Creía que la
expresión se había perdido en los bosques de niebla de la Edad Media, hasta que
me la volví a encontrar en uno de esos canales de televisión por cable
enfocados a la divulgación científica y académica.
Acorralado por un agudo entrevistador
que le exigía argumentos para soportar su singular teoría sobre el supuesto origen visigodo de una corriente de la arquitectura
española, el entrevistado alzó una ceja, movió las comisuras de los labios en
un tic nervioso, apuntó con el dedo índice a la cámara y pronunció la conocida respuesta : “ Así lo
dicen los maestros”.
Magister dixit, era la vieja
sentencia que anunciaba el advenimiento de lo inapelable. Más allá de ese umbral se accedía al reino sin
dudas de las verdades absolutas, un concepto nacido en las entrañas mismas del
dogma religioso.
Lo que el maestro decía era la
verdad. No una verdad: La verdad. Y a
nadie se le ocurría pensar que el maestro pudiera estar equivocado. Mucho menos que estuviera
obrando de mala fe. Cuando el dueño de
la tribuna afirmaba que la tierra era el centro del universo, se daba
por sentado. A no ser que tuviera una temprana vocación de hereje, ningún
interlocutor se atrevía a sugerir que
la verdad pudiera
no serlo tanto, por más que
ciertas auscultaciones del firmamento-
sobre todo en la alta noche- le llenaran la cabeza de dudas y sospechas.
Así que,
para pesar del pensamiento libre,
la idea de marras sigue más vigente que nunca. La profusión de fundamentalismos que nos rodean da prueba
de ello. Y no me refiero solo a los de
origen religioso. Cuando se dan en el
espacio académico suelen ser el doble de letales. El dueño de la verdad siempre
apelará al prestigio de algún iluminado
para reforzar sus premisas.
Leo en una revista académica un
texto presentado bajo la etiqueta de
ensayo. Como ustedes saben, este género
es, en esencia, una aventura del pensamiento en la que confluyen por partes iguales la filosofía, la
literatura y la ciencia para proponernos
un conjunto de preguntas dirigidas a explorar una determinada faceta del
universo. Si al final del camino tenemos algo parecido a una respuesta podremos
hablar de un buen balance. Pero casi siempre seremos recompensados por una
nueva pregunta capaz de estimular la
búsqueda que es, a fin de cuentas, la
razón de ser de todo ensayo.
La materia del texto, titulado “Las raíces de
la guerra en Colombia”, apela a un viejo tópico: el “natural” talante violento
de los colombianos, que explicaría sin más nuestra conocida saga de infortunios
históricos.
Adentrado en la lectura el autor,
que firmaba el texto con el nombre de Adel
Yara, no aportó a lo largo de diez páginas una sola idea personal que sirviera de argumento a su
afirmación. Lo suyo, como sucede con la
mayor parte de los artículos publicados en esas revistas bajo la denominación de ensayos, estaba tejido en
realidad con una sucesión de citas, interrumpidas apenas por breves
comentarios. Antropólogos, sociólogos, historiadores, periodistas, novelistas y
hasta una especie originaria de Colombia
bautizada como violentólogo eran invocados
a modo de amparo, en un intento por eludir la compleja urdimbre de factores que, en
pleno siglo XXI, nos tienen padeciendo dramas propios del XIX. Ni las luchas por la tierra, ni la mecánica electoral fomentada por el
bipartidismo, ni los lastres heredados
de la época colonial aparecían por parte
alguna.
Las consecuencias son nefastas:
cuando uno se refugia en una pretendida
autoridad, renuncia de entrada a emprender un recorrido en el que las
propias ideas deben ser constante objeto
de revisión. Es como si uno se metiera en una cueva y bloqueara la entrada con una enorme piedra en la que puede
leerse, a modo de declaración de principios, la siguiente inscripción: “Magister
dixit”.
Ay, que ya no tenemos a Tertuliano para explicarnos el misterio de la Santísima Trinidad y para señalar a los verdaderos herejes, que a su vez también tienen su propia lista, en la que seguramente estarán el propio Tertuliano y nosotros mismos, claro. La verdad verdadera, bien, gracias.
ResponderBorrar¡ Coooñññooo! No sabía que Tertuliano ya no estaba, mi querido don Lalo. Y ahora... ¿ Quién podrrá defendernos?
BorrarYa dice el viejo aforismo estudiantil que “copiar a uno es plagio, copiar a varios es investigación” y ese ensayo que refiere tiene toda la pinta de parecerlo. Para serle sincero, no conocía el latinajo de marras, estimado Gustavo. Con razón, en mis años de estudiante no faltaba algún docente que se irritaba si se le decía “lice” en vez de “magister” porque seguramente había cursado una maestría en emprendedurismo (¿ha oído de tal cosa?), pedagogía aplicada al aula, administración del liderazgo, o vaya a saber qué otra cosa.
ResponderBorrarEn realidad, he oído cosas peores, apreciado José . " Gobernanza" es una de ellas. Y sí, olvidando que la palabra doctor quiere decir sabio, los burócratas colombianos pretenden que se anteponga ese vocablo a su nombre de pila- por ejemplo, usted sería el doctor Crespo-, aunque a duras penas sean duchos en ese emprendedurismo de marras que usted menciona.
ResponderBorrarGustavo, una verdad, mejor dicho, la verdad que quieren hacer única es perjudicial. Ya lo vemos en las distopías de la ciencia ficción, inclusive las utopías pueden ser malévolas al sembrarlas en una verdad.
ResponderBorrarYo diría más bien que las utopías son malévolas por eso: por su condición inapelable. Ya se trate de índole política, religiosa, cultural o privada( la utopía amorosa) sus efectos son letales cuando alguien se propone instalarlas en la realidad.
Borrarwou :)
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