Obra de Francisco Amat
Hace medio siglo, el pintor norteamericano Andy
Warhol- él mismo una celebridad mediática-
condensó en una frase la clave
que resumía las precarias posibilidades de redención para los habitantes de las
sociedades masificadas. “A partir de ahora, todo el mundo tendrá derecho a
sus quince minutos de fama”, sentenció,
más en serio que en broma, el autor de
la célebre reproducción seriada de la
lata de sopa Campbell´s.
Lo que talvez
Warhol no sospechaba era que su tan citada frase representaba un sutil pero
definitivo cambio en el sentido del “ser o no ser” del príncipe Hamlet de Dinamarca y una todavía más radical transformación de aquel “consérvate bueno” consignada en las
recomendaciones del filósofo Séneca a su corresponsal en las cartas
morales a Lucilio. Como ya no se trata de ser y mucho menos de conservarse bueno, todo está
permitido en la lucha por alcanzar la
fantasmagoría que habita en la sima más honda
donde alientan las obsesiones
humanas: desde hacer el ridículo frente a las cámaras de televisión hasta
convertirse en un asesino serial. Poco
importan los métodos si la recompensa es la frágil ración de eternidad resumida en una foto en la portada de una revista o la
presencia en uno de esos realities donde las miserias humanas se convierten en espectáculos
patrocinados por aerolíneas o por marcas de desodorantes. Hasta ahí las
cosas funcionan más o menos a tono con lo que los expertos llaman las dinámicas
del mercado: si hay quien paga por decir idioteces o por exhibir
las taras frente a una cámara o un micrófono, pues habrá quien lo haga. Pero
cuando el asunto invade los terrenos de la creación artística o de la
producción intelectual las cosas adquieren un tinte peligroso, pues ya no
es la obra si no el autor lo que cobra importancia ante los consumidores, y es
entonces cuando el pintor, el escritor o el pensador se asumen como parte del espectáculo, sin
que importe mucho la suerte que pueda
correr la propuesta estética; algo lamentable
cuando uno piensa que durante siglos el
propósito de los creadores era producir una obra perdurable. Si después
de eso llegaban la celebridad, el
dinero o
la gloria, bienvenidos eran pero lo importante eran la novela, el
cuadro o la partitura a la que habían
consagrado su destino.
Conscientes del
cambio de rumbo, los dueños de los mercados se han dedicado en los últimos años
a diseñar toda
clase de escenarios donde, al modo
de las estrellas de la farándula, los
artistas se dedican durante una semana entera a confrontar sus egos, sin que al final sobre mucho espacio para el conocimiento de las obras. Festivales de música, cine o literatura,
participan de la misma condición, como si de un momento a otro los autores
hubiesen adquirido conciencia de que hasta la misma eternidad es demasiado
poca para tanta gente, y a la hora de la
repartición alguien se pudiera quedar sin los anhelados quince minutos
prometidos. Debe ser por eso que las musas fueron reemplazadas por un
ejército de relacionistas públicos y
los desprestigiados “Demonios
interiores” pasaron a uso de buen
retiro, para ser sustituidos por
agencias de publicidad cuya única consigna es el viejo “ cría fama” , aunque
sin garantizar que haya tiempo para echarse a dormir.
Es cierto, los medios de comunicación, o la mayoría de ellos, contribuyen a desvirtuar tanto al artista como a la obra de arte, ya que la medida suele ser el mínimo denominador común de su público/audiencia, y la “personalidad” del artista, casi siempre convencional o exagerada hasta lo grotesco, pasa a ser el principal foco de la atención. Ocurre que la mayor parte del “público”, esa masa misteriosa, no sabe cómo apreciar una obra de arte, se limita a decir “me gusta/disgusta”. Está bien, por supuesto, pero todo esto nos lleva a que la mayor parte de los espacios, programas y suplementos “culturales” sólo se refieren a “personalidades” y cada vez hablan menos de su obra.
ResponderBorrarEsta columna era vieja don Gustavo, ¿O es un deja vu? me da la impresión de haberla leído antes, aunque puede que me equivoque.
ResponderBorrarAtt. Camilo...
ResponderBorrarMi querido don Lalo : el culto a la personalidad, que en un principio fue cosa exclusiva de reyes y dictadores, acabó por copar esferas enteras de la sociedad, entre las que se cuentan los artistas y los intelectuales. En el terreno del periodismo hemos alcanzado límites aberrantes : son legión las estrellitas de los medios que se consideran más importantes que los protagonistas de las historias.
ResponderBorrarTiene razón, apreciado Camilo... digo, en lo de la sensación de deja vu : llevo años volviendo a la vieja advertencia de Andy Wharol sobre el rumbo que tomarían los tiempos. Entre otras cosas, solo por esa sentencia pienso que Warhol fue mejor profeta que pintor. Creo haber escrito unos diez textos en los que regreso a esa frase que , a mi modo de ver, resume como niguna el espíritu de los tiempos.
ResponderBorrarAh, el espíritu de los tiempos que tan deprisa nos obliga a vivir, saltándonos de disfrutar de la esencia de la vida. Somos esclavos de formulas y mantras muy bien promocionados por las grandes corporaciones del ocio y espectáculo: los libros que hay que leer, las películas a ver, las canciones a escuchar, los lugares a visitar, y otras supuestas actividades de vital importancia que hay realizar antes de morir que nos han convertido en modernos Hércules y sus trabajados forzados para alcanzar la plenitud. Lo otro es ese afán de destacar por encima de la multitud, buscando notoriedad por ridícula que sea, en la cual caen muchos artistas y escritores cuya fama les precede por sus actuaciones y estilo de vida antes que sus obras. La sociedad ha perdido el sentido del ridículo, lamentablemente. Es para llorar tanta estupidez desatada.
ResponderBorrarApreciado José: ahora se trata de ser el primero en ver una película, comprar un libro- no sabemos si alcancen a leerlo- o adquirir la nueva producción músical. De ahí la proliferación de piezas piratas, o truchas como les dicen en algunos lugares : cualquier atajo vale con tal de llegar primero.
ResponderBorrarGustavo, sobre el tema resulta interesante lo que algún escritor, no recuerdo cuál, dijo sobre la doble obra del artista: su trabajo y su vida. En algunos casos es interesante y fantástica esa vida, por ejemplo a mi me parece que los días de Andrés Caicedo son increíbles, más por su gestión cultural y el cine. Pero muchos se quedan ahí, y yo me incluyo, y no vemos más allá de lo que hacía el escritor y no lo que escribía. Ya sea Caicedo, Baudelaire o Cortázar, reflejamos es su vida y no la obra, a veces ni la leemos, no sabemos nada de ella y nos sentimos con derecho a hablar sobre tal tema. Pasará, supongo con Marx. Y así, pareciera que los escritores en ferias de libros o entrevistas le prestan más atención a ello y no a los protagonistas principales, la literatura y el libro. Si el escritor tiene alguna finalidad en la sociedad, si es que la tiene, si es que existe un deber como ciudadano para él aparte de los que todos tenemos, creo que sería la promoción, el aliento, el ánimo hacia la lectura, el lenguaje, el no olvido y la imaginación. De eso debería hablar, ser parte de su figura pública ante la televisión,
ResponderBorrar"El no olvido", que es y no es lo mismo que el recuerdo, apreciado Eskimal. En ese sentido, no hay labor más noble que la del memorioso, el que a través de la palabra escrita nos pone a salvo de la disolución. Lo grave reside en que el artista de nuestro tiempo ha invertido la premisa: su propósito es fijarse en la memoria de los otros, así sea por caminos distintos a los de la propia obra.
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