viernes, 10 de octubre de 2025

Luis Tejada, el peatón suspendido

 




Nunca un perezoso escribió con tal disciplina como Luis Tejada Cano. Nunca un perezoso, amante de los arrullos de la abrigadora cama, engendró tal río de palabras en tan corta vida: antes de los 27 años de edad publicó 654 notas en varios medios, más algunas otras perdidas para siempre. Nunca un perezoso se atrevió a tanto, a eso de tener la cama como lugar de creación literaria, mucho menos si se desciende de laboriosas cepas católicas antioqueñas que tienen el trabajo como sino. Nunca un perezoso. Nunca.

                                Abelardo Gómez Molina


A lo anterior habría que añadir que nunca nadie había definido la vida y obra del cronista- filósofo- ensayista Luis Tejada como el editor y periodista  Abelardo Gómez Molina en su texto de presentación del libro Luis Tejada 100 Años, breve eternidad de un cronista, publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira  en la conmemoración del centenario de la muerte del escritor colombiano, ocurrida el 17 de septiembre 1924, en plena Hegemonía Conservadora, dato  éste último que  ofrece una clave para entender el espíritu iconoclasta, libertario e incluso comunista de  Tejada.

En su  breve ensayo titulado Un chestertoniano anclado en los Andes Gómez Molina desvela la que considera evidente influencia del escritor británico Gilbert K. Chesterton en la obra literaria de Luis Tejada. La fina ironía, la capacidad de síntesis y lo elegante del estilo son para Abelardo la muestra viva de la atención que el cronista les prestó a Chesterton y a otros escritores universales en una época en la que comunicarse con el mundo demandaba una gran dosis de tenacidad… así permanecer acostado fumando pipa fuera una de las consignas de Tejada, como bien lo expresa en el texto de tributo a los zapatos   donde se autodefine como El peatón suspendido. Igual podría haber sido El caminante acostado: el sentido es el mismo. Para Tejada la quietud siempre fue una forma del viaje, porque este último acontece en realidad en la imaginación.




El ensayo de Abelardo Gómez hace parte de un panóptico en el que ocho voces comparten con los lectores su aproximación a la obra de quien sigue siendo considerado, con sobradas razones, el más importante cronista colombiano hasta nuestros días.  Cien años después de su muerte, sus textos, tan difíciles de encasillar, nos resultan contemporáneos, lo que comporta el doble mérito de trascender el lenguaje ampuloso propio de la república conservadora y de eludir las jergas academicistas a las que seguimos siendo tan proclives en el propósito de ser oscuros para parecer profundos.

Los autores de los ensayos que preceden la selección de crónicas y viñetas de Tejada son Mauricio Ramírez Gómez como prologuista (Luis Tejada en Pereira), Mariluz Vallejo (Nuevas lecturas sobre el cronista Luis Tejada), Gilberto Loaiza Cano (Luis Tejada, escritor de paradojas), el ya citado Abelardo Gómez Molina (Un chestertoriano anclado en los Andes), Edison Marulanda Peña (Luis Tejada, un educador sentimental), Franklin Molano Gaona (Un ocioso y juguetón Luis Tejada. Oda a “El humo”), Gleíber Sepúlveda (Tejada y el espíritu de las cosas) y Rigoberto Gil Montoya ( Suenan timbres en el vecindario de Tejada y Vidales).

Claro, preciso, conciso y bello. La sucesión de adjetivos es necesaria en este caso, porque define el estilo de Luis Tejada. Su reino es el de la luz, sin concesiones al alarde  retórico o a la tentación oscurantista.  Esas características son las que nos señalan los autores de los ensayos de presentación, ya se ocupen de datos esenciales en la biografía del autor ( el  árbol genealógico Tejada Cano que lo marcó  en su formación literaria y política, su fascinación por el alma de las cosas, su devoción por la poesía que se refleja en cada uno de sus textos, los encuentros claves de su vida, su decisiva residencia en Pereira, su  historia de amor y su matrimonio con Julieta Gaviria) o de su papel en  la literatura colombiana de comienzos del siglo XX y su influencia en el resto del siglo.




Para empezar, en la obra de Luis Tejada la frontera entre periodismo y literatura se difumina, lo que la hermana con un contemporáneo suyo como Roberto Arlt (1900-1942) que dio cuenta de la Buenos Aires cosmopolita en sus Aguafuertes Porteñas que, como las Gotas de Tinta de Tejada, fueron publicadas en principio en los periódicos.  Igual de asombrosa resulta su proximidad con las Crónicas Berlinesas de Joseph Roth (1894-1939). La voluntad de síntesis, la ironía y la siempre dispuesta ternura hacia los personajes y su trasunto vital crean una proximidad con el lector que lo hacen sentir en familia. De ahí que los textos de Tejada, como los de Arlt y Roth sigan siendo jóvenes.

El libro de 242 páginas publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira ofrece un valor adicional: presenta un compendio de voces contemporáneas de Luis Tejada que ayudan a ubicar su obra en su contexto de tiempo y lugar en lo que concierne a la historia, la política y la cultura.

Jorge   Zalamea Borda, José Antonio Osorio Lizarazo, Sixto Mejía, Germán Arciniegas, Antolín Díaz, Eme Zeta (Emilio Correa Uribe), Alberto Machado L., Luis Vidales, Adel López Gómez, Eduardo Caballero Calderón, Hernando Téllez, Néstor Gaviria  Jaramillo, José Mar y Lino Gil Jaramillo son los nombres de quienes con su pluma rindieron tributo a Tejada, tanto a su obra como al don de su amistad y a la manera como influyó en sus vidas.

En ese sentido, vale la pena destacar lo escrito por Emilio Correa Uribe en su titulada Carta sin sobre, firmada con el seudónimo de Eme Zeta y dirigida a Julieta Gaviria, la viuda de Tejada:

A doña Julieta Vda. De Tejada: 

Distinguidísima amiga Julieta: El generoso obsequio que usted me hizo en la tarde de ayer, precisamente en la víspera de cumplirse el aniversario de la muerte del inolvidable Luis Tejada, me llena de entusiasmo y de orgullo, porque usted —tan buena y noble amiga de todos los tiempos— me hace depositario de su álbum de crónicas, de su pipa, compañera inseparable del malogrado camarada y de las pocas producciones que Luis dejó inéditas y que, poco a poco, iremos entregando a los lectores de El Diario. Claro está, señora y amiga, que yo me siento bien satisfecho con el encargo gentil que usted me hace, pero créamelo también que me considero merecedor de este tributo de amistad porque el recuerdo cariñoso del hermano Luis florece perennemente en mi vida y no ha de apagarse, se lo aseguro a usted, sino cuando la misma vida se cierre sobre la desolación de lo Inevitable y de la Inevitable.




De esa dimensión fue la impronta dejada por Luis Tejada en la vida de sus amigos. Es la misma que deja en el lector la aproximación a los textos que aparecen en este libro  publicado por la Universidad Tecnológica de Pereira y que llevan títulos como Las transformaciones de la madera, San Antonio y yo, La Vieja, Las muchachas bonitas y el suicidio, Interpretación sentimental del libro, Las campanas, Reflexiones de un cronista recién casado o Julio Flórez.

De esta última bien vale la pena reproducir un fragmento:

En un reciente artículo sobre Julio Flórez dice Eduardo Castillo que si se hiciera un plebiscito sobre cuál es nuestro primer poeta, saldría vencedor Guillermo Valencia.  Un plebiscito ¿entre quiénes?, ¿entre los intelectuales? Indudable mente, los intelectuales son apenas una minoría restringida Y probablemente  extraviada, o al menos, polarizada hacia cierto sentido convencional de la Belleza, excesivamente literaria para ser verdadero. Más allá de los intelectuales, hay una muchedumbre inmensa y sencilla, cuya capacidad de emoción no ha sido pervertida por los efímeros convencionalismos literarios; y para esa muchedumbre que, después de todo, puede estar en lo cierto, el poeta ideal no es, seguramente, el pulido parnasiano, el aristocrático fabricador de frases oscuras y perfectas; para ella, el poeta ideal es el cantor simple y terrible que sabe interpretar en palabras sinceras los sentimientos más humanos, y por lo mismo, más universales eternos.  Julio Flórez fue ese cantor ideal, fue el poeta en la acepción más pura y esencial de la palabra; el hombre que improvisa, el divino juglar trashumante que entona y rima sus quejas sacando los temas de su propio corazón, igual al corazón de todos. Sus versos no deben ser escritos ni leídos; sus versos sólo deben cantarse, subrayándolos con la música de la lira, o de la guitarra si queréis, esa lira popular. Sí, sus versos deben cantarse, como en la poesía primitiva, la única y verdadera poesía. 

 La poesía como un bien colectivo: Es toda una poética, una declaración de principios donde Tejada resume su concepción de la escritura y de la vida misma. Quien visite o revisite sus crónicas respirará todo el tiempo ese aliento que marcó para siempre el devenir literario de un país que- por uno u otro camino-ya nunca más pudo vivir a ajeno a su legado ético y estético.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Ngmc2rotJ0c&list=RDNgmc2rotJ0c&start_radio=1








lunes, 6 de octubre de 2025

Mariposa de hierro

 




El oxímoron es perfecto: la liviandad y la gracia de la mariposa complementan la pesadez y agresividad del hierro. Conscientes o no de ello, cuando esos muchachos californianos escogieron el nombre de Iron Butterfly para su banda estaban definiendo el espíritu de los años sesenta, que comenzó a gestarse una vez finalizada la Primera Guerra Mundial. Las heridas de la contienda empezaban a ser sanadas por el aliento hip, un vocablo proveniente de la terminología del jazz, que significa algo así como sabio o iniciado y es el origen de la palabra hippy.

La saga nos dice que en 1966, en pleno verano de las flores de la mítica California, la banda fue creada por un grupo de muchachos llamados Doug Ingle (Voz y órgano), Jack Pinney (batería), Greg Willis (bajo) y Danny Weis (guitarra). Más tarde, Willis fue sustituido por Jerry Penrod. Luego Penrod se marchó y fue reemplazado por Bruce Morse, a su vez  relevado por Ron Bushy. Al grupo se sumó también el vocalista y  panderetero Darryl Del Loach.

De esa convergencia de talentos surgió uno de los grandes himnos de la década, al lado de My Generation de The Who, Satisfaction,  de The Rolling Stones,  Blowing in the Wind, de Bob Dylan, All you need is love, de The Beatles. Se trata, claro de In a gadda-da- vida, resultado de una mala pronunciación del título original, que es El  Jardín del Edén.




La letra no puede ser más simple y predecible:

In a gadda-da -vida, honey

Don´t you know that   I love you?

In a gadda- da vida, baby, Don´t you know that I´ll always be true?

De modo que no fue la letra sino el sonido lo que supuso un viaje a la esencia de la utopía. El juego con los teclados recrea a la perfección las sensaciones de un viaje  con ácido lisérgico, el tiquete a los subterráneos de la conciencia sintetizado en principio por el químico suizo Albert Hofmann, cuyo profeta fue el profesor Timothy Leary. ¿De qué pretendían escapar esos muchachos para preferir  la locura a la tierra prometida por el capitalismo a través del ascenso social y el consiguiente consumo sin límites? En primer lugar, de los horrores de la bomba atómica, de las mentiras de los políticos, de la hipocresía de los mayores y de nuevas formas del crimen que se enseñoreaban contra los líderes por los derechos civiles y contra pueblos remotos que  servían de cobayas para nuevas armas letales.




En medio del delirio se llegó a decir que In a gadda- da  vida era una frase proveniente del sánscrito y eso la rodeó de un nuevo prestigio. Después de todo, muchos  artistas hicieron de oriente su lugar de peregrinación y empezaron a tener sus gurús de cabecera: frente al grosero materialismo de occidente, el desapego de prácticas  como el budismo representaba una sugestiva opción. Nadie podía adivinar entonces que muchos de esos líderes espirituales serían seducidos por el dólar y se instalarían en lujosas mansiones de San Diego y Los Ángeles.  Así ha sido siempre: tampoco nadie podía predecir lo que sucedería con las aspiraciones de Napoleón o las promesas de la Revolución  Rusa. Para los lectores de Herman Hesse, H.D. Thoureau y de los poetas beat la tierra de promisión estaba a la vuelta de la esquina: bastaba con subirse al Magic Bus de Ken Kesey con sus provisiones inagotables de LSD,  poner a los  Iron Butterfly en la casetera y  esperar el advenimiento.

 Como bien lo muestra Thomas Pynchon en su formidable novela titulada Vineland, los jipis se hicieron viejos, igual que todos. Las drogas sicodélicas no eran la sustancia de la inmortalidad. Las flores se marchitaron. Algunos lograron  reintegrarse a tiempo al sistema con parte del cerebro achicharrado, pero se las arreglaron para sobrevivir y hasta convertirse en prósperos ejecutivos. Como corolario se volvieron moralistas y se dieron a impartir consejos para triunfar en la vida. Otros- fueron legión- se desollaron los nudillos Tocando a las puertas del cielo, como en la canción de Dylan. Fatal decisión: no había nadie para abrirles.




 Algunas teorías conspirativas todavía aseguran que la CIA atiborró de ácidos a los jóvenes para impedir que una generación entera echara por tierra el sistema. Visto así, el LSD era parte de un plan, pero nadie ha podido probarlo. Mientras las discusiones a favor o en contra se renuevan, In- a gadda-da vida, con la simplicidad de su letra, ligera como el aleteo de una mariposa y la densidad de su sonido, pesado y  agreste como el  hierro, sigue sonando y diciéndoles cosas distintas a nuevas generaciones, porque el rock tiene esa particularidad: desde que emitiera su primer grito  a través de la radio hace ya setenta años, cada vez que alguien anuncia su muerte reaparece con nuevos bríos porque lo suyo, como todas las buenas músicas que en el mundo  han sido, es convertirse en banda sonora de quienes llegan a este extraño y fascinante lugar llamado Planeta Tierra que, hasta ahora, con todas  sus convulsiones, es lo mejor que nos  ha sido dado.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de  esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=Tfpn3wHoNGA


 

 

jueves, 2 de octubre de 2025

El crack en Consotá

 







El relato ya es leyenda: la historia de amor entre un joven futbolista que después sería enorme y un ave tan útil como menospreciada: el inapreciable gallinazo comedor de despojos.

Dice Carlos Mario- para entonces trabajador de mantenimiento en el Parque Consotá- que fue amor a primera vista-. Messi, que todavía no era Messi, es decir, encantador de multitudes, se quedó mirando al pajarraco y le tendió un bien trinchado pedazo de carne a la parrilla a término medio. Todo un lujo para un ave habituada a la carroña. Fue así como se hicieron amigos. Corría el año 2005 y en Colombia se jugaba el campeonato Sudamericano Sub-20 entre el 13 de enero y el 6 de febrero.

El drama vino después. A la hora de partir, el futbolista quería llevarse a su amigo para Barcelona, donde el chico de diecinueve años tejería su leyenda dorada con la pelota. La respuesta fue descorazonadora. Las leyes colombianas prohibían el tráfico de fauna y, como si fuera poco, los gallinazos tienen un hábitat muy distinto al del Mediterráneo surcado por pájaros dotados de más prestigio poético. “Las oscuras golondrinas” de Bécquer, por ejemplo.

No sabemos cuánto tardó Messi en curarse el desamor, pero eso siempre se cura. Lo que sí sabemos es que la historia de Comfamiliar en sus sesenta y ochos de servicios está hecha de esa materia: de amores a primera vista.

Pasen por el teatro de la carrera quinta y  les contarán cuántos romances surgieron allí, al hilo de una película de Roman Polanski (Tess, por ejemplo) de la saga de El Padrino de Coppola o de la muy erótica Nueve Semanas y Media , con Kim Bassinger y Mickey Rourke  desquiciados  por el deseo.

Debe ser muy difícil ser flechado por Cupido en la sala de espera del médico o del odontólogo: la asepsia y tensión propias de esos lugares son enemigas de cualquier escarceo amoroso. Pero habrá excepciones, no lo duden. Bien sabemos que de ellas se nutren las reglas.  Algún secreto contarán los consultorios de Comfamiliar Risaralda.




Donde sí abundan las historias de amor – a primera vista o de acción retardada- es en las aulas de clase y en las bibliotecas. En el Instituto, en la Universidad y hasta en el preescolar, la gente suele ser sacudida por esos sobresaltos del corazón tan antiguos como la humanidad. Amor de estudiante es el título de una canción de hace más de cincuenta años, que le hace justicia a esas formas de locura.

A veces, el aliento amoroso de Comfamiliar tiene alcance internacional. Al despuntar el siglo XXI una sugestiva muchacha llamada Mercedes, colaboradora del área de Turismo en la Caja de Compensación, viajó a Miami como coordinadora de una excursión de personas de la llamada tercera edad. En una de esas playas sacralizadas por la televisión entabló conversa con un cuarentón que, en un español primitivo, dijo ser oriundo de El Paso, en Texas ¿El resultado?: dos mellizos de apellido Rogers Atehortúa, una  auténtica combinación gringo- quimbaya nacida en la mismísima frontera con México.

Eso para no hablar de un viaje a la memoria en 14 Estaciones. Día a día, semana a semana, mes tras mes, año tras año, los colaboradores de Comfamiliar en los catorce municipios de Risaralda dibujaron sus propios mapas: los de las voces y rostros de los niños, jóvenes y viejos que le dan sabor, color y ritmo a la vida de esos pueblos fundados por aventureros llegados de las montañas de Antioquia, de las selvas del Chocó o de las planicies plantadas de caña de azúcar en el Valle del Cauca. Su desarraigo, sus nostalgias fueron contadas y cantadas por un hombre de voz aguardientosa que, acaso sin saberlo, estaba componiendo la banda sonora de los muy mestizos habitantes de esta región. Hablamos, claro, de don Luis Ramírez para servir a usted, bautizado por el poeta Luis Carlos González Mejía con el nombre artístico de El Caballero Gaucho.




Maurier Valencia Hernández, Director Administrativo de Comfamiliar Risaralda durante muchos, muchiiiiiisimos años, tiene su vena bohemia. Su padre fue músico y de él heredó un sentido del ritmo, una intuición de los secretos a voces que nos transmiten las músicas de todos los lugares y de todos los tiempos. Por eso cuando en el Parque Consotá, así con tilde en la a, crearon una réplica de la vieja Pereira de serenateros bebedores de aguardiente y enamoradores de muchachas cantada por Luis Carlos González, supo de buena fuente que el espíritu del viejo pueblo de comerciantes paisas, vallunos y turcos plantaría sus tiendas allí.

“Es como si las almas de la caja y la ciudad fueran una sola”, exclamó Ovidio Montoya, viejo sastre de Corocito, Berlín y poblaciones aledañas, cuando se detuvo a contemplar ese lago, esa iglesia Claret y esa  cantina que parecían   hermanas menores de las ubicadas en el centro de la ciudad, en las calles veinticuatro y veinticinco, entre carreras séptima y octava.

Como tantos habitantes y visitantes de Risaralda a lo largo de varias generaciones, Ovidio estaba resumiendo en esa frase un nuevo capítulo de esta relación nacida en octubre de 1957, que no cesa de renovarse a medida que cambian los rostros de quienes hacen su historia.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=U_XakGmGlUA&list=RDU_XakGmGlUA&start_radio=1