“¿Cómo así? ¿Es que los futbolistas eran pobres?”
La perplejidad del joven
estudiante de secundaria era sincera.
Para él, igual que para casi todos sus compañeros de generación, lo
usual es que los deportistas sean ricos, tengan modelos tan famosas como ellos en
su catálogo de amantes y conduzcan automóviles
solo permitidos a magnates y
mafiosos hasta un par de décadas atrás.
La pregunta surgió cuando les
compartí las anécdotas sobre mis
encuentros mañaneros con Jairo Arboleda, Osvaldo Calero y Hernando García, tres viejas glorias
del Deportivo Pereira de los años
setenta del siglo anterior.
Los dos últimos ya están muertos.
Les sobrevive El maestrico Arboleda,
quien de vez en cuando aparece por ahí recibiendo un homenaje o dirigiendo
algún equipo en apuros.
El cuento es que me los encontraba a las cinco
y treinta de la mañana en el paradero de
buses. Yo esperaba el bus del colegio
mientras ellos aguardaban la ruta urbana que los llevaba al lugar del
entrenamiento.
“¿Y ninguno tenía auto?”
No. Ninguno tenía auto. Es más: ni sumando los sueldos de
los tres habrían podido reunir para
comprar un cacharro de segunda mano.
Estábamos en un taller de crónica, de modo que
decidí rememorar unas cuantas historias
tomadas de los tiempos cuando la práctica del deporte era un fin en sí misma o,
en el más extremo de los casos, una manera de honrar el lugar de origen.
Ustedes ya saben: el amor a la
camiseta, a la ciudad o al país. Esos valores románticos de los que casi nadie
se acuerda.
Para empezar, les relaté las
hazañas de Rubén Darío Gómez, “El
tigrillo de Pereira”, un corajudo ciclista que hizo temblar a los
legendarios Ramón Hoyos y Cochise
Rodriguez, disputándoles las etapas por carreteras sin pavimentar, cruzando
riachuelos sin puentes y escalando montañas imposibles a lomo de unas pesadas
bicicletas que hoy harían sonreír a esos
súper campeones habituados a la fibra de carbono, a las camisetas térmicas, al
manubrio aerodinámico y otras sofisticaciones.
Pues bien, El tigrillo vino a tener casa propia cuando el padre Valencia, un
cura idealista y fanático de los deportes, lideró una campaña cívica para
recaudar dineros con ese fin, les dije.
Todos se miraron extrañados:
crecieron viendo esos programas de televisión donde les muestran a los
espectadores las mansiones de Lionel
Messi o de Cristiano Ronaldo. Para ellos el deporte no es un asunto de sangre,
sudor y lágrimas. Todo lo contario: es una suerte de ábrete sésamo con línea
directa hacia la fama y el derroche sin límites.
Inútil hablarles de los millones
de niños y jóvenes que no logran dar el salto y son abandonados todos los días a
una deriva que casi siempre termina en las mafias de la trata de personas.
Entonces les tracé un mapa de la
miseria donde los sueños de futbolistas y boxeadores se confunden: Tumaco,
Buenaventura, Quibdó, Apartadó, Carepa, Turbo, Cartagena, Turbaco, Soledad,
Barranquilla, Santa Marta, Pescadito, Riohacha.
En las márgenes de esos lugares
generaciones enteras intentan abrirse
camino a patada o a puñetazo limpio en
una batalla sin tregua que casi nunca
tiene la recompensa soñada.
Entre esos miles, el futbolista
Juan Guillermo Cuadrado ha conseguido hacerse a un lugar en las élites. Por
eso se le ve tan alegre en la televisión.
Porque en la televisión reside la
clave de todo. Los deportistas
multimillonarios aparecieron cuando los magnates de ese medio descubrieron el filón. Los
fanáticos del deporte, y en especial
del fútbol, son un mercado en
constante crecimiento y siempre
dispuesto a la seducción. Si usted transmite los juegos en directo, los
anunciantes tendrán a su alcance una masa de consumidores a su entera disposición.
Y el negocio se disparó. Por eso los monopolios televisivos inventan torneos
distintos todos los días. Cada juego es
una nueva factura por derechos de transmisión, por publicidad y por las
transferencias internacionales de los
deportistas expuestos en esa vitrina.
Y como sin
artistas no hay negocio, es
apenas natural que los triunfadores ganen duro y de paso hagan que los hinchas
se olviden de los perdedores.
Pero esa es la vida, dirá usted.
Y si, tiene toda la razón.
Porque así es la vida, florecen
esos sitios web donde le cuentan a la gente cuántos polvos se echó el
deportista famoso durante la última temporada, incluyendo los nombres y las
fotografías de las chicas invitadas a la juerga.
Y ese tipo de información también
vende.
Pero por ahora intento
explicarles a estos muchachos que no siempre fue así.
Es más: hoy los futbolistas pobres
y desconocidos exceden en número a los ricos y célebres.
Entonces, viene en mi ayuda la imagen de Omar Orestes
Corbatta. Un argentino borrachito y
genial que llegó al Deportivo Independiente Medellín en los años sesenta.
Cuentan que era una proeza obligarlo a usar botines: se
acostumbró a jugar descalzo en los potreros de su país. Por eso sabía poner la
pelota lejos del alcance de los rivales
y pegarle con la potencia de un martillo.
Un día lo invitaron a jugar en
Colombia y el hombre se embarcó en un avión. Total, iba a seguir haciendo lo suyo: jugar
fútbol, beber y marcar goles.
Ni siquiera preguntó cuánto se iba a ganar. Ni falta que le hacía:
era analfabeto.
Solo sabía sumar goles y
gambetas, les dije a los muchachos.
A esa altura del taller me miraron
con aire de fastidio: a ellos les inquieta que la justicia “persiga” a sus
ídolos Cristiano y Messi.
Les digo que, no contentos con
las cifras devengadas, los tipos le roban
el pago de los impuestos a la sociedad que los hizo millonarios.
Pero eso sería meterse en las arenas movedizas de
la ética.
Y con ellos eso sí que no.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Corbatta, como Garrincha, fue un futbolista genial y un alcohólico. La gran diferencia fue que la timidez de Corbatta dificultó su relación con las mujeres, aunque cuando descubrió su encanto trasnochaba hasta el amanecer, incluso los días de partido. En su reciente historia del fútbol argentino Jonathan Wilson cuenta que en una ocasión Omar fue sorprendido a las seis de la manana escalando la pared de la "concentración". Lo sumergieron en agua fría tres o cuatro veces pero a la hora del partido seguía balanceándose como los borrachos. Cuando despertó ganó el partido con dos goles. Era analfabeto y muy acomplejado por esto, al punto que cuando lo entrevistaba un periodista y le sacaban fotos, solía posar con un diario o revista, para dar la impresión de que estaba leyendo. Otra figura legendaria del futbol argentino, Pedro Dellacha, logró que aprendiera a firmar su nombre. Por supuesto que nunca tuvo dinero, y el poco que logró juntar se lo llevó su primera mujer, que dejó la casa vacía. Eran otros tiempos, los tiempos aquellos.
ResponderBorrarQué belleza de anécdotas mi querido don Lalo. Creo que podrían formar parte de una antología con un título robado a Charles Bukovski : " La senda del perdedor". El baño de agua fría suena a bautismo pagano solo para futbolistas díscolos. Todo esto me lleva a recordar una frase genial atribuída al no menos brillante y libertino George Best: " Todo lo que gané en el fútbol lo invertí en mujeres, autos y whisky. El resto lo malgasté."
ResponderBorrarSiguiendo con los ejemplos, en nuestro pais, los futbolistas de entonces lo máximo que podian aspirar era a tener un buen trabajo en alguna repartición estatal, y ciertamente que trabajaban -no como los sindicalistas actuales que están permanentemente en “labores de comisión” y viven garrapateando del Estado- y en sus horas libres entrenaban. Me vienen a la mente casos como el “maestro” Victor Agustín Ugarte (quizá el mejor futbolista boliviano de la historia junto con Etcheverry) que murió en la pobreza y prácticamente olvidado.
ResponderBorrarApreciado José : la mayoría de los integrantes de la celebérrima selección uruguaya del " Maracanazo" se rebuscaban la vida trabajando en lo que podían : maestros de obra, mensajeros, dependientes de almacén y otras formas del milagro.
ResponderBorrarTanto fue así, que los uruguayos y los latinoamericanos nos enteramos de que Giggia seguía vivo porque apareció en una compraventa tratando de obtener algún dinero por su medalla de oro.