Las fantasías del yo.
Por supuesto, el anterior subtítulo es redundante. El yo,
en caso de que tal cosa exista, es en sí mismo una fantasía. Un desesperado
intento de afirmación en las arenas movedizas del mundo.
Cuando alguien pregunta por mi
nombre y respondo: Gustavo, eso
ya es un acto de fe.
Por eso les pregunto cada vez menos
a las personas quiénes son: para no crearles problemas.
A lo largo de los siglos hemos
intentado toda suerte de trucos para
demostrar la propia existencia y,
de paso, probar la de los otros.
El arte y todas sus variantes han sido uno de los
recursos más socorridos. Las pinturas, los poemas, las canciones y los cuentos
siempre nos brindan la posibilidad de ser nuestros propios héroes.
Sentirse identificado con alguno
de esos héroes es una forma de adquirir o recobrar la consistencia
existencial extraviada en algún recodo
del camino entre el ilusorio paraíso
perdido y el presente.
Una de las más bellas y certeras metáforas acaso sea la de La bella durmiente.
Encantada por las fuerzas del
mal, duerme un sueño eterno del que es despertada por un beso del príncipe.
Con ese acto, el orden del
universo recobra su sentido, y de paso, los emisarios del bien reciben, a modo de recompensa, la moneda
que da cuenta de su propio ser en el mundo.
O lo que es lo mismo: no hay vida
sin relato. Alguien debe narrarnos para evitar que nos disolvamos en el vacío.
Durante siglos esa tarea la
realizaron los dioses. Dormíamos tranquilos porque las divinidades, insomnes y
eternas, se encargaban de tejer cada uno de los segundos, minutos, horas, años
y milenios que nos constituyen.
Cronos ¿Lo recuerdan?
Hasta que, cansados de nuestra
indolencia, los dioses se marcharon a otros eones.
Me tomó trescientas quince palabras llegara a este
punto. Es decir, desde que los dioses hicieron mutis por el foro hasta el
reinado de las redes sociales.
Escucho en la radio que un sujeto
interpuso una demanda porque lo sacaron de su
círculo de Whatsapp.
Dicho de otra forma: le recortaron el ego. La posibilidad de
multiplicar su porción de ser.
Porque ahí reside la clave de todo. Despojado de toda
posible forma de trascendencia, el individuo moderno chapoteaba en el
sinsentido.
Hasta que uno de los viejos
dioses despertó de su siesta y sintió lástima de tanto desamparado.
Y como el ángel mensajero andaba
ocupado resolviendo algunos asuntos escabrosos, envió unas curiosas potestades:
las redes sociales.
“Creced y multiplicaos” dijo.
Y entonces surgieron Twitter,
Instagram, Facebook y todas las demás.
A través de ellas usted puede multiplicar su yo a una velocidad que lo espantaría si tuviera
tiempo para detenerse a pensar.
Basta con que se enganche
a la cola del primero que opine sobre cualquier cosa: sexo, política,
economía, marcianos, fútbol, caricaturas, literatura, triunfadores, farándula,
ciencia, fracasados, religión, moda. Lo que sea. Pero es necesario que se encadene como quien se
aferra a un madero en medio de un naufragio.
En todo caso es vital que opine
(Ah… en lo que terminó la pobre Doxa de
los antiguos griegos. Esa amable invitación al conocimiento).
Si bracea a la velocidad que permiten los “diálogos” en las redes sentirá que
empieza a recobrar su paraíso perdido.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco, cien, mil, un millón. Cómo tranquiliza esto de
ver el número creciente de sus
seguidores. La fantástica multiplicación del yo. Es como un narcótico. Algo que
le devuelve la paz al ser. A la amenazada consistencia existencial.
Ahora entiende por qué el ángel
dijo “Creced y multiplicaos”
“Y poblad la tierra”. Recita una voz en su interior. La voz del ego
reconfortado por tanto seguidor.
Porque la ecuación es
irrebatible: A mayor número de
seguidores mayor densidad existencial, más plenitud.
A estas alturas, como en los
escarceos juveniles, sucede algo inevitable: ante la evidencia de tanto
seguidor el ego experimenta orgasmos múltiples.
Envanecido y agradecido con los dioses,
se abandona al sueño.
Y eso lo pierde. Al despertar descubre
con espanto que el número de seguidores ha menguado.
Y el ser se encoge.
¿Recuerdan “La
tristeza post coitum” de que hablara san Agustín? ¿La invencible desolación
que se apodera del homo sapiens
después del sexo?
Bueno, eso nos sucede a todos cuando bajamos la guardia y
nos abandonamos a las fantasías del ego.
Así que no desespere y vuelva a
empezar: Uno dos, tres, cuatro cinco, cien,
mil, un millón.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Somos lo que creemos ser, me dijo (en vano) un profesor hace mucho tiempo. Hace un rato, mirando mi cuenta de Twitter, encontré que Bill Kristol había retuitado a una mujer que se maravillaba de, a su vez, haber retuitado a Bill Kristol. Ocurre que la mujer es progre, mientras que Kristol es uno de los conservadores más famosos de USA. Tan conocido e influyente, el tipo, que él solito inventó de la nada a Sarah Palin, hace unos años. Lo redime, ahora, su oposicion y feroz crítica a Trump (la razón por la que esta mujer y yo mismo seguimos a este derechista furibundo). Curioso, fui a la cuenta de la tuitera y me encontré con un tuit en que se maravillaba nuevamente, esta vez de que Bill Kristol la retuitara a ELLA. Esto me sugiere que los tuiteros no estamos tan fascinados con el número de nuestros seguidores y/o ocasionales interlocutores como con su importancia, aunque sea una importancia detestable para nosotros. Es la palmada del poderoso en la cabeza sudorosa de su jardinero, que después contará en la cocina que el amo lo aprecia tanto que hasta lo toca con la mano. Te confieso que Bill Kristol nunca me ha retuitado a MÍ, el ingrato, a pesar de que yo lo he retuitado a él, y por consiguiente ha visto mis tuits... Es una tristeza diferente a la del post coitum, porque ni siquiera hubo coitum. Perdona, Gustavo, el Twitter me tiene un poquito trastornado.
ResponderBorrarJa,ja,ja,ja. ¡Santo cielo! esto está más próximo a las paradojas de Zenón de lo que yo imaginaba, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarPero que digo Zenón: se me parece a esas personas creyentes en la reencarnación, que siempre dicen haber sido Cleopatra, Napoleón, Buda o una zarina de todas las Rusias... pero nunca el jardinero de cabeza sudorosa que recibe la palmada en la cabeza.
Mil gracias por esa saludable dosis de humor.
A propósito del jardinero y el poderoso, está la anécdota que contaba Bertrand Russell (hoy estoy con el name-dropping), quien escribió su primer libro a la edad de ocho anos, creo. Y paseando con el libro en la mano se encontró con su jardinero, a quien le contó sobre el feliz acontecimiento. Tras recibir la felicitación del hombre, Bertrand le preguntó cuantos libros había escrito. "Yo no he escrito ningún libro", fue la respuesta del trabajador. Supongo que el jardinero era la primera persona de conocimiento de Bertrand Russell que no había escrito ningún libro. Y también supongo que allí, en ese instante, le dio una palmada en la cabeza, para consolarlo.
BorrarVa uno a saber que veía en el jardinero este Russell.
BorrarTal vez la manifestación de un número desconocido y amenazante.
Por eso trató de apaciguarlo dándole una palmada en la cabeza.
Quién sabe
Jugosos trinazos le ha salido hoy, diría yo (falta saber si cumplirán los benditos 140 caracteres para encajar en el patrón Twitter, jeje).
ResponderBorrarYendo al asunto, cuánta razón en sus apreciaciones, conozco gente que mide el grado de su felicidad en función de cuántas felicitaciones reciben por Facebook el día de su cumpleaños: a más mensajes, mayor la sensación de sentirse querido o importante. Antes alimentábamos el ego mirándonos al espejo (“espejito, espejito, ¿quién es la más bella?” ); hoy nos miramos en el reflejo de las redes sociales (número de seguidores, conteos de “me gusta”, etc).
Usted lo ha dicho con exactitud, apreciado José. Tanto que, de paso, acuñó un par de palabras para el spanglish :
ResponderBorrarFacelicidad : Sensación de plenitud al verse en Facebook.
Facelicitaciones : recompensa recibida por quienes se mantienen fieles a la divinidad Facebook.
Aunque... cuidado. El asunto también puede funcionar en sentido inverso:
Facedepresión
Faceangustia.