"Nunca perseguí la gloria
Ni dejar en la memoria
De los hombres mi canción
Yo amo los mundos sutiles
Ingrávidos y gentiles
Como pompas de jabón"
(Antonio Machado. Cantares)
“El hombre es un ser de la
distancia”, escribió Martin Heidegger en una disertación titulada De la esencia del fundamento.
Como sucede con todos los grandes
pensadores, la idea ha sido objeto de múltiples interpretaciones, pero sus
posibles sentidos nunca se agotan. Todo
lo contrario: cada nueva exégesis
amplía el radio de lo posible.
Una de esas interpretaciones nos
dice que los humanos solo podemos
concebirnos como tales si nos proyectamos en el futuro, si trascendemos: somos
lo que podríamos llegar a ser. Esa
premisa es lo único capaz de darnos la idea de un destino. Pero todo es
espejismo: si el presente ya es pasado
antes de nombrarlo, el futuro deviene pretérito justo en el momento de acaecer. En ese punto el filósofo nos recuerda
que somos “los lugartenientes de nuestra
propia nada”.
No estamos aquí frente a un juego
de palabras: sobre esa base, y casi siempre
de manera inconsciente, los hombres edificamos lo que, en las jergas de
los discursos corporativos, se ha dado en llamar “Proyecto de vida”. Esto último nos lleva a imaginar un puente con soportes en cada uno de sus
extremos pero nada en el medio.
Vista así, la historia
personal sería como un enorme saco vacío
llamado tiempo, que tratamos de llenar con una sucesión de anécdotas. Sublimes
unas, terribles otras, pero anécdotas después de todo.
Mi vecino, el poeta Aranguren, lo
expresa de esta manera: navegamos en medio de un mar tormentoso, a bordo de una
nave al garete y sin brújula. Para colmo,
el capitán está borracho o se ha vuelto loco.
Se supone que en ese punto de la
aventura deben irrumpir los poetas, los artistas, los creadores. Los que desde
hace por lo menos dos siglos conocemos como “Los intelectuales”. Según los
cánones aceptados de manera tácita, ellos serían los encargados
de portar la antorcha que nos permita
recomponer la marcha en medio de
la noche cerrada.
Pero no hay tal cosa.
En nuestro tiempo los
intelectuales- cuando escucho esa palabra pienso en hombres tan íntegros
como Stefan Zweig, Antonio Machado o Bertrand Russell- apenas si llevan consigo
sus propios fuegos fatuos. Y como bien sabemos, estos últimos solo
sirven para alumbrar las
hiperbólicas estancias del ego, el yo
divinizado por una vertiente de la sicología
y, sobre todo, por la publicidad y los medios de comunicación. Dicho de otra
manera: el yo consumidor, incapaz de comunión alguna con los otros.
Por eso, el poeta Rafael Alberti
se pregunta en medio del caos de la
Historia: “¿Qué cantan los poetas
andaluces de ahora?”
Copiando el título del libro de
Walt Whitman, podemos responderle que se
cantan a sí mismos. Nuestros
intelectuales (escritores, pintores, músicos, pensadores) hablan de sus libros publicados, sus premios, sus reseñas, sus viajes y su estatura intelectual, en el mismo tono utilizado por magnates y mafiosos para referirse a sus
haciendas, sus autos, sus caballos, sus
modelos y sus reinas de belleza. “Mañana estaré firmando libros”,
proclaman algunos en sus cuentas de twitter, dejando claro que lo importante es
su firma y no el libro.
¿En qué se diferencia entonces
una fatuidad, una soberbia de la otra?
Por lo visto, en nada.
Incluso los gansters son más honestos:
no presumen de espiritualidad, esa palabra tan manoseada desde el advenimiento
de las sectas nueva era. Lo suyo es el poder
puro y duro, sin eufemismos ni edulcorantes.
Pero hay algo positivo en todo
esto: por primera vez tendremos que apañárnoslas por nuestra cuenta y riesgo.
Sin guías, sin mentores, sin gurús. Y, lo mejor de todo, sin seguidores, esa
palabra tan cara a las demagogias y a los lenguajes digitales: no imagino a Zweig,
a Machado o a Rusell preguntado por el número de sus seguidores en Twitter.
Quizá este sea el momento para empezar,
como lo pedía don Martín en sus disertaciones, a mirarnos a nosotros mismos de
la única forma posible: en la distancia.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
Parte de ese espíritu tiene arruinada la literatura contemporánea, y ahora también el periodismo. La moda se llama "escritura autorreferencial" y considera que a los lectores no hay que ofrecerles historias, tramas interesantes o relatos que ahonden en la complejidad humana, sino que basta con hablar todo el tiempo de uno mismo. Entonces, de unos años para acá, todas las novelas parecen contar el mismo drama: la vida aburrida de un escritor -muy erudito, eso sí- que escribe un libro, y en la mitad de eso toma vinos, come fino y folla como sólo él puede hacerlo. ¡Qué envidia!
ResponderBorrarEso valía la pena cuando el autor vivía cosas fascinantes para contar, como Melville, como Conrad, como Jack London, como Hemingway, como Bukowski, lástima que la nuestra sea una generación narcicista de imbéciles. Cultos, muy cultos, desmedidamente cultos, pero imbéciles después de todo.
Saludos, Cami.
¡Ay Camilo! qué nociva es esa forma del periodismo en la que el centro no son los acontecimientos y los protagonistas sino el periodista mismo, devenido estrella del espectáculo.
ResponderBorrarIgual cosa ocurre con el novelista para el que lo esencial no son los laberintos de la criatura humana sino sus propias aspiraciones.
Ni qué decir de la vieja y entrañable figura del vijero que corría toda suerte de aventuras y asistía todo el tiempo a descubrimientos, suplantada por el turista que viaja con itinerario preestablecido y amparado por toda suerte de pólizas contra lo impredecible.
Maestro, a veces me pregunto si Daniel Samper, hijo, aunque sus videos como Youtuber han mejorado y han encontrado cierto humor propio y crítico, que me gusta, no lo niego, utiliza las plataformas digitales como una base desde la cual puede construir popularidad y no tanto otras lecturas de la realidad. Hace rato, por ejemplo, no escucho a Parry. Habrá hecho un juego contrario a Samper, pregunto. Pasar de esa mediatización de likes y hashtags a desinflar un poco su nombre. No sé.
ResponderBorrarPienso que allí está la clave, apreciado Eskimal. No se trata de generar pensamiento y reflexión, sino de inflar el ego. Y eso, a la velocidad de internet, no demanda mayor esfuerzo.
BorrarEl problema reside en que al mismo ritmo se desinflan, dejando, como todo globo pinchado, nada más que el vacío.
Tan fatuos son algunos escritores de fama internacional que no olvidan poner (copy +paste) en su web personal, portadas grandes de alguna obra suya traducida al islandés o al malayo, que actúa como una suerte de espejo narcisista cada vez que entran ellos mismos al sitio. Un día de estos veremos hasta reseñas o incluso críticas humillantes en -chino o árabe, por ejemplo- con tal de mostrar a los internautas que se hablan de ellos en otros idiomas y alfabetos.
ResponderBorrarEsa figura del espejo, multiplicado en millones de fragmentos, es esencial para comprender el fenómeno, apreciado José. " Hace tres segundos... hace dos minutos...hace cuatro horas... hace un día",reza el encabezado de los mensajes en twitter, antes de integrarse a la algarabía de millones de comentaristas, para después disolverse en la nada. La misma nada de hace millones de años.
BorrarPor lo visto, la superficialidad de algunos (o muchos) escritores está afectando la reputación del oficio, un poco como les ocurrió a los gangsters y cowboys de las películas, que en una época podían morir una muerte épica, como en las cintas que tanto le gustaban a Borges, y ahora no son más dignos de admiración que una cucaracha. Una transformación similar puede verse en la reputación de los militares en la vida real, que de héroes liberadores devinieron en vulgares matarifes. La vida moderna traiciona a todos, también a quienes crean ficción, porque Facebook y Twitter dejan al descubierto sus mezquindades secretas, muestran el verdadero rostro del prestidigitador. Un escritor debe escribir lo menos posible...
ResponderBorrarNo solo en la literatura,mi querido don Lalo. Como en la política o los deportes, en las redes es posible crear- de manera voluntaria o involuntaria- una fantasmagoría que acaba por suplantar la obra.
ResponderBorrarPor fortuna, siempre habrá excepciones. En Colombia, por ejemplo, tenemos a Tomás González, un formidable escritor, silencioso, discreto y portador de una poderosa voz narrativa y poética que ha logrado sustraerse al tufillo farandulerao que impregna la creación artística en nuestros tiempos.
De William Faulkner a Paris Review, 1956:
ResponderBorrar“El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un papel. Que yo sepa, nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos”.
Qué maravilla de respuesta , mi querido don Lalo. Y fue precisamente Faulkner quien respondió en una entrevista que el mejor trabajo para un escritor era ser administrador de un burdel.
BorrarUn viejo periodista que conocí cuando me inicié en las redacciones solía asegurar que, cuando alguien le preguntaba a qué se dedicaba, respondía que era pianista en un quilombo, y a mucha honra.
ResponderBorrar¡Qué envidia!
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