Toda la vida
envidió a su amado Juan Carlos
Onetti. Pero no a cualquier Onetti. Ni siquiera al de los infinitos diálogos
silenciosos con su compadre Juan Rulfo.
Tampoco al creador de esos fantasmas de
carne y hueso que vagabundean por las
calles de Santa María.
No. Mi vecino, el poeta
Aranguren, envidiaba al Onetti echado en
su cama de un apartamento de Madrid, negándose a levantarse porque ya lo
había visto, contado y bebido todo. Para alcanzar ese estado de gracia,
Aranguren aspiraba a una de estas tres cosas: ganarse la lotería, rescatar un galeón hundido en las aguas profundas de su Santa
Marta natal o casarse con una criatura imposible: una viuda joven, bella, millonaria
y diestra en los misterios del sexo. “Echhheeee, ñeeerdaaa.
Ese día me acuesto en mi hamaca de siete colores y no me vuelvo a levantar”, me
dijo una tarde de diciembre, hace cosa
de cinco años.
Ignoro con cuál de los tres premios lo recompensaron sus dioses
particulares, amasados con una mezcla de
diablos caribeños y divinidades de la Sierra
Nevada. Pero puedo dar fe de que
el hombre consiguió instalarse en su
trono tejido con hilos de mil colores por las manos virtuosas de las indias
guajiras. Por lo pronto, la viuda perfecta no estaba. De modo que restaban las
otras dos opciones.
Allí lo encontré un domingo por la tarde, atrincherado entre una selección exquisita de poesía universal y una
provisión de ron Tres Esquinas como para
saciar la sed de un regimiento entero. Resulta increíble la cantidad de
cosas que puede hacer un hombre echado en una hamaca. Aranguren escribe extensísimos versos endecasílabos con los
que espera completar un volumen de poesía hermética titulado El multiforme
heraldo de las Cícladas. Una vez pulidos,
los traduce al inglés y al francés y los
remite por Internet a ignotos corresponsables residenciados en Quebec y Sydney.
Mientras apura largos tragos de
su licor favorito aromatizados con yerbabuena, recorre un universo musical que
se antoja infinito: Bach, Gardel, Chucho Avellanet, Bob Dylan, Juan Pardo,
Gaetano Veloso, Joe Arroyo, Janis Joplin, Sibelius. Al mismo tiempo les recita
a su perro Teo y a sus siete gatos, bautizados con los nombres de los planetas,
fragmentos enteros de Cien años de soledad que se sabe de memoria desde los
días de su adolescencia. No contento con eso, escucha en el computador los partidos de su
adorado Unión Magdalena, un equipo coleccionista de fracasos y
extraviado para siempre en los meandros de la segunda división.
En la alta noche apaga la luz,
enciende un tabaco remitido desde La Habana
por un amigo diplomático y piensa en las suaves curvas de su viudita
imaginada. Entonces… bueno… ustedes ya
saben lo que hace un hombre
imaginativo y solitario en esos casos.
De las glorias mundanas prefirió
apartarse desde que empezó a ver por ahí a tanto energúmeno gritando a todo
pulmón: ¿Acaso usted no sabe quién soy yo? De
las devastaciones del amor le queda un rescoldo del que no quiere
ocuparse. Por lo pronto se levanta con el primer canto del gallo y prepara una
enorme olla de café que reparte en generosas dosis entre los vecinos que se
acercan a saludarlo.
A las cinco de la tarde me
despido y lo dejo allí, con la sangre hirviendo
y el pecho sobresaltado por tanto ron con yerbabuena. Mientras camino de
regreso a casa- una hora por una carretera polvorienta- pienso que he empezado
a envidiar con ahínco a este hombre
enamorado de las montañas del Quindío y nostálgico de su mar Caribe, instalado
en una hamaca como en un paraíso recobrado. Después de todo, en estos tiempos
fraudulentos el único sitio digno de peregrinación es la morada de un poeta.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=uohmHDmCZLo
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=uohmHDmCZLo