El cine y la literatura han redundado sobre la
anécdota: un individuo se despierta una mañana y no recuerda quién es. Ni el
nombre escrito en su documento de
identidad, ni el rostro reflejado en el
espejo le resultan conocidos. Mucho menos las personas con las
que comparte su vida: mujer, hijos, vecinos. Todo su ser
es pasto del olvido. El desenlace no
puede ser más perturbador. Si la memoria nos
define como individuos y grupos, el olvido equivale a la disolución .
No por casualidad la desmemoria
precede a la demencia en los cuadros
clínicos más graves.
Para combatir la
desmemoria las sociedades inventaron los mitos y los ritos. Si los
primeros aluden de manera simbólica a
momentos fundacionales como el
descubrimiento del fuego, el lenguaje o el encuentro sexual, los segundos operan a modo de revalidación de esos momentos. Ese es el
sentido de la fiesta popular en la
cultura seglar o de los sacramentos en las prácticas religiosas. Hasta
allí mitos y ritos responden a la necesidad
individual y colectiva de
conectarnos con lo esencial: reconociendo el pasado aprendemos a comprender y construir el presente.
Las dificultades
empiezan cuando todo se reduce a la mera forma. Entonces se corre el riesgo de convertir la ceremonia en pompa y el ritual en
caricatura. Como esos feligreses capaces
de interrumpir su participación en la
misa para contestar el teléfono celular. En el plano social nuestros encuentros
con la memoria se reducen a duras penas
a la contemplación desprevenida y casi siempre irrespetuosa de un
desfile.
En estos últimos
uno se siente a bordo de una máquina del
tiempo anclada en el pasado. Cada año, con motivo de alguna fiesta patria o del
aniversario de un municipio, una tropa
de asalto se apodera de las calles al ritmo
de cantos ancestrales y de bailes
olvidados. Tal vez debido al talante burocrático de esos eventos, a la falta de convicción de los actores, al distanciamiento
de los observadores o a los tres
factores juntos todo adquiere el aire artificioso y distante de un parque
temático. Como bien sabemos, estos
operan al modo de esas reservas indígenas diseñadas por los
colonizadores norteamericanos para mostrarnos cómo vivían los vencidos. Según
esa visión del mundo esos pueblos quedaron grabados en el pasado y nada tienen
que ver con el presente , forjado a la medida de los inmigrantes de múltiples
nacionalidades llegados a la tierra de promisión. En este caso la memoria no está viva: yace en un museo para
disfrute de los turistas, incapaces por eso mismo de
percibir las distintas maneras en que todas esas sangres alientan en la
nuestra a través de la música, la comida, las creencias religiosas o los modos
de organización política. No por casualidad
los antropólogos hablan de tribus urbanas para referirse a formas particulares de asociación bastante parecidas a las de pueblos solo en apariencia
extinguidos.
Por eso es
importante alertar sobre los riesgos del
folclor. Porque desvía la atención sobre la vigencia del legado de quienes nos
antecedieron, para reemplazarlo por imágenes de tarjeta postal. De todos son
bien conocidas las estampas de los
gauchos prefabricados por las agencias de turismo. Por ese camino desvirtúan de
plano el complejo carácter de los argentinos. Lo mismo puede decirse de quienes reducen el
espíritu español a una corrida de toros, el alma mexicana a una congregación de
mariachis o la improbable identidad
colombiana a un atuendo típico del caribe o de la región andina. En realidad
somos también eso, pero no solo somos eso. Nuestro presente es el resultado de la convergencia de muchas sangres y maneras de ver el mundo. Basta con sentarse a
escuchar un grupo musical como Puerto Candelaria para darse cuenta de ello.
En sus acordes alientan no una sino
muchas raíces. De la cumbia al vallenato, pasando por el rock and roll, el jazz
y el tango, lo suyo es un viaje a lo
profundo de nuestra insondable condición. De regreso nos devuelven facetas
desconocidas de nuestro destino. El de
ayer y el de ahora. Y lo consiguen
porque su voluntad es la de eludir las tentaciones del patrioterismo fácil o el
folclor a la medida. Tal como lo hacen
los poetas, los novelistas o los pintores
que a través de su obra acaban
remitiéndonos, sin demagogias ni populismos, a lo más certero de nuestra propia
memoria.
Pdt : les comparto enlace a una canción de Puerto Candelaria
http://www.youtube.com/watch?v=V8NFmm8v8Rw
Su exhortación, viene muy a la medida, para nosotros los bolivianos, apreciado Gustavo. Usted sabe que acá somos los campeones del folclorismo, incluso se lo utiliza cínicamente con fines políticos, como ocurrió hace poco con un grupo mediocre que fue a representarnos al festival de Viña del Mar, y que volvió con las manos vacías, con la excusa de que los jurados eran chilenos y tenían que premiar a sus propios artistas. Como llegaron con su aura de incomprendidos, el gobierno les hizo un acto de reconocimiento por haber “llevado en alto el nombre de Bolivia” y de paso los sumó a la causa marítima, que estos días está en plena ebullición. Para alimentar una vez más, la foto postal de la que habla, luego del partido con Argentina, el mismísimo Evo Morales bajó a los camerinos a otorgarle una condecoración a Messi y, de yapa le regaló un poncho, como ocurrió con Sean Penn, Cristina Kirchner, Ronaldinho, etc. Gracias por la recomendación, qué orquesta más exquisita, a momentos me parece una cumbia sinfónica. No tenía ni idea, pensé que conocía algo de cumbia colombiana, como las antiguas que oía de chico. (la pollera colorá, fuma el barco, se va el caimán para Barranquila, etc)
ResponderBorrarEl folklore (soy más antiguo que tú y lo escribo así) puede ser inspirador, una maravilla, y también un espejismo, una coartada, una máscara, como bien dices. Desde hace tiempo me llama la atención que el folklore suele ser más venerado mientras más joven es la sociedad. Las nuestras de América Latina son particularmente insistentes en la antigüedad de las tradiciones, tan festejadas, cuando en su mayoría suelen ser bastante recientes… incluso las indígenas yo diría, pero corrígeme si me equivoco. En otros países con tradiciones muy antiguas no se da la misma importancia al folklore… la gente está ocupada en perpetuar discretamente esas tradiciones, en vez de agitarlas al viento cada dos por tres. ¿Me equivoco por mucho, o por un poquitito?
ResponderBorrarSi uno lo entiende como memoria viva, es decir, como parte activa de su trasunto vital, el folclor se convierte en un importante punto de referencia para la comprensión de la propia historia personal y colectiva, apreciado José. Pero cuando opera a modo de combustible para alimentar los chovinismos, patrioterismos y regionalismos gratuitos deviene peligrosa herramienta en manos de los demagogos, que las aprovechan para invocar identidades inexistentes. Recordemos que los nazis hicieron de su improbable pasado glorioso el gran motivador para aglutinar unas masas abatidas por la crisis económica y por la humillación posterior a la segunda guerra mundial..
ResponderBorrarTiene usted razón, mi querido don Lalo. Las sociedades más antiguas se sienten ancladas a un pasado remoto que les aporta una idea de solidez. Por eso no parecen experimentar la necesidad manifiesta de invocarlo todo el tiempo. Al contrario, las culturas jóvenes, al encontrarse en construcción, viven todo tiempo ante la amenaza-real o inventada- de la disolución. De allí que los caudillos encuentren en el folclor uno de los recursos más socorridos para invocar una supuesta identidad común a sus pueblos.
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