Tal como lo conocemos, el mundo
es en sí mismo una distopía: una sumatoria de lo no deseable.
Por eso, las distopías literarias
lo son por partida doble: obras como 1984 o
Fahrenheit 451 proponen universos cuyas dimensiones
cobran siempre la forma de una pesadilla donde los hombres devienen forjadores
de infiernos.
El cuento de la criada, la novela de la canadiense Margaret Atwood,
pertenece a esa categoría.
Los Estados Unidos de América y
las instituciones que le dieron sentido se han disuelto en medio de una de esas sacudidas de la historia que no dejan, como suele decirse, "piedra sobre piedra".
En su lugar ha surgido Gilead,
una teocracia en la que cada uno de los actos humanos es controlado con monomaníaca
puntillosidad.
Corre el mes de junio de 2195. En
la universidad de Denay, Nunavit, se adelanta el Duodécimo Simposio de Estudios Gileadianos. En una de las sesiones,
el profesor James Darcy Piexioto deja
caer sobre el auditorio un dato inquietante: la autenticidad de un manuscrito
conocido bajo el título de El cuento de la criada, un brutal
testimonio sobre las condiciones de vida de las mujeres en Gilead.
En realidad no se trata de un
manuscrito. En un cajón abandonado por el ejército fueron encontrados treinta
casetes en los que, disimuladas entre
canciones de Elvis Presley, Boy George
y Twisted Sister fluyen las palabras de una mujer que da
cuenta de su confinamiento en un lugar que funciona a partes iguales como
cárcel y como centro de lavado de cerebro, o de reeducación, como les gusta
decir a los campeones de la corrección política.
De modo que estamos ante una
difícil transcripción, con todos los riesgos que eso implica.
Si se
quiere, El cuento de la criada es un
palimpsesto, en el que los lectores deben arreglárselas para discernir el
testimonio que palpita entre la música, las letras de las canciones y el relato
propiamente dicho.
Para empezar, lo narrado por la
autora puede haber sucedido en los años cincuenta del siglo veinte, durante
el inicio del reinado de Elvis Presley,
o en los sofisticados ochentas, cuando la ambigüedad sexual de Boy George y los Twisted Sister hacían de las suyas en los videos de MTV.
El relato, entonces, transcurre
en un territorio de sombras: nada hay
claro en el infierno.
La narradora misma vive en una
frontera donde la humillación es parte
de una doctrina que apunta todo el tiempo a la degradación del ser.
En Gilead, las mujeres son apenas
vientres para la reproducción. El resto es miedo, sangre, penumbras, como nos
lo hace saber la narradora en la página 359 del libro:
“Lamento que en esta historia
haya tanto dolor. Y lamento que sea en fragmentos, como alguien sorprendido
entre dos fuegos o descuartizado por fuerza. Pero no puedo hacer nada para
cambiarlo.
“También he intentado mostrar
algunas de las cosa buenas, por ejemplo las flores, porque ¿ adónde habríamos
llegado sin ellas?”
En Gilead las cosas buenas son
apenas una reminiscencia. Un eco de mundos remotos y perdidos.
La realidad es una sociedad donde
la infamia es reproducida y prolongada a través de estructura de castas cuyo único propósito
es atizar el descenso a través de las
distintas escalas de la degradación:
Ojos que vigilan, Tías que controlan, criadas que deben prestar sus vientres para garantizar la reproducción, Comandantes esclavizadores y esclavos a la vez, como ha
sucedido siempre a lo largo de la historia.
La narradora lo evoca de esta
manera:
“ O recordarías historias que habías leído en los periódicos sobre
mujeres que habían aparecido- a menudo eran mujeres, pero a veces también
hombres, o niños ,lo cual es terrible- en zanjas, o en bosques, o en neveras de
habitaciones alquiladas o abandonadas, con la ropa puesta o no, vejadas
sexualmente o no; asesinadas, en cualquier caso. Había lugares por los que no
querías caminar, precauciones que tomabas y que guardaban relación con las
cerraduras de ventanas y puertas, con el hecho de echar las cortinas y dejar
las luces encendidas. Cada uno de estos actos era una especie de plegaria; esperabas que te salvara. Y en gran medida lo
hacían. O si no eran ellos debía de ser otra cosa; podrías asegurarlo por el
hecho de que aún estabas viva.”
Estar vivo, sentir que la sangre
palpita en las sienes constituye en
todos los casos el único anhelo
de los hombres y mujeres que surcan las cuatrocientas doce páginas de esta
novela. De este descenso a los infiernos que, en últimas, alimenta el decurso
de toda distopía.
Aunque a veces, en las frecuentes
noches de desvelo, los deseos van un poco más allá:
“Aparto la sábana y me levanto con cautela; voy hasta la ventana,
descalza para no hacer ruido, igual que un niño; quiero mirar. El cielo está
claro, aunque la luz de los reflectores no permite verlo bien; pero en él flota
la luna, una luna anhelante, el fragmento de una antigua roca, una diosa, un
destello. La luna es una piedra y el cielo está lleno de armas mortales, pero
qué hermoso es de todas formas, por Dios.
“Me muero por tener a Luke a mi lado. Deseo que alguien me abrace y
pronuncie mi nombre. Quiero que me valoren como nadie lo hace, quiero ser algo
más que valiosa. Repito mi antiguo nombre, me recuero a mí misma lo que hacía antes, y cómo me veían los
demás.
“Quiero robar algo.”
Recuperar el antiguo nombre. La
identidad como mujer y como perteneciente a la dimensión de lo humano: he ahí
el sentido de El cuento de la criada.
Una parábola sobre el tránsito de hombres y mujeres por los círculos del
infierno en busca de la redención.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Autora totalmente desconocida por mí, por demás suena interesante ya que el asunto de las distopías están entre mis intereses favoritos, porque proponen sociedades o mundos alternativos a veces totalmente estrafalarios. Aunque a menudo el mundo real, como usted anota, es más absurdo o distópico que la ficción. Uno repasa,por ejemplo, los capítulos de la Naranja Mecánica, y da la impresión de que el autor se ha quedado corto u obsoleto con respecto a lo que ocurre actualmente.
ResponderBorrarApreciado José : en realidad, los forjadores de obras distópicas no imaginan ni adivinan: ven, en el más profundo sentido de esa expresión.
ResponderBorrarDe ahí la aprensión que producen en nosotros : nos obligan a habitar en mundos por venir.