Mi vecino, el poeta Juan Carlos Aranguren, regresó por estos días de su Santa Marta natal, después de pasar la temporada de fin de año con su familia elegida: media docena de pescadores de Taganga y dos marineros holandeses que le han dado muchas veces la vuelta al mundo y lo proveen de una al parecer inagotable dosis de genuino whisky escocés que él prefiere canjear por botellas de ron Tres Esquinas.
- ¿ Te has fijado , coño- me dijo a manera de saludo – en que las peregrinaciones masivas de fieles devotos ya no son a La Meca , a Jerusalén, a Santiago de Compostela a Belén de Judá o a Katmandú, sino a Miami, Cancún, Punta Cana o a La Isla Margarita ?
- ¿Y qué quieres? Los tiempos cambian- le respondí, más sorprendido por su sorpresa que por una noticia tan vieja: al fin y al cabo desde hace más de un siglo el turismo funciona como un sucedáneo de la experiencia religiosa para millones de feligreses de las clases medias y altas en el mundo entero.
- No seas cínico, cuadro, insistió mientras trataba de sobornarme con un trago doble de ese licor con el que el maestro Alejandro Obregón preparaba sus legendarios sancochos trifásicos. Mira que no es solo la desaparición de esos ritos en los que la gente renovaba su relación con el cosmos a través de viajes iniciáticos a lugares remotos. Si quieres nos damos una vuelta por los centros comerciales para que veas cómo las personas cambiaron los altares por las vitrinas.
- Ah, carajo- pensé- este le estuvo dando duro a la Santa Marta Gold con sus compinches del Caribe o tuvo una iluminación con los sabios de la Sierra Nevada. Para el caso daba lo mismo.
No sé si fueron los efectos del ron o de su verbo encendido, pero terminé acompañándolo a un paseo por esos centros comerciales que se han propagado como maleza en los últimos años y son el escenario de una curiosa paradoja: cuanto más se empobrece la gente, más consume, como si este último acto fuera la tabla que va a salvarla de la pérdida del estatus y el reconocimiento.
Como siempre, terminamos sentados en una banca viendo pasar el mundo. Y sí. Allí estaban las familias- abuelos incluidos- extasiadas ante las vitrinas todavía adornadas con motivos decembrinos. No me quedó más remedio que darle la razón: mientras mi mamá Amelia le reza a San Antonio, a las ánimas, a San Isidro o a San Roque, dependiendo de su grado de angustia o necesidad, estos otros se postraban de hinojos ante un par de zapatillas Nike, una camiseta con el inefable lagarto de Lacoste o un perfume de Carolina Herrera acaso fabricados en China. Quién sabe. Son tan confusos estos tiempos que a lo mejor esa devota familia estaba orando frente a un panteón de dioses con los pies de barro. Tengo unos cuantos conocidos que no tienen sosiego si no pueden salir mínimo una vez al año a darse una vuelta – al fiado, claro- por uno de esos sitios adornados con un aura mágica por los publicistas de las agencias de viajes. Pero qué le hacemos. A estas alturas del camino ya nos toca consolarnos con esa versión prosaica, pobre y recortada de la Historia Sagrada que tanta angustia le produce al buenazo de Aranguren.
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