¡Facho!
¡Mamerto!
¡Jodeputa!
¡Recontra facho!
¡Mparío!
¡Recontra mamerto!
¡Uribestia!
¡Santista!
¡Retrógrado!
¡Recórcholis! Exclamé al
contemplar esa muestra de estulticia que crece como un hongo en las calles y en las redes
sociales ante la proximidad del plebiscito que, independiente de sus
resultados, nos brinda una oportunidad
que no han tenido generaciones enteras
de colombianos: la de tomar decisiones
según el propio juicio sobre asuntos que han de afectarnos a todos.
Ante el intercambio de insultos y
la pobreza de criterios que descalifica al disidente con el adjetivo de mamerto
o denigra de quien solo es conservador asignándole el calificativo de fascista,
queda la pregunta sobre las razones que nos llevan a confundir las convicciones con los insultos y
la pura verborrea con la argumentación.
Para empezar, crecimos
confundiendo lo que está bien con lo que nos conviene y eso da pie a una grave
distorsión ética: a menudo nuestras
conveniencias pueden arrasar regiones enteras del mundo ajeno.
Bastaría con revisar lo que
entendemos por diálogo o negociación para captar la dimensión del despropósito.
Miremos lo que pasa con el concepto de diálogo. Con alguna
excepción, pasamos por alto que la clave
de este último consiste en escuchar, como
lo enseñara Platón en Fedón y Fedro: solo después de atender las razones
del otro estamos en condiciones de
formular las nuestras. Pero no es así.
Formados en una escuela autoritaria, hicimos del diálogo no una herramienta de comunicación sino una manera de imponernos
sobre los demás. Por eso, cuando se nos
acaban los argumentos empezamos a alzar la voz, cuando no a agredir al
interlocutor. En nuestra historia abundan los ejemplos de cómo, llegados a ese
punto, los pistoletazos suplantan a las ideas. Por ese camino no se alcanza una
conciliación sino una imposición.
Con la idea de negociación nos va peor. En el habla coloquial, negociar no equivale a entenderse con los demás, a llegar a acuerdos con ellos sino a enredarlos, a sacar ventaja sin importar los medios. Por eso entre nosotros negociar se volvió sinónimo de embaucar, de engañar
En ambos casos omitimos lo esencial: quien se dispone a dialogar y negociar debe dar por sentado que en algún momento debe renunciar a algo. Por eso, de entrada el gobierno Santos presentó su declaración de principios: “El modelo económico no se negocia”. Y los voceros de las Farc tuvieron la sensatez para entenderlo y asumirlo. Por perverso que les resulte el sistema, en los acuerdos de La Habana no se iba a cuestionar la propiedad privada ni a implantar el comunismo, como lo pregona cierta tendencia paranoica. A su vez, los representantes del gobierno aceptaron las razones de la insurgencia. Solo así pudieron sentarse a la mesa y mantener los diálogos, a pesar de los momentos críticos.
Cuando no se comprenden esos
elementos básicos explota el epíteto, la adjetivación incendiaria. Los
resultados pueden ser devastadores. En lugar de facilitar acercamientos se
exacerban los odios, cunde la animadversión. La toma de decisiones deviene
así un acto irracional. Todo lo
contrario de lo que debería ser un diálogo o una negociación.
Con todo y que la cuenta
regresiva para el plebiscito avanza, todavía estamos a tiempo de apelar a la
lucidez. En realidad solo se necesita
hacer una pausa y escuchar, escuchar, escuchar mucho antes de replicar.
El pasado 9 de septiembre, durante su presencia en el
noticiero de Ecos 1360 Radio, la congresista María del Rosario Guerra, promotora
del No, deslizó una lista de razones
para justificar su posición. Las Farc se lucran con el narcotráfico. Las
Farc han reclutado niños. Las Farc obligan a abortar a las
mujeres que militan en sus filas. Las Farc han desplazado y asesinado
campesinos. Las Farc han secuestrado.
Y sí: después de escucharla un
buen rato acepté que a la congresista le
asiste toda la razón. Por eso votaré por el sí el próximo 2 de octubre: para
que esas cosas no se repitan nunca más.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Magnífico cierre para una reflexión tan necesaria y urgente. Lamentablemente, en nuestra percepción retorcida de la política, el simple hecho de escuchar o atender las razones del otro se interpreta como debilidad o falta de carácter. Gran parte de culpa podemos endilgarle a esa costumbre latinoamericana de apego y admiración por los caudillos. Nos gustan los jefes autoritarios antes que los conciliadores. Dialogar se ha vuelto sinónimo de perder el tiempo,debilidad institucional y hasta se asume como falta de liderazgo. Suena inverosimil pero así están las cosas en el negocio de la política.
ResponderBorrar"Yo no me la dejo montar de nadie", es una expresión muy colombiana para resumir la negativa a conciliar con el otro, apreciado José. Para nosotros los negocios se ganan, no se acuerdan.
ResponderBorrarDe ahí que estos acuerdos con las guerrillas sean una impagable oportunidad de empezar a cambiar el rumbo.
Ya quisiera yo ser colombiano para votar SI!
ResponderBorrarQueda nombrado colombiano ilustre, mi querido don Lalo.
BorrarY me alegra mucho volverlo a tener en este vecindario.
Un abrazo,
Gustavo
Dependiendo del resultado del plebiscito, debemos vivir en un estado que el diálogo y la negociación sea parte fundamental del trato con el otro, y que no sea el debate ni la oposición la disculpa para seguir matandonos. No más discusiones por algo que ya está definido por el nuevo orden mundial, Dediquemonos a investigar, leer, a entender la historia y la cultura de nuestra sociedad.
ResponderBorrarQue así sea, amigo de Radiomierda.
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