En Fitzcarraldo,
la película de Werner Herzog, el delirio de un hombre empuja un barco selva
adentro, porque quiere que la voz de
Enrico Caruso reine sobre la algarabía de los micos y las guacamayas.
En Pereira, un grupo de
empecinados empuja un viejo proyector de
cine por calles y esquinas hasta
encontrar un local donde asentarse con su feria de imágenes en 35 milímetros.
Hablamos de una aventura llamada Cine
Club Borges
De ese tamaño son las pasiones humanas.
Lo del Cine Club Borges siempre tuvo un tinte heroico, desde que se
instalaron en el Teatro Comfamiliar
al despuntar los años noventa del siglo anterior. La última
gran utopía se desplomaba arrastrando
consigo el Muro de Berlín y el cine ya no era el espectáculo de masas que desencadenaba
histerias colectivas en esos grandes teatros construidos al nivel de la
calle y diseñados para albergar un millar de personas.
El llamado Séptimo Arte se ha había convertido en un eslabón de la
cadena de consumo instalada en esos templos modernos que son los centros comerciales: un almacén de ropa
por aquí, una sección de comidas por
este lado, un salón de juegos en aquella esquina, un dispensador de Coca- Cola…
y media docena de teatros con proyección
digital y películas desechables para completar el paquete.
Pero estos tipos querían un
teatro a la vieja usanza. Y lo armaron:
compraron sillas de salas clausuradas, consiguieron proyectores en mercados de las pulgas, insonorizaron su sala con panales de huevos vacíos y se
pusieron a proyectar películas en una sala- café- bar cercana al Lago Uribe de
Pereira.
Querían mantener vivo el cine
como expresión estética y la gente les respondió. Día tras día, peregrinos de
varias generaciones ocupaban el café y la sala de proyecciones para tomarle el
pulso a la movida cultural de la ciudad.
Jaime Andrés Ballesteros,
novelista, cuentista, profesor y realizador audiovisual se propuso contar la
crónica de esa aventura.
Fuentes documentales y testimoniales no le iban a faltar: no por
nada fue uno de los fundadores del cine
club, en compañía de Nelson Zuluaga, Fernando Espinal y Jhon Wilson Ospina, entre
otros apasionados del arte que hicieron grande hombres como Frank Capra y Luis Buñuel.
El resultado es un libro de 205
páginas, titulado El cine contra las películas, recuerdos del último teatro barrial de Pereira, publicado en febrero de 2016.
“Habíamos extendido la gran lona en el piso. De alguna forma ese lienzo
que parecía pertenecer a un pintor gigante, indicaba de golpe la verdadera
dimensión de la empresa en la que nos habíamos metido. Ese inmenso rectángulo
que iba cobrando su pulcritud blanca, gracias al restriegue enérgico que le
propinábamos con cepillos, agua y detergente en cantidades generosas, sería en
pocas semanas, si todo resultaba de acuerdo a lo planeado, la pantalla donde se
proyectarían las películas del Cine Club Borges”.
Así, en ese tono de epopeya urbana desplegado en el primer párrafo está contada la historia. De ahí en adelante, como quien teje el guión para una película de aventuras, el narrador nos lleva a través de una suma de imágenes al nacimiento y peripecias de una de las más valiosas empresas culturales gestadas en la región.
En su recorrido evocamos títulos de películas como Cinema Paradiso o El silencio de los inocentes, claves en
la imaginería de quienes se hicieron adultos en los años noventa. Asistimos
a anécdotas como la de aquella vez que
la policía ingresó a la sede del cine
club, con el fin de interrumpir una fiesta de disfraces. Recordamos la
presencia de importantes directores de cine colombianos y, sobre todo,
admiramos el tesón de ese grupo de personas que, poniéndole cara a las dificultades financieras, reinventaban cada
día el milagro de abrir las puertas de
su sala, justo cuando se cerraban miles de cines de barrio en el mundo
entero.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Descubrí las salas de "cine arte" cuando me creció el bigote. Saca tus propias conclusiones sobre esta coincidencia... Por mi parte, digo que muchas de las mejores emociones y tantísimos momentos gratos de mi juventud se dieron en esas salas, con sus proyectores detestables, mal iluminadas y peor pintadas/decoradas, tan grises como sus películas, pero que se encendían con mil colores cuando se apagaban las luces. (Nótese el chiste nostálgico.) Eramos tan felices entonces... en esa sala, claro, porque afuera era otra cosa.
ResponderBorrarGracias por recordarme la vitalidad del cine en su ámbito natural, modesto, provinciano, casero. Saludo cordialmente a la gente del Cine Club Borges y a Jaime Andrés Ballesteros.
Bueno, mi querido don Lalo : yo descubrí las salas de cine a la par con el onanismo, o la paja, como decimos por estos pagos.
ResponderBorrarMucho tiempo después empecé a interesarme por el contenido de las películas y me asomé a cosas tan portentosas como Novescento, de Bernardo Bertolucci o El hombre de la luna, de Robert Mulligan.
A esta altura del camino pienso que nuestras vidas no solo tienen banda sonora: también películas propias.
Era un lugar entrañable. Lástima que las flores siempre se caen.
ResponderBorrarCami.
Siempre se caen. Y a veces de la propia memoria. De ahí la importancia de la escritura, apreciado Camilo.
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