Pedro Nel cultivó durante más de medio siglo una pequeña
parcela en los alrededores del Alto del Nudo, en el municipio de Dosquebradas.
Con los frutos de esa tierra levantó media docena de hijos y catorce nietos. En
compañía de dos hermanos llegó a la zona desplazado por la violencia entre
liberales y conservadores en la localidad caldense de Belálcazar. Corría el año de 1957 y el hoy
llamado “Municipio Industrial” era
apenas un reguero de casas dispersas en un terreno perteneciente a Santa Rosa
de Cabal. Estaban habitadas por familias de inmigrantes llegados
al corregimiento atraídos por la presencia de nacientes empresas como
Comestibles La Rosa y Paños Omnes, pioneras de la que más tarde sería toda una
corriente estimulada por el dinamismo de los mercados nacionales, por la
cercanía con localidades como Pereira, Armenia y Manizales, así como por su
ubicación estratégica en el centro del
país y su proximidad al puerto de
Buenaventura, en el mar Pacífico.
A pesar del
rápido y desordenado crecimiento
urbanístico de Dosquebradas, Pedro Nel y muchas familias como la
suya siguieron disfrutando de relativa
paz, interrumpida solo por las
esporádicas incursiones de malandrines dedicados al robo en menor escala : llegaban,
hurtaban alguna cosa y rara vez acudían
a la violencia.
“La
verdadera tragedia empezó con la llegada de los constructores de
urbanizaciones y condominios”, me dice
Pedro Nel en la cafetería donde nos citamos un sábado de agosto al medio día. Con ochenta años de edad tenía la esperanza de morirse
tranquilo en su parcela, sin deberle un
peso a nadie y sin molestar al prójimo. Pero fue este último el que empezó el
asedio. “Desde hace unos ocho años
empezamos a recibir la visita de gente
interesada en comprar la tierra para
construir”, afirma, y en sus ojos asoma una chispa de rabia y desazón. Según él, desde un principio dejó claro que no tenía
interés alguno en vender. Fue entonces cuando empezaron a suceder cosas. En
solo seis meses fueron víctimas de dos asaltos a mano armada, en los que fueron más el alboroto y la agresividad
verbal que el monto de lo robado. Luego se hicieron frecuentes los daños en los
servicios de agua y energía eléctrica.
Un tubo roto, un cable cortado y cosas así. También se volvió cosa común la
desaparición de los animales domésticos. Iguales cosas les sucedían a las familias vecinas.
A ese ritmo no tardaron en cundir el
miedo y el desconcierto. Fue así como al menos doce familias acabaron vendiendo
sus predios. Cuando se dieron cuenta estaban engrosando el grupo de personas
que recorrían barrios periféricos como
Los Pinos, Galaxia, La Mariana, El Martillo, Camilo Torres, Los Alpes o
Santiago Londoño, en busca de una casa para arrendar o comprar. De otra manera
habían sido víctimas de una forma de
desplazamiento más sutil pero no
menos dramático: la perpetrada por los
urbanizadores dedicados a construir
condominios campestres o
suburbanos para estrato seis, en un municipio donde, curiosamente, no existe
esa categoría.
Los nietos de
esos viejos colonos ya no tienen tierra
para cultivar. Algunos recorren las calles con una carreta, ofreciendo los
frutos comprados a un intermediario:
mangos, aguacates, naranjas, guanábanas. Lo que dicte el ritmo de las cosechas.
Otros buscan trabajo en el mismo sector de la construcción que les cambió la vida para siempre. Unos cuantos
ya andan enrolados en las pandillas
que crecen como hongos al ritmo del
tráfico de drogas a pequeña escala. Por su lado,
las muchachas se emplean en
cafeterías o tiendas en condiciones que violan de principio
a fin el código laboral. Las que ni siquiera contemplan esa opción ejercen la
prostitución sin haber llegado siquiera a la adolescencia. Un día entre semana
me reuní con dos de ellas que operan de manera abierta en la plaza cívica
Ciudad Victoria. En un día rentable cada una puede reunirse cincuenta mil pesos
para comprarse ropa, teléfono móvil y
ayudar a su familia.
Mientras eso
sucede, la industria local sigue desapareciendo, a resultas de políticas
erráticas y de la imposibilidad de competir con la avalancha de productos
llegados de China. Sectores como la confección y el calzado, tradicionales
generadores de empleo, libran una agónica batalla por sobrevivir. En el medio,
las familias desplazadas por la expansión urbanística esperan algo más que
discursos para que de verdad se muevan las industrias capaces de
brindarles opciones frente a las nuevas
formas del destierro.
Si señor.. y esa expansión urbanística tiene apellidos muy sonados y hasta presidenciables como Gaviria o Santacoloma. Pero ¿de qué sirve saberlo después de todo? Ay samba... Ay vida...
ResponderBorrar"Polvo de los caminos ocultan el llanto de ausencias tan largas"
http://www.youtube.com/watch?v=Mn2rhUjU_ns
Camilo.
Apreciado Camilo. La pregunta podría ser también : ¿De qué sirve escribirlo y publicarlo? Y la respuesta ya la dio un día el poeta turco Nazim Hikmet en sus cartas desde la cárcel: "La poesía es lo que nos queda a los hombres cuando todo lo demás ha fracasado".
ResponderBorrarLa vieja aventura, o desventura, de la gente decente y sencilla, que no advierte la llegada de la malicia y cuando ésta se hace evidente no tiene medios para oponerse. Me ha conmovido profundamente lo que cuentas. Es el lado oscuro del progreso, que trae consigo a estos pajarracos insaciables. Aciertas cuando hablas de nuevas formas de destierro. Y qué cruel…
ResponderBorrarMi querido don Lalo : en alguno de los bellos textos de su libro Fama y Oscuridad, Gay Talesse cuenta la historia del desplazamiento de los vecinos por parte de los tiburones interesados en la construcción del puente Verrazano en Nueva York. Lo cual quiere decir que en todas partes y en todos los tiempos se cuecen destierros.
ResponderBorrarAleccionador texto, amigo Gustavo, hace poco vi el mismo drama en un pueblo rural de EEUU cuando los granjeros eran tentados para que vendan sus tierras ricas en bolsones de gas, el negocio del Fracking y todo lo relacionado a las grandes petroleras. Esa imagen de gente sencilla con carretas ofreciendo productos de la tierra me hizo recuerdo a un documental que vi hace muchos años de su país y se me hizo de nuevo agua la boca como aquella vez cuando vi a unas señoras ofreciendo de casa en casa el fruto de una palmera (chonta, creo que llamaban) que a pesar de los parecidos geográficos no tenemos en Bolivia. Por demás, fue interesante la descripción de cómo tantas familias de campesinos dependían de ese cultivo. Mil perdones por el retraso.
ResponderBorrarChontaduro se llama el fruto, apreciado José. Aparte de ser delicioso, está rodeado de toda suerte de leyendas sobre sus propiedades afrodisíacas, al punto de que a su jugo se le conoce también con el nombre de "quiebracatres".
ResponderBorrarA propósito de Estados Unidos, no es casual que un significativo número de películas del oeste estén centradas en el drama del desplazamiento forzado de miles de pequeños granjeros a manos de los magnates de la minería y los ferrocarriles