue
siendo el sastre de San Judas mientras Ofelia envejece en medio de esa red de preocupaciones casi siempre imaginarias
propias de las mujeres de su generación. Que se sepa, nunca han pensado en
abandonar el barrio, a pesar de que sus noticias alimenten un día si y otro también, las páginas del Q´hubo,
el tabloide especializado en registrar las violencias tan propias de un país
que parece siempre a punto de deshacerse.
De esas violencias se nutre en parte la mochila de Rigo, el novio de Diana,
la mujer que ha sido su cómplice durante un buen trecho del camino. Desde finales del siglo XX y lo que va corrido del XXI, no ha cesado de llenarla de historias. En los
intermedios ha tenido tiempo de ir a China, a México, a Europa y otros lugares
de este planeta turbulento. Pero eso tampoco importa mucho. Siempre vuelve, por
un camino u otro, a ese que es su lugar en el mundo. A esa barriada recostada
entre el río Otún y la ladera, donde las calles nunca están solas, aunque los noticieros
se empeñen en atizar un miedo que poco puede ante las ganas de vivir de una
gente que no le teme a nada, ni siquiera a los Perros de Paja.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=CV9TyC2c4fE