lunes, 10 de noviembre de 2025

Tan viejas como el mundo

 




Cocina fusión. Música fusión. Ropa fusión. Arte fusión. Como si acabaran de inventar el concepto, las modas al uso hablan de fusiones por todas partes. Es más: todo lo in exige su dosis de fusión; incluso las llamadas uniones interraciales caben en ese concepto.

En realidad las fusiones de todo tipo son tan viejas como el mundo. De hecho, la vida sobre la tierra es el resultado de múltiples fusiones que dan lugar a una vida nueva. Incluso las cosas llamadas inanimadas son el resultado de una cadena de  encuentros. Pero como el mercado se alimenta de novedades, los expertos propagaron la fantasía de algo que bien podría expresar el espíritu de los tiempos. Por eso ahora todos quieren fundirse en un abrazo cósmico.

Bien sabemos que la gran creación humana es la cultura en la más precisa acepción de la palabra, es decir, la de cultivo, que alude al acto de escoger y preparar la tierra, desbrozarla, abonarla, sembrarla y dedicarle todos los cuidados hasta obtener una buena cosecha. El logro de los objetivos sería imposible- cómo no- sin las fusiones.

El Diccionario de la Lengua Española presenta varios significados para el vocablo  fusión. Uno de ellos habla de fundición, derretimiento, aleación, amalgama. Otro alude a unión de intereses, ideas o partidos. Y uno más se refiere a unión, unificación, asociación, vinculación y anexión. De modo que el mandato de madre natura es claro: criaturas de todos los tiempos y países, fundíos.

Abstracciones aparte, cuando las abuelas confeccionaban colchas de retazos con cuanto trapo encontraban a mano estaban fundiendo materiales destinados a adornar la cama y a protegerse del frío. Cuando se trasladaban a la cocina a preparar el sancocho para la numerosa prole, tomaban un plátano de aquí, una yuca de allá, una papa de este lado y un pedazo de carne- si lo había- y se consagraban a la preparación del milagro apuntaban en la misma dirección. De hecho, la palabra sancocho quiere decir mezcla, reunión: de ahí el profundo sentido comunitario de ese plato típico colombiano. Algo parecido sucede con platos tan emblemáticos para el fundamento de las nacionalidades como la paella en España, los tacos en México o los frutos de mar peruanos. En últimas, se trata de una reunión que alimenta a partes iguales el cuerpo y el alma.




En el campo de la música, el concepto cobra un nuevo vigor, si nos atenemos a que no existen músicas puras como lo quisieran los nacionalistas y regionalistas extremos: cada ritmo, cada vertiente es el resultado de un encuentro que de golpe nos lleva siglos atrás. Cuando el compositor checo Antonin Dvořák  (1841-1904) vivió en Estados Unidos entre 1892 y 1895, período en el que dirigió el Conservatorio Nacional de Música de Nueva York, quedó tan impactado por las músicas religiosas de los negros- el  gospel y los spirituals-, que bajo su influencia acabó por componer la más célebre de sus obras: la Sinfonía N° 9, más conocida como Sinfonía del Nuevo Mundo.  Es bien conocido el caso de Felix Mendelssohn (1809-1847), que a pesar de su  célebre aversión por las músicas folclóricas, al final resultó tocado- en el sentido literal- por el sonido de las gaitas escocesas después de nueve viajes a Gran Bretaña.




Llegados al siglo XX, el surgimiento de la Salsa entre los sectores latinos de Nueva York resulta más que ilustrativo. Si el encuentro inicial entre las músicas indígenas y negras del Caribe con los ritmos europeos dio lugar al rico paisaje sonoro que caracteriza a Cuba, República Dominicana, Puerto Rico,  Jamaica, México, Panamá, Venezuela y la  Costa Atlántica colombiana, su amalgama con las músicas norteamericanas alumbró el fértil y colorido panorama de una cultura hecha con retazos de los pueblos llegados del mundo entero. Por eso, a pesar del tinte comercial que fue clave en el surgimiento de Fania Records, el término salsa, en cuanto alude a la mezcla de  varios ingredientes, tiene un peso integrador que expresa a cabalidad el fenómeno cultural implícito en los movimientos migratorios.

Algo parecido sucedió con el nacimiento del rock. Si bien por comodidad algunos lo datan en los años cincuenta del siglo XX, en realidad debemos remontarnos mucho más atrás. Cuando escuchamos con atención una obra como la Sinfonía N° 1 de Gustav Mahler (1860-1911), conocida como Titán, no tenemos que forzar mucho el oído para   descubrir una descarga de rock que nada tiene que envidiarle a lo mejor de Metallica, para poner un ejemplo.

Pero hay más: mucho antes de los movimientos por los derechos civiles que lucharon contra el racismo en la década del sesenta, los ritmos blancos y negros de Norteamérica habían conseguido fundirse hasta derribar barreras que hasta entonces parecían insalvables. Fue el cruce entre el folk y el country blancos con el gospel, el blues y los spirituals el que finalmente engendró una de las más poderosas corrientes musicales de la última centuria. Basta con escuchar a Sister Rosetta Tharpe (1915-1973) armada de una guitarra eléctrica, para identificar en sus acordes el germen de ese ritmo que no tardaría en dividirse en una diversidad de corrientes tan fértiles que obligó a los estudiosos a inventar toda suerte de etiquetas para nombrarlas: rock & roll, sicodelia, rock progresivo, rock sinfónico, hard rock, metal, punk y unas cuantas más.




Como la vida misma, las fusiones no pueden detenerse: hacerlo resultaría mortal. Sobre sus espaldas gravita el peso de la existencia toda. Poco importa si hablamos de comida, de pintura, de arquitectura, de sexo, de baile, de literatura o de religión. No sé ustedes, pero tengo la certeza de que sin la presencia de los árabes en España  y sin la llegada de los españoles a América, no se hubiera presentado el encuentro con el espíritu de Las Mil y una Noches y, por lo tanto, hubiese resultado imposible una obra como Cien Años de Soledad.  Fue ese diálogo lo que permitió esa Sinfonía del Nuevo Mundo Literaria que cambió la manera de vernos a nosotros mismos. Como podemos ver, más allá de estrategias publicitarias, las fusiones son tan viejas como el mundo.


   PDT. les comparto enlace  a la banda sonora de esta entrada:

https://www.youtube.com/watch?v=-88l-M0KgkI&list=RD-88l-M0KgkI&start_radio=1

 

 

sábado, 1 de noviembre de 2025

Cultura y política

                                               Piedra del sol



Una ronda periódica por los medios de comunicación, incluidas las redes sociales, no tarda en conducir al visitante a una certeza: el propósito manifiesto o velado de los poderes de despojar a las personas de su cultura, vale decir, del soporte mismo de su existencia. El concepto de alienación adquiere aquí su dimensión precisa. Un ser despojado de sí mismo queda en manos de las fuerzas que todo lo controlan en su propio beneficio y en detrimento del individuo y la sociedad.

Poco importa la naturaleza de esos poderes: políticos, religiosos, económicos o familiares, al final da lo mismo. El truco no tiene misterio. Basta con manipular el lenguaje. Despojar las palabras de su sentido y otorgarles uno distinto para provocar la confusión. En ese punto la mente clama por un guía, una fórmula que la conduzca al camino correcto. En ese momento aparece el mesías, el gurú, el caudillo o el coach, para utilizar un vocablo caro al mundo de la administración. Al carecer de mirada crítica la persona está inerme y acaba engrosando las filas de cualquier ejército de salvación.

Los políticos, así como los expertos en mercadeo y publicidad lo tienen claro: huérfana de su propia cultura una sociedad puede ser sometida a un reimplante en el que ese poderoso aliento vital   es sustituido por la pura demagogia, por la promesa de ese mundo feliz del que hablara Aldous Huxley en su novela. Así pues, se trata de extirpar la Cultura con Mayúsculas para remplazarla por una cultura chiquita a la medida de los intereses en juego. Peor aún: por una caricatura de sí misma que la convierta en objeto deleznable. Logrado ese propósito, el camino queda abierto para todo el que quiera colonizar esa tierra de nadie.




El siglo XX fue pródigo en ejemplos: mientras el estalinismo quiso imponer el “ realismo socialista” como fórmula  para poner el arte al servicio de un modelo totalitario, la China de Mao acuñó el eufemismo “ Revolución Cultural” para disfrazar un plan que condujo al hambre, el atraso y el exterminio.

Por su lado, la Alemania Nazi se sacó de la manga un improbable pasado heroico que no solo negó de plano la validez histórica de los otros pueblos sino que hizo de su aniquilación física y moral un propósito colectivo.

Cuando les llegó el turno, los   ganadores de dos guerras mundiales hicieron de la propaganda poco menos que un arte mayor. Tenían razones de sobra. No solo contaban con los viejos periódicos sino que tenían la radio, el cine, la televisión y , entrado el nuevo siglo, el universo infinito de internet. No fue difícil convencer al mundo de que el consumo y el derroche eran las únicas formas de trascendencia en este mundo. Cuando el “American way of life” se hizo planetario, incluso en el llamado mundo socialista el terreno estaba listo para un nuevo advenimiento: el reinado de las grandes corporaciones encargadas de proporcionar las condiciones de bienestar. El resultado ya había sido previsto por algunos pensadores desde mediados del siglo XX: el debilitamiento e incluso la desaparición del Estado- Nación como modelo de organización social y con él la democracia misma en tanto instrumento de legitimación. De ahí la erosión de entes como la Organización de las Naciones Unidas y  la Organización de Estados Americanos, que  jugaron un importante papel como negociadores en tiempos  de la Guerra Fría. Sin criterio y por lo tanto sin pensamiento crítico para tomar distancia de la multiplicidad de fenómenos que los asedian, los ciudadanos- otro concepto en trance de revisión- se mueven en una deriva en la que creen ser dueños de  su destino, al modo de esos surfistas convencidos de que gobiernan las fuerzas del oleaje parados sobre una tabla.






A esta altura del camino el desafío consiste en restituirles el valor a las cosas: no es la política la que crea la cultura por decreto, sino esta última la que fundamenta las acciones políticas enfocadas a transformar la sociedad. No son los influenciadores- el último detritus de la llamada sociedad de masas- los que  determinan las decisiones de la gente.  Aunque no lo parezca todavía hay tiempo. El gran patrimonio de la cultura que nos hace humanos está ahí, vivo y palpitante.   Alienta en las literaturas orales y escritas. Se agita en las músicas que se  fusionan y reinventan como lo hicieran los ritmos negros y anglosajones que con su diálogo engendraron  un fenómeno tan potente como el rock, banda sonora de  la luchas por los derechos civiles, desencadenadas  luego de la Segunda Guerra Mundial. Habita en los barrios, en las calles y en el vocerío de las grandes ciudades. Se insinúa en los coloridos murales que brotan  en las paredes como imprevistas plantas tropicales.

 Vale la pena tenerlo en cuenta: no es precisamente MTV la creadora de los ritmos latinos. Fueron éstos los que permitieron el florecimiento de esa corporación. No son las llamadas “Industrias Culturales” y sus mercados diseñados a medida las creadoras de mundos perdurables. Es al revés. Si lo entendemos así comprenderemos que todavía tenemos tiempo de retomar el control del propio destino y eso implica recorrer un camino distinto al postulado por la banalidad de los medios de comunicación. Contra toda apariencia, el mundo no son sólo caudillos, predicadores, influenciadores y Youtubers.

Basta con permitirse un momento de lucidez para entender y asumir que la relación  orgánica entre cultura y política debe fluir en otra dirección, hacia el terreno donde pervive lo humano como inalienable condición de la existencia.


PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=9qCBCSz1DeY&list=RD9qCBCSz1DeY&start_radio=1