Todos conocen las anécdotas. En
la historia de Lewis Carroll Alicia
encuentra al otro lado del espejo su
propio mundo vuelto de revés. En ese
universo, el rey Carmesí y el Sombrerero
Loco son trasuntos de nosotros mismos, solo
que caminando cabeza abajo, como creían en la antigüedad que andaban los
habitantes de las antípodas. Por su lado, en la mitología griega la reina Pasifae se apasiona por un
toro y acaba engendrando al Minotauro, una criatura mitad hombre y mitad bestia confinada en el laberinto de Creta. A ese
lugar llega Teseo, liberado finalmente con la ayuda del Hilo de Ariadna.
No sé si esa era la intención.
Probablemente no. Pero las dos imágenes
resumen con precisión el sentido último
de la literatura y la filosofía, esos territorios contiguos que, como los
grandes amores, se atraen y repelen de acuerdo a las urgencias del momento. De
allí en adelante, las figuras del laberinto y el espejo regresan cuando los humanos necesitamos saber acerca de nosotros mismos algo más de lo
insinuado en nuestras precarias biografías. Para las grandes escuelas filosóficas, la tarea suprema de la existencia es el conocimiento de uno mismo. Solo de esa
manera es posible eludir la
alienación y encontrar el lugar de cada quien en el mundo. “Hallar en sí mismo al poeta, y de ese modo
llegar a ser quien realmente se es”, era
el consejo de Píndaro. Para ver el
propio rostro se precisa, cómo no, de un espejo. Pero pocos quieren verlo: por
eso, en el cuento infantil, cuando la
madrastra de Blancanieves le pregunta al espejo quién es la más bonita se
enfurece al no obtener la respuesta esperada. Siempre resultará doloroso
enfrentar nuestras verdades últimas.
La literatura es entonces la hondura donde podemos mirarnos. “Un poema
es un juego con espejos que se desplazan”,
traduce bellamente Jorge Luis Borges los
versos de William Butler Yeats. Solo el
relato de nuestra historia individual o
colectiva nos da una pista del pasado, del presente y de lo que podemos o
anhelamos llegar a ser. Siguiendo esa bifurcación, la metáfora de Hamlet,
calavera en mano, remite ineludiblemente
a los versos de don Antonio Machado
cuando evoca la imagen de un hombre consagrado
a contemplar “El vacío del mundo en la oquedad de su cabeza”.
Mientras la literatura es espejo
de azogue, de agua o de palabras, la filosofía opta por la figura del laberinto. Aquí la vida no solo es relato: es ante todo un viaje
iniciático desde el oscuro corazón del individuo hacia las incertidumbres del
afuera. Ese es el sentido último de la metáfora de la caverna de Platón. Para conocer el mundo tal
como es debemos abandonar la comodidad de la caverna. Si
ustedes se fijan con atención, ese viaje siempre debe hacerse en soledad, con todos los riesgos implícitos
en una aventura de esa índole. No hay guía ni gurú. Por eso resulta
tan sugestiva la idea de la secta, el partido o la congregación: nos
exime del riesgo de la búsqueda personal a través del laberinto. El precio,
desde luego, es la renuncia a la libertad. Allí reside, entre otras cosas, la
clave del éxito de los caudillos y los
mesías: la masa enajena su autodeterminación a cambio de la garantía de
seguridad. Hasta hace unas décadas ese
ejercicio de alienación de la voluntad se hacía en la plaza pública. Hoy ni
siquiera se necesita: para eso existen la publicidad y los medios de
comunicación.
A la figura del espejo y el
laberinto, el poeta William Blake añadió otra no menos inquietante: la puerta.
En ella se conjugan los dos primeros.
Nos permite asomarnos a lo otro, pero conlleva también el riesgo de perderse
una vez franqueada. No especulaba el músico Jim Morrison cuando eligió ese
nombre para su banda: The Doors. Al fin
y al cabo la obra completa de Blake, como la de todo gran artista, es una
invitación constante a adentrarnos en
ese juego perpetuo de espejos y laberintos que es toda vida digna de ese
nombre. La recompensa será ese
conocimiento de sí y del mundo que
empujó a Odiseo y a tantos otros a
abandonar Ítaca para descubrir al final que su aventura era en realidad una historia urdida
por Penélope para tratar de entender
el sentido de su propia espera.
No sé donde (tal vez en alguna entrada anterior de tu blog) leí hace unos días que la puerta, como apuntaba Blake, es uno de los símbolos clásicos de ambigüedad y destino, porque se abre o se cierra, nos libera o nos encierra, deja entrar la luz o nos ciega a ella. Muy bello post, Gustavo, con múltiples alusiones para saborear. Está Borges, cómo no, un experto en laberintos y espejos, autor de esa frase perfecta del heresiarca de Uqbar, "Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres", que nos da la idea (entre otras) de que el amor también es un laberinto. Muchas gracias, he disfrutado leyéndote.
ResponderBorrarNo sabe cuánto le agradezco este perpetuo diálogo, mi querido don Lalo. El placer de conversar, así sea por medios virtuales, es una de las cosas que nos ayudan a mirarnos en ese espejo que son los otros, y por ese camino a salir del laberinto... o al menos a intentarlo.
ResponderBorrarMil perdones por comentar algo tarde, afortunadamente el texto suyo es de interés universal y válido para cualquier momento y, por lo tanto, ajeno al desgaste del tiempo como la buena literatura. “Desconfío de mi imagen ante el espejo, por la misma razón de que éste ha sido fabricado por otro hombre”, decía -cito de memoria- el personaje de alguna obra que recuerdo haber leído, incapaz de reconocerse y aceptarse a sí mismo, como si la figura allí representada no reflejara toda la potencialidad de su ser, achacándole los defectos a la imperfección del propio artefacto. Ah, el sentido de la existencia, la principal preocupación de los mortales, frágiles y erráticos como somos. Y pensar que en estos últimos tiempos, a pesar de que vivimos la era de la información -y he ahí la paradoja-, las sectas y demás grupos brotan como setas, dispuestos a medrar con los miedos y temores de los individuos, incapaces de asumir el desafío de valerse por sí mismos, como en una especie de infantilismo perpetuo, tierra de abono donde hacen de las suyas caudillos como el astuto cocalero que reina en mi país. Ay, cómo me reconozco en algunos de sus párrafos: Bolivia es la perfecta y dolorosa metáfora.
ResponderBorrarMás que oportuna su cita, apreciado José : siempre será más tranquilizador contemplarse el ombligo que asomarse a un espejo capaz de revelar cosas terribles sobre nuestra condición. En este caso , el concepto vale tanto para los individuos como para las sociedades y los países.
ResponderBorrarMuy interesante el artículo, lo disfrute mucho, además es grato encontrarse con el dialogo generado a partir de los comentarios.
ResponderBorrarMuchas gracias. Esa es la idea: recuperar el diálogo y la conversación como condiciones esenciales de lo humano.
ResponderBorrarGustavo, apartándome un poco de la idea del artículo, y tomando estos tres objetos: el espejo, el laberinto y la puerta, creo que podría agregar un incitador, la locura: abre la puerta, se refleja en el espejo o recorre el laberinto. Pero habría que preguntar quién es el loco: la persona que ve en estos objetos un fin solo pragmático o quien le insinúa un asombro, alguna magia.
ResponderBorrarAbrazos.
Creo que en la locura convergen todos los demás, apreciado Eskimal : el extravío del laberinto, el ensimismamiento del espejo y la opción de la puerta como alternativa de encierro o de fuga.
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