Para el
diccionario Larousse la palabra gomoso
tiene dos acepciones. La primera alude a la naturaleza adhesiva de la goma. La
segunda se refiere a un petimetre, un joven excesivamente acicalado. Por su lado, el diccionario de la Real Academia de la Lengua nos dice que en
medicina gomoso es alguien aquejado de goma. También es sinónimo de pisaverde,
es decir, un hombre presumido que no conoce más ocupación que la de
acicalarse,perfumarse y andar vagando
todo el día en busca de galanteos.
Mejor dicho,
como diría mi abuela Ana María,alma bendita “Quedamos en las mismas, mijo”,
porque en Colombia , así como en varios países latinoamericanos le decimos
gomoso al diletante o aficionado. Es un
gomoso de la música o de la pintura, dice la gente cuando se refiere a alguien
que interpreta instrumentos o esboza cuadros sin la debida preparación.
Pero cuidado: gomoso no es en todo caso
sinónimo de autodidacta. Este último concepto define a una persona que a través
de la disciplina, la constancia y el rigor adquiere de manera individual y solitaria los
conocimientos y la pericia que otros
obtienen en las instituciones académicas. El
gomoso es más bien un chapucero: alguien que aporrea las teclas de un
piano, lanza paletadas de pintura en
todas direcciones o concibe la poesía como el acto de consignar las emociones
en un papel teniendo como única pauta
escribir un renglón debajo del otro.
A estas alturas, ustedes estarán de acuerdo conmigo
en que no someterían el cuidado de su
salud a un gomoso de la medicina, ni contratarían para la construcción de un
puente de doscientos metros a un gomoso de la ingeniería. Por eso las paredes
de los consultorios médicos están
forradas de diplomas, auténticos o no : el paciente confía en los conocimientos
y la experiencia del profesional que puede mantenerlo en el mundo de los vivos.
Lo mismo acontece con multiplicidad
de profesiones y oficios.
¿ Por qué no
sucede lo mismo con las artes o las
llamadas actividades del espíritu? Las razones son muchas, pero existen dos que
nos ayudan a entender el fenómeno. La primera es la perniciosa creencia en la
inspiración, esa especie de ráfaga divina que desciende del cielo y llena de
sabiduría las mentes y las almas. Un
fulano está sentado en una colina o a la mesa de un café y de repente: ¡Zaz! Un
rapto sobrenatural lo convierte en Petrarca, Mozart, Modigliani o Jimi Hendrix.
La investigación, el trabajo,los insomnios, los yerros y los aciertos quedan
suprimidos entonces como parte del proceso de creación. Nada mejor para una
época como la nuestra que lo quiere todo
fácil y rápido
La segunda
explicación pasa por las lógicas del
capital, la producción y el consumo.
Según esa mirada, fabricar un par de
zapatos es un acto productivo. Escribir una novela o pintar un cuadro no lo es,
o por lo menos no hasta que su creador se somete a las dinámicas del mercado.
Por eso los gordos pintados o esculpidos
en serie por Fernando Botero se nos parecen más a los objetos salidos de una
cadena de montaje que al hecho irrepetible de añadirle valor al mundo a través de una obra de arte. Llegará el día
en que existan tantas obras de Botero en todos los lugares de la tierra como
tiendas de McDonald´s. En su momento, Andy
Warhol ya había prefigurado algo de eso.
En ese sentido,
al gomoso parece un eterno
adolescente: este último desea todo lo
de los adultos, empezando por las mujeres y los bienes, pero no quiere saber
nada de consecuencias ni responsabilidades. El
primero pretende escribir
libros, pintar cuadros o componer
canciones sin pisar los terrenos del esfuerzo y el fracaso. Al final, cuando el muchacho embaraza la novia o estropea el
carro de papá apenas atinará a responder: solo soy un adolescente. A su vez,
cuando al gomoso le cuestionen la falta
de rigor, precisión o dimensión estética
a duras penas modulará entre dientes : solo soy un aficionado.
Por esas
razones, el crítico norteamericano Harold Bloom postuló y concibió el mismo un canon, es decir un
sistema de valoración de las obras literarias,
válido además para todas las expresiones estéticas. Es la única manera
de mantener la casa en orden, en un mundo donde el fetichismo de los derechos-
“ Tengo derecho a publicar mi libro de versos”, le escuché decir a una tía- ha
suprimido todas las fronteras, entre
ellas las que separan al artista del gomoso.