Durante décadas nos vendieron la
idea de Pereira en particular y del eje cafetero en general como
una región de gusto musical unidimensional: según esa mirada, el único género capaz
de decir algo acerca de nuestra condición de inmigrantes desarraigados era el
despecho, ese cancionero consagrado a
recrear las historias de trenes a punto de partir, recolectores de café soñando
con muñecas de tapa de revista, parejas
dedicadas a intercambiar dosis iguales de odio y amor, hijos incapaces de
asimilar la pérdida de la madre o machos cornudos suplicando una migaja de piedad. En otras palabras,
nuestra cosmovisión fue amasada con la más pura materia del melodrama.
Para fortuna de todos, la vida
acaba por desbordar esquemas y moldes, revelando de paso su inabarcable y a
veces perturbadora diversidad. Dentro de sus manifestaciones la música ocupa un
lugar central. No por casualidad, el periodista, escritor y hombre de radio
Edison Marulanda bautizó a su programa de canciones, entrevistas y perfiles con
el nombre de Cantando Historias: cada canción habla tanto del pasado personal
como de los anhelos y temores de un
grupo social.
De contar y cantar historias se han encargado en los últimos años varios
eventos musicales que, sin proponérselo,
dan cuenta de lo más valioso de nuestro patrimonio cultural: el mestizaje. Se
trata del Festival Sinfónico, el
encuentro Convivencia Rock, el Concurso Nacional del Bambuco y la Fiesta de la
Música. Si uno se despoja de prejuicios
puede sumergirse a fondo en la amalgama
de ritmos y relatos surgidos de un
encuentro entre culturas fértil y doloroso, como todos los encuentros
entre seres vivos. De los acordes de
Mozart y Brahms a los tambores del
Chocó profundo, pasando por los aires melancólicos de la región Andina o las
gaitas festivas y relatos orales del
litoral caribe hasta llegar a nuestra manera de interpretar el rock y el jazz,
los cuatro eventos operan a modo de espejos enfrentados capaces de revelarnos
nuestras múltiples identidades.
Porque las músicas, como todas
las expresiones estéticas y culturales nos sirven ante todo para reconocernos como partícipes de una aventura
común. Cuando uno escucha al maestro Antonio Arnedo recrear la alegre melancolía
de una canción como Mi Buenaventura,
del viejo Petronio Álvarez, entiende por fin el tamaño de los lazos que lo hermanan
con los cantos religiosos interpretados por los negros del sur de Estados
Unidos, las cadencias marineras del son
cubano, el galope erótico y libertario del Candombe, la añoranza
sin remedio de los latinos en Nueva York o Europa contada a través de
la Salsa y la invitación abierta a hacer suya la
memoria colectiva expresada en los
versos de los juglares vallenatos.
Descubrir que no somos
unidimensionales no es poca cosa en un mundo donde la demagogia de los
nacionalismos y los regionalismos pretende imponer la idea de la
identidad como algo inmóvil, fosilizado en el tiempo y el espacio.
La verdad es otra: como los individuos,
las sociedades se transmutan. No por
casualidad la gastronomía y la música son metáforas recurrentes para expresar ese
estado de cosas ¿Qué es, por ejemplo, el ajiaco, ese plato del altiplano
cundiboyacense sino el producto del feliz encuentro entre distintas maneras de
cultivar la tierra y de gozar sus
frutos? Con el paso del tiempo, en esa
receta coinciden ingredientes tomados de la tradición indígena, española y
anglosajona. Prueben y verán. Igual
cosa sucede con nuestra
forma de
hacer rock: gaitas, tiples, guitarras eléctricas, tambores, flautas de
millo y charangos conviven en público concubinato como una manera de
reconocernos hijos de la diversidad, es decir, resultado del cruce de muchas
sangres y múltiples maneras de ver el mundo.
Así las cosas, el despecho
no constituye la
única vía para expresar una antología de dichas y
olvidos. Como tampoco lo es el bambuco o algún otro género en particular. Eso
lo sabe muy bien quien haya disfrutado a fondo los eventos
mencionados al comienzo. No somos el resultado del designio de algún poder
político, económico o cultural. Todo lo
contrario: la aventura vital dadora de encuentros y desencuentros es la única
responsable de esa particular manera de afirmarnos a través de los ritmos y
letras, olores y sabores, memoria y creencias implícitos en el mestizaje
PDT : Les comparto enlace a la canción de Antonio Arnedo
Ah, qué exquisita entrada, como diría un comensal satisfecho: esa amalgama entre música y comida es un deleite insuperable para el espíritu. Se me hizo agua la boca con su ajiaco, supongo que es un plato que contiene algo de picante, ¿no?. Aquí somos campeones del ají: picante de lengua, de gallina, ají de habas, ají de “alverjas”, como se dice popularmente, pique macho, la infaltable salsa conocida como llajua y un sinfín de platos que caracterizan a cada región. Pródiga en comidas y demás deleites para el paladar es nuestra América mestiza, a pesar de los nuevos descolonizadores y demás puristas. Me sorprende que en Colombia utilicen también el charango, en Bolivia es infaltable en cualquier canción folclórica como el acordeón en sus vallenatos. A ver si algún día escribe sobre este último género, y de paso sugiere algunos nombres para empezar a zambullirme de pleno. Es que esa rara cadencia entre la alegría y la tristeza que inundan sus canciones me tiene desconcertado.
ResponderBorrarTienes toda la razón al relacionar la música y la cocina como canales de expresión popular, Gustavo. Van del brazo, se sientan a la misma mesa, bailan y cantan juntos. Una vez tuve el placer de coincidir en una redacción periodística con el escritor mexicano Fernando del Paso, que entre sus numerosas virtudes contaba la de cocinar para chuparse los dedos. Nos explicó que los pueblos con historia muestran su genio creativo en la forma, variedad y número de sus platos típicos. "Cuáles son las grandes cocinas del mundo?" preguntaba retóricamente. Y se contestaba: "La china, la francesa, la italiana... y la mexicana", terminaba diciendo, antes de servirnos un manjar delicioso, "que no tiene nada que ver con lo que ustedes creen que es cocina mexicana..." decia, como introducción a una lección sobre la diferencia entre la verdadera cocina mexicana y la tex-mex, que para él era cosa de gringos.
ResponderBorrarA su modo, los buenos cocineros son directores de orquesta apreciado José: eso de combinar ingredientes disímiles y convertirlos en un todo delicioso no es asunto de poca monta.
ResponderBorrarEn algunas regiones de Colombia también somos proclives al picante. En mi caso, lo consumo en cuanta sopa me sirven. En el otro plano, casi todas nuestras músicas tienen mucho de eso, de picante, empezando por esa curiosa manera alegre de estar tristes que es el vallenato.
Mi querido don Lalo : nunca me ha parecido casual que una música portentosa cocinada por los inmigrantes latinos en Nueva York lleve el nombre de Salsa. Como si fuera poco ! Azúuuucar! es el grito de guerra de los sumos sacerdotes del género.
ResponderBorrarSiempre he visto en las personas que cocinan para sus seres queridos algo de magos,de alquimistas capaces de convertir un montón de ingredientes sin relación entre sí en un auténtico regalo para el cuerpo y el espíritu. De ahí el énfasis que quienes están lejos de casa ponen en la preparación de los alimentos propios de su tierra : miles de kilómetros de distancia les dan mejor sabor.
Genial Gustavo. Ser mestizos es ser herederos de muchas tradiciones, y esa palabra nos da la oportunidad de mezclar, conjugar, combinar, interpretar y reinterpretar. Me quedaré con esto "..la aventura vital dadora de encuentros y desencuentros es la única responsable de esa particular manera de afirmarnos a través de los ritmos y letras, olores y sabores, memoria y creencias implícitos en el mestizaje" Y le dejaré un video que encontré por azar y que espero lo vea, donde la cultura urbana en los barrios populares de Nezahualcóyotl es baile, rock & roll y sonideros: http://www.chilango.com/musica/nota/2013/11/05/bailando-rock-urbano
ResponderBorrarQué verraquera, apreciado Eskimal. Muchas gracias por el enlace a esta muestra de ese delicioso sancocho que somos a este lado del mundo. La prueba está en que un sitio se llame hoy, en tiempos de disolución, Nezahualcóyotl.
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