En cierta medida, los parques son
la escritura de las ciudades. En ellos, habitantes y visitantes leen o intentan
leer los relatos dejados en prados,
árboles y bancas por quienes los frecuentan.
Por eso mismo, el parque es el
lugar donde la ciudad se concede una
tregua en su batalla cotidiana contra el vértigo y la desazón.
Bien vale la pena entonces volver
a ellos. Al carácter obvio o impredecible de sus nombres, casi siempre
dedicados a próceres que nunca lo fueron. A su aleteo de pájaros exiliados. A
su antología de imágenes irrecuperables. A sus pequeños ritos.
En el parque Rafael Uribe Uribe, el mirón que soy se detiene
ante una pareja de adolescentes que se tocan con la voracidad de quien duda de
su propia existencia y cree recuperarla en
la piel trémula del otro.
En el Olaya Herrera, envuelto en
una nube de marihuana cultivada en la sierra, un chico de veinte años ensaya ,
como lo hicieran sus iguales veinte, treinta, cuarenta años atrás, la tonada de
Stairway
to Heaven, esa cuerda que Led
Zeppelin nos tendió para alcanzar
lo más abismal de nosotros mismos.
En el parque de La Libertad, entre el mural de Lucy Tejada
y una estación de policía, “La puta más vieja del mundo”, como la bautizara
el escritor Alberto Verón en una crónica de
dos décadas atrás, pasea su escualidez en abierto desafío a los poderes
del tiempo y la muerte.
Unos pasos más allá, un anciano
de sombrero y líchigo intenta lo imposible: que algún transeúnte se
interese por el lorito de la buena suerte, en unos tiempos en que el
destino revela sus designios a través de
Instagram.
Cruzo el viaducto, camino unas
treinta cuadras, y en el lago de La
pradera el último descendiente de los viejos gitanos le pica pasto a
un caballo que, a juzgar por el costillar,
supo de tiempos mejores.
Estoy en Dosquebradas, una
localidad sin plazas, es decir, desplazada: sus primeros habitantes fueron
desarraigados que llegaron empujados por las violencias y por la promesa de
empleo de las primeras fábricas
extranjeras que se instalaron aquí cuando el lenguaje de la corrección
política no había inventado la palabra globalización.
Sigo mi ruta y en el parque Guadalupe
Zapata, en la ciudadela Cuba, me detengo ante un grupo de desempleados
que ensayan números de circo como
alternativa para llevar el pan a casa.
Después de todo la vida entera es un caminar sobre la cuerda floja.
De vuelta al centro recupero a
Bolívar en cueros bajo un sol despiadado. En su vecindario varios hombres juegan
ajedrez con el aire adusto de viejos campeones soviéticos. A su manera,
son sobrevivientes de su propia Guerra
Fría.
Tenemos parques para todas las
edades y gustos. Los más viejos prefieren
el centro de siempre, allí donde
es más probable encontrar un contertulio para compartir un café o jugar una
mano de cartas sentado en las bancas cagadas
por las palomas. Los muchachos optan por parques recién construidos y
adaptados para el patinaje o para la práctica de alguna danza urbana. Las putas
de tacón en la pared se inclinan por los parques con claroscuros: cuantas más
bombillas fundidas, mejor.
El parque es a la vez jeroglífico
y palimpsesto. Orinal público o sucedáneo del correo electrónico: “Odiosa (¡Oh diosa!): no cumples ni años”,
leo en un muro junto al monumento dedicado al mexicano Benito Juárez. Si
señores: de esas tierras no solo llegaron las películas de Cantinflas y las
canciones del gran José Alfredo Jiménez.
Regreso al parque del lago Uribe
Uribe. La pareja de adolescentes abandona su precario escondite con un
envidiable aire de satisfacción en la
mirada. Por lo visto, alcanzaron la recompensa del sosiego. El sosiego que el
ciudadano apurado se niega una y otra
vez por desidia, por miedo o porque hace tiempo perdió la costumbre de estar vivo.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
No me joda, ¿de verdad se ha trajinado treinta cuadras como si nada?...y yo que pensaba que era un auténtico caminante por hacer unas diez a quince cuadras cada día en promedio. Magnífico carrusel de estampas nos brinda; los parques, plazas y demás áreas verdes dicen mucho de una ciudad. Como buen cochabambino le envidio que esté rodeado de verdor (un día escribió de un gigantesco parque urbano donde suelen hacer conciertos de rock), y más todavía que tenga uno con lagunas (foto 4). Hace una semana, cuando esperaba el micro, un par de señoras mayores del norte argentino (suelen venir muchos peregrinos argentinos al santuario de Urkupiña), me preguntaron dónde había una plaza para poder sentarse, ya que el calor era insoportable al mediodía. Hice los cálculos mentales, la plazuela más cercana estaba a cinco cuadras, sentí vergüenza al ver sus caras agobiadas, pues recordé que en el centro casi ya no hay sitios públicos con vegetación, todo por dar lugar a las ferias, mercados y galerías comerciales.
ResponderBorrarApreciado José: la verdad, soy un caminante empedernido. Dicho de otra manera : soy un vicioso del camino. Hace un par de años subí a este blog un poema donde comparto una revelación : para ser feliz en este mundo solo necesito tres cosas: un camino, una gorra y un palito.
ResponderBorrarY sí : mi ciudad tiene buenos parques. El problema reside en que han sido desaprovechados.
Hay uno pequeñito en donde la 12 se le junta a la 30 de agosto con un monumento olvidado a un señor que luchó contra el robo de Panamá, no me pregunte el nombre pues no lo sé.
ResponderBorrarEso revela un talante de los parques en Pereira, no siempre evidente: todos están dedicados a próceres liberales, o a ideas liberales como la de un Bolívar desnudo. Es que los masones...
Cami.
Ah... si luchó contra el robo de Panamá o contra cualquier otro robo es apenas natural que se olvide su nombre... o que lo borren de plano, apreciado Camilo.
ResponderBorrarProfe, poco a poco construye usyed un libro de reflexiones sobre el bello arte de caminar. Es otra manera de leer. Los parques parecen un lugar de nostalgia lúdica en Pereira, no son un espacio, son el nervio de la ciudad,la oportunidad de conocernos sin respiradores artificiales. Qué es una ciudad sin un parque. La canción, poderosa.
ResponderBorrar"El solitario es un caminador", escribió mi querido Rigoberto Gil en uno de sus ensayos, apreciado Eskimal.
ResponderBorrarCaminar es una suerte de pacto con el silencio, condición indispensable para la contemplación.
Y allí reside lo asombroso: que pueda uno sustraerse a la algarabía de la ciudad para revelar mejor sus secretos.