En 1913 el escritor francés Marcel Proust publicó Por el camino de Swan, el primer tomo de la saga de En busca del tiempo perdido, una de las obras definitivas del siglo que empezaba. Fue un intento desesperado, inútil y por lo tanto bello, de aprehender el tiempo a través de las palabras, en una suerte de estética del recuerdo.
La clave de su técnica es la sinestesia de las imágenes. Los sentidos recogen frutos- los recuerdos- que después son convertidos en relatos por el autor hasta urdir una trama que dé cuenta de su vida personal y su experiencia histórica.
Proust, hipocondriaco e hipersensible, tenía razones de peso para forjarse ese propósito: los avances en la mecánica, la industrialización y las comunicaciones habían acelerado la vida hasta alcanzar un ritmo que amenazaba con la desintegración de la experiencia humana como se concebía hasta entonces.
La manifestación física de ese fenómeno fue el incremento constante en la producción y el consumo de relojes. Después de todo, a partir del Renacimiento la expresión El tiempo es oro se había convertido en credo y mandato.
El automóvil, el aeroplano, las armas de corto y largo alcance, el ferrocarril y el telégrafo, así como el desarrollo de las bases de la genética estimularon al genio de Albert Einstein para esbozar su Teoría de la relatividad, una revolución no sólo de la física teórica, sino de nuestra percepción de las relaciones entre tiempo y espacio.
Así las cosas, en medio de ese vértigo estábamos obligados a fijar el mundo si no queríamos sucumbir a la disolución y la locura. Si el cine, la pintura y la música supieron capturar el movimiento, la literatura tenía que procurarnos al menos la ilusión de la permanencia del tiempo en nosotros.
Tal como lo hacían los científicos, los artistas respondieron a su modo: Igor Stravinski con sus partituras dislocadas y llenas de síncopes que ya prefiguraban el rock como manifestación sonora y lírica de la sociedad industrial. En pintura, los cubistas presentaban al mundo su panorama de almas y cuerpos fragmentados por las fuerzas centrífugas de la producción en serie. Los arquitectos oponían la funcionalidad y el pragmatismo burgués a las pretensiones ornamentales y simbólicas del barroco. A su vez, los futuristas de Marinetti glorificaron las máquinas antes de emprender la huída a su propio país del nunca jamás.
Encerrado en su cuarto insonorizado, Proust intentaba, pues, hacer algo similar a lo de Marcel Duchamp en su controvertida obra fundacional: fijar el movimiento de una rueda de bicicleta sobre la superficie inmóvil de una silla.
La bicicleta: otro símbolo de ruptura que permitía atravesar campos y ciudades al ritmo impuesto por la energía de quienes la utilizaban.
No muy lejos de ese escenario doblaban las campanas y se presagiaba el estallido de las armas que hicieron del exterminio en masa un asunto de ingeniería. La Primera Guerra Mundial se aprestaba a destruir lo viejo y a abrir las puertas a lo desconocido: las maravillas de la ciencia y la técnica galopaban junto a los jinetes del Apocalipsis. Y los artistas lo vieron.
Desde entonces, son muchos los libros que se han ocupado de ese tránsito de los siglos XIX al XX. Novelas, ensayos, poemas y tratados de historia nos hablan de la cantidad de cambios culturales, sociales, religiosos y económicos experimentados por la humanidad entre 1880 y 1914, año del inicio de la primera guerra. Las luchas de las mujeres por el derecho al voto que, de paso, les abrió las puertas del mundo. Los descubrimientos de la ciencia al interior del cuerpo humano y en los confines del universo. El surgimiento del consumo y la sociedad de masas como claves para la consolidación de la burguesía, el capitalismo y su expresión política: la democracia.
A lo anterior se suman los avances de la medicina y la liberación del cuerpo como instrumento de placer, asunto que socavó las ataduras morales vigentes hasta entonces. En la otra cara aparecían criaturas de pesadilla: la rendición del hombre a la mercancía anunciada por el marxismo. La guerra como racionalización del poder del Estado. La alienación colectiva, los horrores coloniales , el racismo, los nacionalismos y el odio a los judíos le devolvieron el sentido a la célebre imagen de Saturno devorando a sus hijos, tan frecuentada por pintores y poetas.
En nuestros días dos escritores nacidos al despuntar los años setenta del siglo XX han vuelto con renovado vigor sobre esos tiempos, que no cesan de proporcionar revelaciones. Se trata de Philipp Blom ( Hamburgo, 1970 ) y Florian Illies ( Bonn, 1971).
No es casualidad que sean alemanes. Esa tierra fue uno de los sismógrafos de las grandes convulsiones vividas por la humanidad entre 1880 y 1945: las revoluciones rusas de 1905 y 1917, la caída del Imperio Austrohúngaro, la Primera Guerra Mundial , el advenimiento de Hitler y la Segunda Guerra Mundial desatada tras su llegada al poder.
El libro de Blom, publicado por primera vez en inglés en 2008, lleva el título de Años de vértigo, Cultura y cambio en occidente, 1900-1914. Por su lado, 1913, un año hace cien años, la obra de Illies, apareció en 2013. Hasta en eso son contemporáneos los autores.
Ambas obras son convergentes en su disimilitud. Por eso mismo se complementan. Mientras Blom, historiador de profesión, levanta un edificio de sólida arquitectura que nos permite una exploración profunda de la época en su conjunto, Illies, formado en Historia del Arte, urde un exquisito tejido de anécdotas que nos acercan a la vida de los artistas y su expresión a través de rupturas con antiguas escuelas, renovación de lenguajes, formación y disolución de vanguardias. Todo ello, salpicado con revelaciones sobre su vida personal- no pocas veces deliciosos chismes- que le ayudan al lector a entender los múltiples sentidos de fenómenos como el dandismo, el esnobismo, el surrealismo, el futurismo y toda una saga de ismos que nos hablan de nuevas maneras de vivir y crear ancladas siempre en la voluntad de demoler viejas servidumbres: de clase, de género, de identidad sexual. Vale decir: toda una revolución política que, como las grandes revoluciones, tenían más que ver con la vida cotidiana que con las sangrientas y fracasadas utopías lideradas por toda clase de caudillos.
Para ilustrarlo, un breve fragmento leído en la página 62 del libro de Illie, a propósito del rol desempeñado por los doctores Freud y Schnitzler en el ambiente cultural de la época: … como dos imanes de igual polaridad, no podían acercarse. No obstante, ambos se lo tomaban con humor. Cuando en 1913 llevaron a la consulta del doctor Schnitzler al hijo ensangrentado de un industrial al que un poni había mordido en el pene, el médico dijo: “ Trasladen de inmediato al paciente a urgencias… y al poni con el profesor Freud”.
El sicoanálisis, como el marxismo, el futurismo y las vanguardias estaban en el centro del debate, en un recorrido que pasaba por Londres, París, Viena, Berlín, San Petersburgo y la ya no tan lejana Nueva York. De ahí que la anécdota sobre los célebres médicos no resulte un asunto menor. Mientras Freud se ocupaba del inconsciente y las pulsiones, los artistas exploraban sus manifestaciones a través de la música, la arquitectura, la pintura, la literatura y, por supuesto, el cine y la fotografía, dos productos de la técnica que reclamaban un sitio propio al lado de las artes clásicas.
Un dato: al contrario de lo postulado por sus detractores, no era Freud el obsesionado con la sexualidad. Era la época, que buscaba en el sexo un resquicio para escapar a la desazón provocada por unos tiempos en los que la producción y el consumo empujaban a hombres y mujeres hacia un callejón sin salida, cuyos límites eran la alienación pura. En realidad era la desesperación y no el placer lo que explicaba el frenético ritmo de cópulas que se parecían cada vez más al mecanismo de una cadena de montaje. La pornografía no tardaría en llevar ese estado de los cuerpos a su máximo nivel de automatismo y degradación.
Uno puede aventurarse a leer los dos libros como si fueran uno solo y el asunto funciona al modo de un rompecabezas histórico en el que todas las piezas encajan. Mientras Años de vértigo se ocupa de la guerra, 1913 nos muestra a un joven Chaplin descorriendo en sus películas silentes los velos de lo que se avecinaba para la humanidad . La conocida imagen de Charlot atrapado en el engranaje de un reloj es toda una parábola sobre los peligros que alentaban detrás de las alegres odas de los futuristas. Asimismo, la exasperada sexualidad de Alma Mahler y su relación con el pintor Oskar Kokoschka ilustran las luchas de las mujeres por su liberación tan bien como los heroicos actos de las sufragistas londinenses.
¿Qué tenían en común los escritores Robert Musil y Alfred Doblin con Hitler y Stalin? ¿ Qué pasadizos secretos unían a Pablo Picasso con el emperador Francisco José? ¿ Qué clase de lazos existían entre el Zar de Rusia y la locura del poeta Georg Trakl o la danza de Nijinsky? ¿ Entre la poesía de Rilke y la actriz Marlene Dietrich? ¿ Qué puentes podían tenderse entre el autor de Bambi ( aparte de una novela pornográfica) y el futuro mariscal Tito?
En apariencia poco. Pero si el observador se consagra a seguir los sutiles hilos que señalan la trayectoria de toda vida, no tardará en descubrir que los pasos de esos hombres y mujeres se cruzaron en alguna dimensión del tiempo y el espacio, sin que llegaran lo que se dice a conocerse. De esa materia está hecho el espíritu de una época : un trenzado de causas y azares que acaban por empujar el tren de la historia. Cada uno a su manera , los autores de estos libros nos cuentan que Hitler y Stalin se cruzaron alguna vez en su recorrido por las calles de Viena, sin sospechar siquiera lo cerca que habrían de estar uno de otro en el mapa de la Historia, y ni hablar del decisivo y terrible papel que jugaron en el destino de millones de personas.
Lo mismo puede decirse de los cientos de personajes que surcan ambas obras. Todos ellos dejaron la impronta de su grandeza, de sus arbitrariedades, de sus miserias, de sus anhelos y pesadillas en la memoria de la humanidad. Alguna vez, entre 1900 y 1914 sus vidas y obras llenaron de luz o de penumbra la vida de sus contemporáneos y de las generaciones por venir.
De todo ello dan cuenta estos dos libros claves para entender el enorme paso que supuso para el mundo el tránsito del siglo XIX al XX.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=5UJOaGIhG7A
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