El vicio de meterlo por delante
lo inventó Genoveva de Brabante,
el vicio de meterlo por la cola
lo inventó san Ignacio de Loyola.
Creación colectiva en un café de Bogotá
Década del sesenta
Las palabras son nuestra casa. Habitamos en ellas como en el propio cuerpo. Las palabras van delante nuestro a modo de lámparas para iluminar la noche oscura del alma y de la historia.
Pueden ser saetas o bálsamos. Hieren o sanan. Salvan o condenan.
Tengo una imagen que forma parte del tesoro de mi infancia: cuando andaba de chispa, mi abuelo Martiniano apagaba la vitrola de su fonda campesina en la vereda El Tigre. Durante un buen rato , o el resto de la jornada, se silenciaban las voces de Los trovadores de Cuyo, de Agustín Magaldi, de Antonio Tormo, de Pedro Infante o de El caballero Gaucho.
Los parroquianos sabían que ese breve silencio era el preludio de un ritual. Con la concurrencia expectante, el viejo se trepaba a una silla de vaqueta y con su voz pausada y grave enhebraba, una tras otra, historias que hacían olvidar a los campesinos sus dichas y desvelos de amor. Sus relatos hablaban de perlas descubiertas en el vientre de un pez, de brujas , espantajos y difuntos vueltos a la vida.
Años más tarde, descubrí que algunas las tomaba de un libro de tapas negras con letras doradas titulado Las mil y una noches. Otras las había recogido durante su peregrinación como vendedor ambulante de sombreros aguadeños. Unas cuantas se las sacaba de la manga: las inventaba sobre la marcha a medida que la clientela se entusiasmaba y pedía más. No pocas veces los sorprendían las primeras luces del amanecer en esa ceremonia cuyo final nadie quería perderse.
Ilustración de Las mil y una nochesAun a riesgo de severos castigos, el niño que fui espiaba a través de una cerradura que daba a la trastienda.
Había mucho de sagrado en todo eso. El abuelo era el oficiante y sus clientes los feligreses. Al finalizar la ceremonia, los vecinos aplaudían y partían hacia sus casas con un no sé qué de luminoso en la mirada. Era el fuego de las palabras o mejor, para ser fieles a la etimología, del hogar, de la hoguera de las palabras.
No por casualidad los hombres primitivos se sentaban a contar historias alrededor del fuego. Era su manera de recrear los misterios de la vida.
Desde que descubrí los goces de la literatura no ha dejado de sorprenderme la cantidad de veces que aparece la palabra fuego como metáfora en poemas, cuentos, novelas, ensayos y canciones. Desde la zarza ardiente en el Antiguo Testamento, hasta las leyendas sobre las salamandras , pasando por los poemas de Octavio Paz y Robert Graves, el lenguaje es fuego que enciende, purifica y renueva el mundo.
Eso para no hablar de esa otra forma de la poesía que es el cancionero popular, donde abundan los incendios y sus inevitables cenizas como imagen suprema de la experiencia amorosa.
Es allí, en el lenguaje del pueblo, donde se desencadena el milagro. Donde las palabras brotan como haces de chispas que nos ayudan a comprender el mundo y a nosotros mismos. De ahí lo inútil que resulta insistir en la improbable barrera entre la lengua “ vulgar”- la del pueblo- y la lengua “culta”- la de las élites-. Es decir , entre las palabras de la calle y las de quienes detentan el poder, sea éste económico, político, religioso o cultural. De ahí el temor de los cenáculos ante lo vulgar: su vitalidad puede dinamitar los cimientos que soportan el trono.
Eso lo supieron siempre las viejas castas sacerdotales. Por eso inventaban jergas abstrusas: para aislarse detrás de muros sólo en apariencia inexpugnables.
Más tarde, en los centros de poder social, las palabras devinieron corsé, tejido de eufemismos para ocultar la verdad última: que desde el comienzo de los tiempos los reyes de la tierra andan desnudos.
Imagino el estupor y el posterior sentimiento de liberación cuando, en medio de una conversación de salón o en una sesión de magistrados, un réprobo pronunció por primera vez la palabra culo, en lugar de trasero o posaderas. El más escondido y, por lo tanto, el más deseado orificio del cuerpo humano, salía por fin a la luz, provocando en el auditorio un delicioso gritito de espanto.
“ Espantar al burgués”. Ese fue el propósito inicial de los primeros surrealistas, antes de que sus actos se convirtieran en simple juego de pirotecnia publicitaria.
Y eso es lo que ha hecho siempre, acaso sin proponérselo, el habla popular: espantar al burgués y de paso, mantener vivo el lenguaje como la más portentosa creación del hombre. La que nos permite al fin ser humanos.
Al principio, claro, se espantan y tratan de refugiarse en su cementerio de palabras “ cultas”. Pero muy pronto, atraídos por la luz que los alcanza desde el exterior, se agitan como polillas y revolotean alrededor del fuego. Muchos se incendian y perecen en el intento, pero los que sobreviven acaban por fundar una lengua nueva sobre las cenizas de la anterior.
La historia nos dice que cuando los grandes poetas incorporan lo popular a una lengua moribunda la transforman y le permiten dar un salto hacia delante. Lo hicieron Dante y Petrarca con el italiano, Shakespeare con el inglés o Cervantes y Quevedo con el castellano. A esas formas moribundas les insuflaron el idioma de la calle, el de las tabernas, el de las verduleras, los titiriteros, las putas, los malandrines y los marineros. Por esa vía, las llevaron a otra dimensión. Por eso las únicas “lenguas muertas” son las que se cierran sobre sí mismas y se niegan al contacto con los aires nuevos. Los viejos monjes encerrados en sus buhardillas con la ilusión de ponerse a salvo del pecado son la imagen más precisa de esa voluntad de no estar en el mundo que, bien lo sabemos, es también pecado y carne.
Siempre me ha producido fascinación saber cuándo surgen, dónde se gestan, cómo se moldean las nuevas palabras. Muchas nacen del encuentro entre pueblos distintos: bien visto, es otra forma de la sexualidad. Cuerpos que se funden para dar a luz organismos nuevos. Eros hecho verbo. Otras nacen por necesidad de adaptarse a los cambios y descubrimientos. Unas cuantas nacen porque sí o porque no hay otras.
Una cantidad no menor es acuñada por los jóvenes para delimitar territorios y marcar frontera con el mundo de los adultos que es, en últimas, el de todas las formas de poder. Son las que subvierten el orden y anuncian mundos nuevos en el campo de la política, las creencias o la sexualidad.
Así, cuando alguien conjugó por vez primera el verbo “ pichar” ( “coger” en México y Argentina, “follar” en España, “ o “culiar” en Chile y algunas zonas del caribe) desafiaba de entrada estructuras de poder basadas en la asepsia y la hipocresía. Con la precisión que lo caracteriza, el idioma inglés- no sólo el “slang” de los marginales- nos ofrece un ejemplo claro: hay un abismo entre el elusivo, ambiguo y abstracto “ To make love” y el certero, honesto y por lo tanto más humano “ To fuck”.
El lenguaje popular descorre velos , disipa eufemismos, socava falsedades. Se entiende así la inicial aversión de las élites hacia las expresiones “ vulgares”. Pero su potencia es tal que muy pronto las hacen suyas. Basta recordar lo que hizo el cantante Juanes con la palabra “ chimba” o el director de cine Víctor Gaviria con el lapidario “ gonorrea”. En el primer caso, la utilizan cada vez que quieren expresar disfrute, incredulidad o resistencia frente a algo. En el segundo conjugan las formas últimas del desprecio.
Y pensar que, años atrás, los mayores los consideraban vocablos malditos, como lo son todos los que abren puertas y ventanas para que nos asomemos a la vastedad del mundo. Ese mundo que es nuestro único hogar y al que alimentamos todo el tiempo con el fuego del verbo.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Ckulz6XTXnw
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