viernes, 12 de diciembre de 2025

Wilmar Vera después del infierno


 


En el sueño o en la vigilia las pesadillas acontecen en la eternidad. De ahí deriva su carácter ominoso: al ubicarse fuera del tiempo carecen de principio y fin, al menos mientras duran. Quien las padece no tiene donde esconderse.

Los datos- siempre los datos- nos dicen que el profesor universitario, historiador e investigador Wilmar Vera Zapata fue detenido por miembros de la Sijin el 8 de junio de 2012 mientras impartía una de sus clases. Se le acusaba de ser el instigador del asesinato del excandidato al Concejo de Pereira, Alexánder Morales, con quien se había asociado en lo que parecía un promisorio negocio de explotación de carbón en La Jagua de Ibirico, Departamento del Cesar, previo aporte de cincuenta millones de pesos por parte del profesor.

Al final el negocio no se concretó, pero a pesar de eso el excandidato nunca devolvió el dinero. Para la Fiscalía eso configuraba suficiente indicio, aparte de las declaraciones de Carlos Andrés Velásquez, el sicario que disparó contra el joven político.

Con esa materia se tejió la pesadilla de Wilmar Vera Zapata, avivada por las presiones de la familia de la víctima y de un sector de los medios de comunicación regionales que empezó a hablar de " la captura del asesino" sin disponer de prueba alguna sobre la culpabilidad del acusado.

En un intento de exorcizar esos demonios, Vera Zapata escribió y publicó el libro ¡Soy inocente!, Crónica de un falso positivo judicial. En realidad, el eufemismo falso positivo debería ser reemplazado por la palabra abuso. Para demostrar el tamaño de ese abuso y las consecuencias en su vida privada y profesional, el autor se dedica a aportar pruebas y testimonios a lo largo de las 247 páginas de esta obra prologada por el prestigioso periodista Alberto Donadío y presentada por el también periodista y editor Abelardo Gómez Molina.




 

“El que afirma prueba”, sentenciaron los jesuitas en tiempos de la Inquisición. Y si no encontraban pruebas las inventaban a la medida de sus intereses. Así llevaron a miles de inocentes a la hoguera. Hoy las hogueras se atizan a través de los medios de comunicación, las redes sociales y el eterno chismorreo que vuela de boca en boca.

 

Estar preso es vivir muerto.

Las cárceles son bodegas donde el mayor dolor no es solo estar privado de la libertad sino ser consciente de que los minutos y las horas pasan sin destino, van a ninguna parte. En especial si uno es sindicado.

 

Con esa serenidad, claridad y lucidez inicia Wilmar Vera el relato de su paso por el infierno. A pesar de que su condición de periodista le permitió percibir más de una vez la podredumbre del sistema judicial en particular y de los aparatos del poder en general, la certeza de su inocencia le dio fuerzas para continuar la lucha aun en los peores momentos de desaliento, esas formas del desasosiego que impregnan los días y las noches a lomos de una rutina perversa.




 

La jornada diaria es regulada y planeada de tal forma que cualquier desvío de su discurrir definido es una verdadera novedad. Puede ser que abran la celda más tarde, que se demore la repartición de la comida o que realicen el encierro a destiempo, pero las horas y los días se vuelven una sucesión de repeticiones calcadas una de la otra, tanto que en algunos momentos no se sabe qué día es, ni qué diferencia hay entre una semana y la otra, o entre un mes y otro, dice el narrador y uno siente que de esas repeticiones está hecha la materia del infierno.

 

Su destreza como cronista le permite mantener ese tono a lo largo de todo el libro. Ya se trate de su propio sufrimiento o de los testimonios de otros  compañeros de cárcel. Pero detrás de la aparente calma el lector siente el tumulto de años, meses, semanas, días, minutos y segundos con el que los mortales medimos nuestro paso por el mundo y que para el prisionero se traducen en una pesadilla sin final.




 

Falso positivo judicial: curioso y aséptico nombre para una trama de componendas, dilaciones, sospechas convertidas en pruebas. En el fondo se agita el drama real del propio acusado, de su esposa Ángela de, su hija Manuela y de sus padres obligados a mostrar fortaleza en medio del abatimiento. El periodista Abelardo Gómez lo sintetiza así en uno de los párrafos de su presentación:

 

Sacamos conclusiones apresuradas, confiando en que la Justicia se daría cuenta del error cometido y que, en pocas semanas, si mucho algunos meses, saldría exonerado tras valorar la contundencia de la verdad. Tarde comprendimos todos,  ese mismo año y de la forma más absurda, que era víctima de un montaje de fuerzas muy poderosas que necesitan disfrazar sus actos desviando la atención hacia un chivo expiatorio.

 

“Error, “Verdad”, vocablos que pierden su sentido y adquieren otro cuando los intereses en juego manipulan el lenguaje en su propósito de generar confusión.

¿En qué plano se ubica la “verdad” y a qué normas obedece? ¿Dónde, en qué mundo le compensan al acusado las consecuencias de un “error” que erosiona parcelas enteras de su vida? Ya sabemos que, sobre todo, la justicia es un instrumento en manos del poder político y de todos los poderes. Por eso, monseñor Óscar Arnulfo Romero decía en sus sermones que “La Justicia es como las serpientes: solo muerde a los que van descalzos”. Por lo visto, Wilmar Vera Zapata andaba descalzo cuando se vio envuelto en esa urdimbre que amenazó con hacer trizas su vida y la de los suyos. Por fortuna para ellos, la solidaridad afloró desde distintos frentes. En ese trance tuvo además  la compañía de los libros, de algunos amigos que se manifestaron incondicionales y sobre todo una fe que le brotó de no sabe dónde y que le permitió, en compañía de sus asesores, desmontar, una a una , las piezas con las que fue armada esa celda enorme en la que transcurrieron (¿ Transcurrieron?) veintisiete meses de su vida con sus días de infamia y sus noches de insomnio, a las que no fue ajena una saludable dosis de ironía como la que aflora en la página  218 de su libro con este título impagable: “ Una feliz navidad (?) canera”.


   PDT. les comparto enlace  a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=FN5oLBXiNvM&list=RDFN5oLBXiNvM&start_radio=1

 

 

 

lunes, 1 de diciembre de 2025

Deslumbrado y confuso

 


 


Al menos para mí la conversación tuvo un acento delirante. El hombre, llamado Adrián, me invitó a un café en un concurrido lugar del centro de Pereira con nombre de arrabal: El Cafetín. Las paredes, decoradas con fotografías de viejas glorias del tango y el bolero, hacían más notorio el contraste con el monólogo -   yo apenas hablé- que se inició.

He compuesto más de quinientas canciones con Inteligencia  Artificial, dijo a modo de preámbulo, con un brillo de suficiencia en la mirada. Estoy haciendo los trámites para patentar mis derechos ante Sayco y Acinpro, añadió y despachó el café de un  sorbo para pedir otro al instante. Por lo visto, se avecinaba una peligrosa combinación de adrenalina y cafeína.

Previendo que el asunto iba para largo, me acomodé en la silla y pensé que era demasiada alharaca: El Caballero Gaucho, compuso- mal contadas- más de un millar de canciones en su fértil carrera como cultor de la música popular, constituyéndose en algo así como la banda sonora de los habitantes del Eje Cafetero colombiano y del área de influencia de la llamada colonización antioqueña. Devoto como soy de su cancionero, me dije en silencio: me cago en la Inteligencia Artificial

Como bien sabemos, Sayco y Acinpro, una suerte de criatura bicéfala, es la entidad que en teoría vela por los intereses y derechos de los compositores y autores colombianos, en el entendido de que uno es el que escribe la letra y otro el encargado de componer la música, aunque a veces resulte ser la misma persona.

¿Si las canciones son escritas por una Inteligencia Artificial, cómo puede alguien patentarlas con nombre propio y a nombre de quién quién se interpone la demanda en caso de plagio o sospecha del mismo? Era la pregunta que rondaba mi cabeza.




Por lo visto, aparte de compositor prolífico, Adrián también puede leer la mente del interlocutor, porque sin fijarse en gastos se lanzó a explicar, mientras yo ponía, según  escriben los novelistas  gringos, ojos como platos.

El asunto es así: yo escribo las canciones, que pueden ser en distintos géneros como bachata, bolero, balada, pop, despecho y muchos otros. Cuando la letra está lista le solicito a la Inteligencia Artificial que componga la música y le especifico el ritmo. El paso siguiente es la búsqueda de un intérprete adecuado para cada género. Luego viene la comercialización a través de alguna o varias de las plataformas existentes. Para eso debo pagar primero a la empresa dueña de la Inteligencia Artificial; sin ese requisito no puedo iniciar la monetarización. Así dijo: monetarización.

A esas alturas, la escena parecía sacada de una película de Buster Keaton pero con mucho ruido: las conversaciones de los parroquianos, la voz de Felipe Pirela o Agustín Magaldi y el entrechocar de platos y pocillos de porcelana se sumaban a Adrián haciendo sonar sus “composiciones” en un teléfono móvil de alta gama. Al menos debió elegir un lugar silencioso para hacer su revelación- pensé- pero tampoco dije esta boca es mía. El peso de tanta información nueva era demasiado para mis pobres entendederas.




Es norma de derecho y de convivencia presumir la buena fe de las personas. Demos por sentado entonces que Adrián es el autor de las letras de sus canciones y que puede volverse billonario vendiéndolas en un mercado en permanente expansión. Según el mismo me explicó, ya existen instrumentos para verificar su “autenticidad”. Aceptado este punto surgen otras inquietudes sobre quién es entonces el “autor” de la música y los arreglos, quién el intérprete y el productor. De ahí se deriva otra pregunta por los derechos y beneficios.

Como pueden ver, he abusado de las comillas, pero no hay ironía en ello. Es el reconocimiento de mi ignorancia. Sé que la noción de autor es poco menos que un anacronismo cuando un fulano puede solicitarle a un programa la composición de una sinfonía que, en un guiño a Dvorak, podría titularse “Sinfonía del Nuevo Mundo”… pero con dobles comillas.

Siguiendo esa ruta, igual puede decirse de nociones como “original”, un concepto siempre puesto en entredicho por la maestría de algunos falsificadores. Es bien conocido el caso del holandés Han van Meegeren, que le vendió una de sus “obras" de Vermeer al mismísimo Hermann Göring durante la ocupación nazi a los Países Bajos. Es de resaltar que la compra estuvo precedida por análisis de conocidos “expertos” que refrendaron su “autenticidad”.




Por hoy dejemos a las útiles comillas en paz. Soy consciente de que, como siempre a lo largo de la historia, los humanos estamos ante un umbral, viva expresión virtual del infinito universo en expansión. Después de todo, igual que la rueda fue y sigue siendo una extensión del pie y el hacha una extensión de la mano, la Inteligencia Artificial es una expansión de la mente del hombre. Dicho de otra manera, un artificio que, como todos los anteriores, puede ser usado con fines buenos o malos. Por lo pronto, deslumbrado y confuso, espero que Adrián, el autor de canciones, pase a engrosar la lista de billonarios que surgen cada día en esa tierra de nadie y de todos llamada Internet.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=w772GXG5LnE&list=RDw772GXG5LnE&start_radio=1