¿De qué adolecen los adolescentes?
Por estos días oriento un taller
de crónica dirigido a jóvenes estudiantes de secundaria.
De modo que tengo que habérmelas
con esa forma del fuego líquido.
O, si ustedes quieren, con
hormonas en permanente ebullición.
Lo bueno es que estos chicos
contrajeron el virus de la lectura a edad temprana y, por lo tanto, están mejor
dotados para asomarse al abismo y volver para contarlo.
Como los lectores de otras generaciones, los muchachos de hoy frecuentan
a los autores que supieron conectar con las turbulencias, la
perplejidad, los miedos y las ilusiones
de quienes abandonan el improbable paraíso de la niñez para adentrarse
en las arenas movedizas de la juventud.
Salinger, Goethe, Sábato, Hesse en la biblioteca universal o Andrés Caicedo y Rafael Chaparro entre los colombianos forman parte de sus autores
de cabecera.
Aunque eso de “Arenas movedizas
de la juventud” es un decir: en realidad no existe tierra firme entre el nacimiento y la muerte.
A diferencia de sus antepasados, estos chicos lo saben. Por
eso miran a los adultos con desconfianza.
No es que no respeten a sus
mayores. Es solo que intuyen su fragilidad y por eso no los consideran unos
buenos guías.
Ellos saben que la seguridad de
los adultos es mera apariencia: a medida que pasan los años no se hace nada
distinto a acumular preguntas sin respuesta. Por eso se multiplican todos los
días las sectas que ofrecen recetas para
eludir las encrucijadas de la existencia.
Tanto si se trata de sexualidad,
de amor, de las relaciones con el poder
ejercido por los adultos o de sus más secretos deseos, los viejos
tópicos retornan una y otra vez.
Uno de esos tópicos es el
suicidio como solución existencial. Esa alternativa atraviesa sus universos particulares: las revistas de
cómics, las películas, el cancionero y las conversaciones en las redes sociales.
Y estos lenguajes siempre
contemplan la posibilidad de poner fin a la vida por su propia mano.
Los mundos del deporte, el arte,
la música y la farándula son pródigos en ejemplos.
Es decir, aquellos que
sucumbieron al canto de sirenas, al llamado del éxito mundano como única forma
de trascendencia son más proclives a
este tipo de salidas.
Nadie está preparado para caer
desde tan arriba.
En cambio, los eternos perdedores están siempre entrenados
para lo peor. De modo que nada los toma por sorpresa.
Pero tranquilos. Salvo alguna
excepción, para estos muchachos regodearse en la idea del suicidio es una forma
de exorcizar sus seducciones.
Como todos los mortales,
independiente de la edad, ellos quieren vivir a tope el momento que atraviesan.
Lo mismo que sus iguales de otros
tiempos se reunían en la esquina, jugaban fútbol en los potreros o se escapaban a ver películas, ellos se
sumergen en el parpadeo azulado de sus aparatos digitales.
Algunas veces regresan lúcidos.
En otras la confusión los rodea como un manto.
Y no acaban de entender por qué no uso teléfono móvil.
¿Cómo hace para vivir, entonces? Me preguntan en coro.
Pues como vivía la gente hace veinte años: sin
teléfono móvil. Los amantes furtivos concertaban sus citas, los médicos atendían los llamados de sus pacientes y los
comerciantes hacían sus negocios.
Al final, las dichas y los
infortunios eran los mismos, les digo.
Solo consigo que me escuchen con mayor escepticismo. Como una
suerte de conspirador aún peor que sus
padres. Estos últimos al menos se esfuerzan por parecer contemporáneos. Incluso se visten
como sus hijos y tararean una que otra tonada de reguetón.
El eterno adolescente, desde Homero
hasta nuestros días, sigue renovando su capacidad de fascinación. Ese aire
entre desamparado y autosuficiente siempre será motivo de preocupación para los
adultos.
Inquietos, los más viejos nos miramos en ese espejo y
creemos ver en su estupor una etapa ya superada.
Pero se trata de otra forma del
escapismo: échenle una ojeada al mundo adulto y verán como las obsesiones, los
temores y las ansiedades se acumulan. Solo que presentados de otra manera. O, a
lo sumo, disfrazados detrás de una aparente seguridad apuntalada con tarjetas
de crédito, fanfarronerías y juguetes caros.
Si se quiere, lo que llamamos
sabiduría no es más que un desfile de hormonas fatigadas.
Hielo líquido.
PDT . Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Ya entiendo. Quieres decir que los adultos somos adolescentes sin futuro. Creo que tienes razón.
ResponderBorrarJa, ja, ja. Y mucho me temo que sin pasado, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarPor eso los adolescentes nos ven como intrusos en su presente.
Un abrazo y hablamos,
Gustavo
Ciertamente, nunca he escuchado a algun adulto decir que quisiera volver a ser adolescente, unos aspirarian a ser niños y otros a querer retornar a la juventud. Nadie quiere esa 'desventurada' fase de la vida. Eso tal vez se explique por sí mismo, porque aparentemente nunca abandonamos esa condición, aunque no seamos conscientes de ello.
ResponderBorrarApreciado José : sospecho que el elogio desmedido de la " madurez" esconde una profunda desazón ante la falta absoluta de certezas.
ResponderBorrarDon Lalo lo sintetizó mejor que nadie : " Los adultos somos adolescentes sin futuro".