martes, 25 de febrero de 2025

La mochila de Rigo

 




¡Si usted publica ese libro tan malo, no le vuelvo a hablar en la puta vida!, le dije después de leer el manuscrito- me gusta esa palabra, aunque ya no se escriba a mano- de una novela titulada La mochila de Samuel, en un nada velado homenaje al escritor irlandés Samuel Becket. No por casualidad el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal, uno de los jurados del Premio de Novela Ciudad Pereira, la calificó de “indigesta”.

Treinta y tantos años después no sólo nos hablamos, sino que seguimos avivando una hermandad nutrida de caminatas por las montañas, de lecturas compartidas y de una saludable dosis de humor negro; el mismo humor que llevó a Celina, otra madre para mí, a decirle “Gilipollas”, cada vez que visitábamos su finca en las afueras de Pereira. Cuando se enteró de lo que significaba esa palabra en el lenguaje coloquial de los españoles, juró no perdonármelo por el resto de la vida. Todavía espero la gracia de su olvido.

Ah, claro que Rigo al final se salió con la suya: no publicó el libro, pero bautizó a su hijo con el nombre de Samuel y lo puso a andar por el mundo en un recorrido en el que estudió derecho y se hizo fiel devoto del Fútbol Club Barcelona y de la más venerada figura de su santoral después de Messi, el holandés- antes se decía así- Johan Cruyff.

Cuando nuestros caminos se cruzaron una tarde de sábado en casa de Alberto Berón, Rigo hacía su práctica docente en el Instituto del Niño Jesús, ubicado en la calle trece con carrera quinta de Pereira. Ese fue el comienzo de su brillante carrera académica, tan brillante como su cráneo  alopécico. Luego pasó al colegio Calasanz, de allí saltó a orientar cursos de periodismo en la Universidad Católica, en realidad punto de tránsito hacia la Universidad Tecnológica de Pereira, donde ahora es el director del Doctorado en Literatura.

Pero esos honores mundanos son lo de menos, lo de veras importante es lo construido en el camino, gracias, creo, a recorridos por la noche pereirana cuyo puerto final era casi siempre una taberna del barrio Providencia llamada Atahualpa, donde agonizábamos de desamor por mujeres que cambiaban de nombre con bastante frecuencia, al ritmo de las canciones de Miguel Bosé, de Vicky Leandros, de Manolo Galván y claro, del compañero inseparable: el poeta catalán Joan Manuel Serrat. Una noche lluviosa de la época en que creímos estar enamorados de dos muchachas llamadas Paula y Carolina, ebrios de ron y demencia lloramos aferrados a una cabina telefónica, derrochando monedas mientras al otro lado de la línea reinaba el mutismo.

Tiempo antes, mi vida estuvo ligada de otra manera a Providencia: el poeta Héctor Escobar Gutiérrez habilitó una habitación de su casa, la dotó con baño y cocineta y la ofreció en arrendamiento. Allí viví un año de los siete que duró la historia de amor con Gloria Tolosa, una muchacha toda vitalidad y arrojo, una suerte de fuerza de la naturaleza que marcó esos años y me permitió conocer de cerca el mito forjado por el propio Héctor, que a los ojos de muchos lo convirtió en “El Diablo de Pereira”.

 Finalizaba el siglo XX cuando en un viaje a Medellín, nos despeñamos en una demencial gira por salas porno donde proyectaban en jornada continua películas en esos viejos rollos de 35 milímetros, cuyas imágenes hipnotizaban con su ilusión de proximidad física.  Aquí vale la pena un acto de justicia: al menos para nuestra generación, el aprendizaje del sexo no se dio en clase de comportamiento y salud, ni gracias  a los buenos oficios de los padres de familia, ni mucho menos en esas cartillas mojigatas que utilizaban palabras tan hipócritas como coito, pechos y  miembro, sino en revistas y películas donde aprendimos  a decir coño, verga, teta y a conjugar verbos tan sublimes como pichar o  tirar.




Algo similar sucede con la iniciación en la literatura. Mientras muchos escritores vendieron la leyenda de que aprendieron a leer en las páginas de El Quijote o en los dramas de Shakespeare, nuestras primeras fuentes escritas fueron las revistas de Kalimán, el hombre increíble, o esas colecciones populares donde don Marcial Lafuente nos llevaba de viaje hacia esa otra forma de colonización conocida como La conquista del oeste.

Un par de años después del funeral sin gloria de La Mochila de Samuel, tozudo como es, Rigo me entregó el manuscrito de una novela que marcó una nueva deriva en su camino de escritor: El laberinto de las secretas angustias. Yo vivía en una finca de Dosquebradas con un nombre que era en realidad un designio: La Esperanza, de propiedad de Germán Darío Martínez y de Carlos Vallejo, el amigo que financió la publicación de mi primer libro. Fue allí donde decidimos   que la obra, ganadora con todos los méritos de un Premio de Novela Ciudad Pereira, se imprimiría en la Editorial Lealon de Medellín, propiedad de Ernesto López Arismendi, un cómplice de los escritores jóvenes a quien no le importaba trabajar sin ánimo de ganancia cuando consideraba que las obras lo ameritaban. El sello sería el de  El Arca Perdida Editores, creado con una donación de Carlos Vallejo.




Rigo, Berón y yo pasamos una noche entera corrigiendo el original de la novela mientras combatíamos el frío- cómo no- con ayuda de otro viejo amigo: el Ron Viejo de Caldas. Cada página era una sorpresa, empezando por el episodio utilizado para contar una historia de amor: la toma del Palacio de Justicia por parte del grupo guerrillero M-19 en noviembre de 1985, durante el gobierno de Belisario Betancur. Tres décadas después, sigo pensando que la obra tiene un lugar asegurado dentro de lo que la industria editorial y los profesores de literatura llaman La novela de la violencia en Colombia.

El laberinto de las secretas angustias marcó el punto de quiebre hacia la exploración de la violencia urbana como trasunto literario en la obra de Rigo en novelas cortas como ¡Plop!, un abordaje al drama de los desaparecidos, y Perros de Paja, un guiño a la película del director  Sam Peckinpah. Las dos tienen como escenario un sector apetecido por los autores de crónicas rojas en Pereira: el Barrio Otún de Dosquebradas, conocido más como San Judas, por el nombre del templo católico del vecindario.


                                                 Barrio Otún

Hasta 1972 Dosquebradas fue corregimiento de Santa Rosa de Cabal. Había  empezado  su crecimiento  a comienzos de la década del cuarenta gracias a dos factores: el desplazamiento de miles de campesinos a resultas de la violencia entre liberales y conservadores y el asentamiento de las primeras fábricas, empezando por  Comestibles  La Rosa, filial de la multinacional suiza Nestlé, a la que  se sumaron industrias de confecciones  de origen local. A ese ritmo surgieron y se consolidaron los barrios Otún y El Balso, ubicados a orillas del río que le da su nombre al primero de ellos, al pie de la pendiente que conduce al sector de  La Popa, que ya era un  importante punto de conexión, como resultado de la línea del Ferrocarril de Caldas que pasaba por allí. Muy pronto se hizo familiar la romería de mujeres que a partir de las cinco de la madrugada se desplazaban a su trabajo en las fábricas de confecciones.




A San Judas- o al Otún- llegaron Ofelia y José, los padres de Rigo, en  los años setenta.  Venían de La Celia, empujados por una violencia que, aún hoy, cobra de vez en cuando su cuota de venganza. El viejo José sigue siendo el sastre de San Judas mientras Ofelia  envejece en medio de esa  red de preocupaciones casi siempre imaginarias propias de las mujeres de su generación. Que se sepa, nunca han pensado en abandonar el barrio, a pesar de que sus noticias alimenten  un día si y otro también, las páginas del Q´hubo, el tabloide especializado en registrar las violencias tan propias de un país que parece siempre a punto de deshacerse.

De esas violencias se nutre en parte la mochila de Rigo, el novio de Diana, la mujer que ha sido su cómplice durante un buen trecho del camino.  Desde finales  del siglo XX y lo que  va corrido del XXI, no  ha cesado de llenarla de historias. En los intermedios ha tenido tiempo de ir a China, a México, a Europa y otros lugares de este planeta turbulento. Pero eso tampoco importa mucho. Siempre vuelve, por un camino u otro, a ese que es su lugar en el mundo. A esa barriada recostada entre el río Otún y la ladera, donde las calles nunca están solas, aunque los noticieros se empeñen en atizar un miedo que poco puede ante las ganas de vivir de una gente que no le teme a nada, ni siquiera a los Perros de Paja.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=CV9TyC2c4fE

lunes, 24 de febrero de 2025

Licencia para dañar

 




En sentido estricto, toda vida está tejida con los hilos de la fábula, es decir de una trama de mentiras refinadas. La personalidad misma, ese rostro que exhibimos ante el mundo, es una invención urdida por una serie de factores: la tradición, la familia, la escuela, la cultura y, en los tiempos que corren, por los medios de comunicación.

No sé si ustedes se han detenido a reflexionar sobre el sentido de la palabra avatar en el mundo digital. Si en las viejas religiones el avatar era una de las manifestaciones de la divinidad, hoy es una identidad ficticia, un recurso utilizado para que no reconozcan al emisor o, al menos, para   hacerse a la idea de que no lo reconocen.

El asunto es sencillo: si al avatar nadie puede identificarlo, en la práctica puede hacer y decir lo que quiera, incluso cosas que lesionen a los demás y causen daños irreparables, asunto que debe ser de preocupación para todo código ético. Y aquí empieza el gran problema: por definición, con el rostro escondido no puede haber debate, diálogo o discusión dignos de ese nombre. Y bien sabemos que esas nociones constituyen la esencia de la convivencia, de la vida civil.

El ser humano siempre ha escondido su rostro, por miedo, por juego o conveniencia. Lo hacen el perseguido, el seductor o el asaltante de caminos. Por eso el juez, el cura o cualquier otro detentador de poder abominan del embozado. ¡Dé la cara! Le exigen al posible culpable. Como bien saben los consumidores de Internet, en la red casi nadie da la cara.  Por eso mismo, todos señalan, acusan, insultan, emplazan, calumnian: es casi una reacción instintiva garantizada por la impunidad. “Comer prójimo”, le dicen a eso en el lenguaje coloquial

Bueno es precisarlo: ni internet ni las redes sociales inventaron las mentiras, ni los engaños ni las calumnias.  De hecho, alentaban en el corazón humano desde el comienzo de los tiempos. Basta con darse un paseo por la obra de Shakespeare, de Homero o por las páginas del Antiguo Testamento para constatarlo. Lo que si ha conseguido el mundo digital es acrecentar la capacidad de multiplicación y, por lo tanto, de la velocidad. Una vez pronunciada o emitida, toda palabra, toda imagen, se vuelven inasibles. El fenómeno de los memes es apenas una de las muestras: todavía está humeante lo que antes se llamaba “El suceso” ( un siniestro, un partido de fútbol, un crimen, un premio, un escándalo de corrupción) y en cuestión de segundos el mundo está inundado  de imágenes acompañadas de textos ( ¿ o es al revés?) que lo reducen todo a un guiño, a una sonrisa y que pase el siguiente.

Desde luego, a semejante velocidad nadie puede ni quiere detenerse   a pensar: la sensación de vértigo, de quedarse atrás, de perderse la última novedad, resulta abrumadora. Justo ahí surge la paradoja: por no perderse nada el consumidor acaba por perderlo todo, empezando por su propia capacidad de juicio.




Recuperar esa capacidad de juicio, de valoración crítica, se volvió por eso cuestión de vida o muerte. El ser humano la necesita para no disolverse en el vacío, para reconocerse y reconocer a los otros en su justo valor, descubriéndose a su vez en ellos. De ahí que resulte tan perturbadora y significativa la decisión de los grandes magnates del mundo virtual (Elon Musk y Mark Zuckerberg para empezar), de eliminar todas las limitaciones tecnológicas que permitían validar como veraz o falsa la información que la gente pone a circular en las redes.

Como siembre, se invocan nobles causas para justificar los despropósitos, en este caso, el respeto a la libertad de expresión. Según esa retorcida visión del mundo, si alguien arruina la vida del prójimo o de una comunidad entera con una información falaz nada ni nadie podrá impedirlo: está ejerciendo su derecho a la libertad de expresión.

Cruzado ese límite, toda legislación resulta inútil. Desaparecidas las fronteras y velados los rostros, aunque lo quisiera, difícilmente una autoridad podría identificar, juzgar y menos condenar al responsable: en cuestión de segundos puede cambiar de avatar y así sucesivamente hasta disolverse en la tierra de nadie. Internet es el paraíso de “El hombre de las mil caras”




En el fondo de todo alienta, claro la codicia. Como sucede con la licencia para el porte de armas, la licencia para dañar vende y los consumidores se multiplican por millones a un ritmo tal que ya la expresión “en un abrir y cerrar de ojos” se volvió tan obsoleta como los memes de hace cinco minutos. Por eso Musk, Zuckerberg y sus compinches se frotan las manos contemplando cómo el universo de sus apetitos se ensancha a un ritmo que ni el más agudo de los físicos teóricos pudo anticipar.

Es ese escenario el que explica que cada vez lleguen con más facilidad al gobierno individuos que parecen acabados de escapar de un manicomio. Unas cuantas mentiras que exasperen bien adentro los miedos y expectativas de la gente bastan y sobran para armar un programa de gobierno a la medida. Si lo dudan, pregúntenle a Trump cuánto le debe a Musk y, por si acaso, pregúntenle a este último como logró hacerlo tan fácil.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=PXYeARRyDWk

miércoles, 12 de febrero de 2025

New York, New York

 



En el cómic, una pareja de ratas apellidadas Milei y Bukele se cuela en una de las naves interestelares enviadas por Elon Musk y su socio Donald Trump con destino a un planeta llamado Moebius. Una vez instaladas devoran a la tripulación y, con la capacidad de reproducción propia de los roedores acaban por colonizar su nuevo lugar de residencia.

El autor de la historieta es un artista plástico que firma como Dick Wallace, veterano de la Guerra del Golfo, adicto a las hamburguesas, a los video juegos, al punk y el heavy metal en sus distintas variantes. Sobre todo, siente una inclinación filial por unas pastillas conocidas como HKD, abreviación de Hell´s Kitchen Dreams. Vive en una antigua bodega cercana al Central Park, habilitada como vivienda y estudio en uno de esos ciclos de reciclaje urbano propios de las grandes ciudades.

Mientras consume latas y más latas de Red Bull y se atiborra de pastillas de colores, pinta unas ratas enormes, gordas y feroces de pelambre sicodélica que parecen sacadas de un delirio de Syd Barret. Las hay fucsias, naranjas, amarillo limón y violeta; a veces los colores se combinan en tonalidades que las hacen bastante próximas  al célebre Magic Bus de Ken Kesey inmortalizado en la canción de The Who. No es un asunto menor destacar que todas sus obras llevan el título de New York, New York.

Tratándose de Nueva York, las modelos de Wallace son, por supuesto, ratas reales. Se pasean por su estudio, duermen a sus pies, se alimentan de las sobras de hamburguesas y, de vez en cuando, devoran sobres enteros de sus pastillas de HKD, lo que de paso las vuelve adictas  a las densas  y depresivas canciones de  The Cure, una de las  bandas favoritas del artista, cuyas composiciones  suele escuchar en un equipo de sonido digital puesto a todo volumen.

En una entrada de su blog Dark- Camera cuya fecha es agosto 30 de 2024. Wallace escribe lo siguiente:

En mis pinturas rindo homenaje a las verdaderas dueñas de Nueva York, a las que rigen el destino de sus habitantes. En realidad creo que deberían tener al menos una estrella en el Hall de la Fama, pues han sido protagonistas de cientos de películas, canciones, crónicas y novelas, empezando por aquella Rebelión en la Granja, del gran George Orwell.

Ah… un detalle: estas criaturas son en extremo inteligentes. Llevan siglos analizando la conducta de los humanos, pues saben que un día habrán de reemplazarlos en este planeta o fuera de él, una vez sucumban a una pandemia, a un meteorito o a una reacción nuclear en cadena.

En su estudio Wallace tiene un reproductor de video en tres dimensiones que todo el tiempo proyecta una y otra vez las imágenes de Ben, la rata asesina, película de 1972 dirigida por Phil Karlson, cuya canción central es interpretada por un  apenas niño  Michael Jackson.




En la siguiente entrada de su blog, fechada el 11 de septiembre de 2024, el pintor propone una lista de películas| en las que, de un momento a otro, las ratas emergen de las profundidades y cruzan las autopistas en busca de comida o de información. Entre ellas están Ragtime, Midnight Cowboy, Taxi Driver, Corazón Satánico, El Príncipe de las Tinieblas y Pandillas de Nueva York. La idea es que los lectores la amplíen a la medida de su conocimiento. A pie de página, señalado por un asterisco, anota:

Cuando la ignota divinidad pronunció aquella sentencia de Creced y multiplicaos y poblad la tierra, pensaba en realidad en las ratas. Por eso les rindo tributo en mi obra. Se que no soy original ni tengo pretensiones de serlo. Ya les hablé de los cientos de novelas, canciones, películas, crónicas y video juegos donde las ratas se asoman para recordarnos que siguen a la espera de su oportunidad. De paso, me surge una pregunta: ¿Por qué las mujeres, tan valientes en los momentos supremos de la vida, les temen al punto de la histeria? Algún misterio habrá de alentar allí. Tendré que investigar más a fondo. Para empezar, volveré a ver algunas de las películas de Brian de Palma y de John Carpenter.




Un breve viaje por Google me dice que Dick Wallace ha publicado con seudónimo en las páginas de la revista Frazetta, aparte de varios fanzines subterráneos de nombres tan lovecraftianos como Arkham, Ctulhu, Miskatonic o Al- Hazred. Ese será motivo de otra pesquisa. Por lo pronto, debo contarles, aquí entre nos, que Wallace y su blog Dark- Camera son en realidad una creación del artista risaraldense Emiliano Ladino, domiciliado en el barrio Los Pinos de Dosquebradas. No sé si Nelson Zuluaga lo ha invitado alguna vez a su muestra de Cómic sin Fronteras. De no ser así, todavía está a tiempo de hacerlo.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=SdbLqOXmJ04