jueves, 24 de septiembre de 2015

Los designios del fuego




 “Otro tanto sucede al final de la calle: crece la jauría que destroza, encarnizada, la textura grácil de un fémur seco”. Con esa frase, nimbada de  una  extraña frialdad poética,  concluyen   las 108 páginas de El museo de la calle Donceles, la  obra de Rigoberto Gil Montoya, finalista del  concurso de novela  convocado por la Universidad Javeriana en 2014.
Como un fémur seco: así son esos objetos exhibidos  en los museos, que contemplamos con el estupor de quien asiste a la precaria y fugaz resurrección de  una  suma  de sucesos caros a la propia vida y a la de los otros. No por casualidad, alguien definió al museo, a los museos, como “Cementerios de recuerdos”. Y lo dijo también Ernesto Sábato, escritor  clave para el relato que nos ocupa: “En últimas, vivir consiste en construir  futuros recuerdos”.


Convencido de esto último, Ovalle, el narrador de la novela, accede a los deseos de  Carmela, su madre y juntos abren un museo, aunque atendiendo a conceptos y propósitos distintos. Mientras para la mujer  las cosas tienen un valor en sí mismas  y por eso en su colección pueden convivir  las flores artificiales y los bordados de artesanía, para el hijo, profesor  en la  Facultad de Artes Visuales, el único sentido de los objetos reside en su capacidad para narrar  una historia a quien los contempla. Es decir, lo mismo que sucede con los buenos libros. El museo de Carmela es anodino. El de su hijo es, entretanto, enigmático
La anécdota básica es propia de las novelas de género negro que tanto apasionan  al escritor Gil Montoya.  El  martes  25 de marzo de 2003, con la luna en cuarto menguante, un incendio destruye  las instalaciones del museo, mientras el profesor Ovalle está ausente, luego de  una de las frecuentes disputas con la madre. El cuerpo de la mujer no aparece, lo que a los ojos de la policía convierte al hijo en sospechoso. La sentencia aquella de “Sin cuerpo no hay prueba”, que para algunos no pasa de ser un tecnicismo jurídico, deviene en este caso asunto metafísico.

                                               Rigoberto Gil Montoya

Y aquí concluyen los parentescos de género, porque El museo de  la calle Donceles es en realidad un apasionado tributo a la  capacidad de la literatura para crear mundos, destruirlos y refundarlos  luego en otra parte.  No por casualidad  el relato está surcado por  la presencia de Alejandra Vidal Olmos, esa criatura de ficción, más real que muchas mujeres  de carne y hueso, que se  prende fuego en  el ático de un viejo caserón de  Buenos Aires, como una manera de hacerse eterna: al modo del viejo mito,  renacerá siempre de sus cenizas, cada vez que un lector se asome a las páginas de Sobre héroes y tumbas.
Pero no es solo Sábato quien habita estas páginas. En un incesante ir y venir, los destinos de personajes de ficción se cruzan en distintos tiempos y lugares.  De Ricardo Piglia a Carlos Fuentes, pasando por los más cercanos  Octavio Escobar y Orlando   Mejía hasta llegar  al objeto supremo, al fetiche mayor: la primera máquina de  escribir que poseyera Gabriel García Márquez,  robada  durante los saqueos posteriores al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en una  innombrada  Bogotá el 9 de abril de  1948.


Como si su designio fuera el fuego, la máquina desaparece en el incendio del museo de la calle Donceles,  lo mismo que el cuerpo de su propietaria. En ese lapso, por motivos distintos,  Ovalle pasa una buena temporada en la cárcel. Al salir de allí, cree haber encontrado asidero para su vida en un empleo como profesor de artes.
Pero la memoria es implacable. Un día,  la máquina reaparece, embalada en un guacal  y con ella  el fantasma  de Leopoldo Vallejo, antiguo amante de  Ovalle. El río de los recuerdos, la máquina del tiempo, empiezan a correr hacia atrás, devolviéndonos de golpe  a la esencia de todo proyecto literario: librar una  batalla sin cuartel contra la desmemoria.

4 comentarios:

  1. Por su estructura psicológica, similar extensión, por el lugar de acción -un museo vs una exposición de pintura-, y otras imprecisas sensaciones de antigua lectura, su reseña me remite asi de pronto a 'El Túnel' del mismo Sábato (no he leido todavia Sobre heroes y tumbas, por puro descuido). Por otro lado, ese aforismo sabatiano tambien me hace recordar otro, antes de que siga cayendo en la desmemoria, cortesía del inasible Cioran: "El hecho de que la vida no tenga ningún sentido es una razón para vivir, la única en realidad.”

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    1. Le asiste toda la razón, apreciado José. No por casualidad un escritor, cuyo nombre no recuerdo en este momento, nos recordó una vez que " En literatura todo lo que no es autobiografía es plagio". Eso para decir que desde la creación de la palabra escrita los autores no han hecho nada distinto a escribir una historia dentro de otra, como en el mecanismo de las cajas chinas y las muñecas rusas.

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  2. El énfasis en el fuego, antiguo símbolo de purificación, de transformación, es muy elocuente, a juzgar por tu comentario. El fuego y ese "ir y venir" entre referencias o influencias literarias, que a fin de cuentas es un elemento vital en el universo íntimo de los buenos escritores. Siempre he tenido la impresión de que cada escritor, aunque no lo sepa, escribe para continuar la obra de otros escritores, un poco porque esta sentado sobre los hombros de gigantes, si no suena demasiado traída de los pelos esta alusión a Newton. El mismo Newton que también era alquimista, y ya sabemos de la afinidad de los alquimistas con el fuego y la transmutación de la materia... casi casi como un novelista.

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    1. Mi querido don Lalo : siempre me ha impactado la imagen de un grupo de seres tejiendo una red infinita en la que puede leerse el relato de la aventura protagonizada por los hombres a lo largo de ese malentendido conocido con el nombre de Historia. El resultado final viene a ser una suerte de conjuro para ponernos a salvo- aunque sea de manera simbólica, y por lo tanto provisional - de ese agujero negro llamado tiempo.

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