Al fondo, muy al fondo del
tiempo, suena un tambor en la cerrada noche de África.
A miles de
kilómetros de allí, esclavizados, humillados y ofendidos, una mujer y su
hijo siguen a través de selvas y mares
el sonido de ese tambor.
Quizás sea, apenas, el sonido del
propio corazón.
Han sido despojados de todo,
menos de su anhelo de libertad. Para alcanzarla disponen de una inagotable
dosis de dignidad... y de buena memoria.
Sobre esas claves está construida la novela titulada La hoguera lame mi piel con cariño de perro,
de la escritora colombiana Adelayda Fernández Ochoa, ganadora del Premio Casa de
las Américas en su edición 2015.
Para empezar, podemos decir que la búsqueda de la identidad
individual es un tópico de la literatura
de todos los tiempos. Está en el Antiguo
Testamento en el relato de José y sus
hermanos. Aparece una y otra vez en las aventuras narradas por el viejo Homero.
Atraviesa de norte a sur las literaturas hispanoamericanas. De modo
que la novela de Adelayda
Fernández se inscribe en esa tradición,
y además la honra.
Apelando al recurso de un diálogo infinito entre Nay de Gambia y su hijo Sundiata, la
autora reconstruye el camino de sangre y
dolor recorrido por millones de hombres
y mujeres secuestrados en sus bosques
ancestrales y transportados como carne
en salmuera hacia las minas y las
plantaciones de América. En esa medida la novela es la recreación de un oprobio. Pero por eso
mismo es también un canto al coraje. Nay le transmite a su hijo la decisión de volver a la tierra de sus
hermanos y sus dioses. De ese modo
le devuelve el sentido a una vida
reducida a mercancía por traficantes y
hacendados. Como telón de fondo, resuena el estallido de la pólvora en las
guerras civiles colombianas, de las que los
negros no tardan en volverse otra vez carne de
cañón.
Al fondo. Muy fondo del tiempo,
sigue sonando un tambor en la cerrada noche de
África.
Mientras llega el momento, Nay de
Gambia se inventa pretextos para seguir su camino. Al principio sigue las huellas de Sinar, el padre de su hijo.
Más tarde, el guerrero libertario
Candelario Mezú será el motivo de
sus desvelos. A su lado, experimentará esos estremecimientos del
cuerpo que a veces se aproximan al milagro: “Desfallecemos
juntos. Afuera se revientan los sapos, y este es el único nido de mi vida, aquí he vuelto a
tener noticias de mi cuerpo, ¡ah!, tan
atento a mis latidos, todo lo presiente, todo lo sabe, surge de la pasión con
preguntas sobre mí, y su vigor me abraza, me acaricia, me socava con la tortura
más dulce”, recuerda y escribe, escribe y recuerda Nay, antigua princesa de Gambia convertida en
esclava. Quien conserva la memoria tiene
a la mano un arma para proseguir el combate. Así lo dice un antiguo
proverbio de sus ancestros: “Mientras el
león no aprenda a leer, la historia
seguirá siendo contada por el cazador”.
Al fondo, muy al fondo del
tiempo, suena cada vez más fuerte un tambor en la cerrada noche de África.
Nay de Gambia aprendió que en el
mundo de los amos blancos todo se compra con oro. Con el fruto de su trabajo
ella lo adquiere, lo atesora, lo defiende. Sabe que es una manera de acercarse al sonido del
tambor. Con el oro se cruzan aduanas, se compran salvoconductos, se consiguen pasajes en barco y en chalupa, se paga el silencio de los
poderosos.
Dotada de un magnetismo
sexual heredado del león y el tigre, Nay
de Gambia hechiza por igual a sus
amos y a sus hermanos. Eso le da
una seguridad en sí misma que contagia a su hijo. Movidos por esa fuerza cruzan
montañas y pantanos, eluden a los gendarmes
y llegan al mar. Sobrevivientes de muchas celadas abordan una embarcación que, no por
casualidad, lleva el nombre de Princesa: el mundo está sembrado de
presagios y resonancias que Nay de Gambia sabe descifrar. El camino de agua los
llevará primero a Europa y luego los
dioses del viento y de la hoguera se encargarán de aproximarlos a la
costa de África, donde al fin los
llamarán por su propio nombre y les
devolverán por esa vía lo más esencial de su sangre y de su historia.
Cerca, muy cerca, suena un tambor
en la noche limpia de África.
Con un lenguaje que palpita al ritmo del corazón de los
protagonistas, la narradora ha
conseguido acercarlos- y acercarnos- a
lo más cierto de sus raíces hechas
de tierra y sangre. Al final,
resulta apenas anecdótico que la
princesa Nay de Gambia y su hijo Sundiata aparezcan con su nombre y su rol de
esclavos en la novela María, de
Jorge Isaacs. Devueltos por obra y gracia de las palabras a sus bosques
y a sus dioses, devienen materia
de una memoria al fin recuperada. Solo entonces, vuelven a ser uno con su tierra y
su cielo, con sus demonios de las cuevas y sus dioses del aire. Plenos de sí
mismos sienten, como una recompensa, que la hoguera lame su piel con cariño de perro.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Hechizante historia que por su magnífica reseña dan ganas de leer la novela de un tirón. Aquello de la búsqueda de identidad me hizo recordar una lectura de hace pocos días. Resulta que en México viven al menos un millón de negros bien mexicanos como sus paisanos pero sistemáticamente ninguneados al extremo de que la policía anda hostigándolos todo el tiempo como si fueran inmigrantes caribeños. Ni cantando dos veces el himno y nombrando gobernadores de varios estados me dejaron en paz, se quejó uno de ellos. Incluso se menciona que dos mujeres de la misma etnia fueron deportadas a Honduras y otro país porque no les creyeron sus versiones, más tarde cuando las regresaron vía diplomática ni siquiera se disculparon con ellas ni mucho menos las compensaron.
ResponderBorrarComo quien dice, discriminación por partida doble: étnica y burocrática, apreciado José. En teoria, Colombia está regida por disposiciones constitucionales que garantizan la "igualdad de oportunidades". Pero, en últimas, se trata solo de eso : teorías. En la práctica uno ve otra cosa. A pesar de tratarse de un país marcado por el mestizaje, en la vida diaria los no blancos casi siempre son los no ricos, los no empleados, los no educados. Es decir, vivimos en sociedades signadas por la negación.
ResponderBorrarMaestro, esta novela se me antoja. Sobre todo porque, creo yo, recupera el sabor de las novelas de aventuras, y, por otro lado, me recuerda a un poeta colombiano que me gusta mucho, Candelario Obeso.
ResponderBorrarNo había escuchado Canalón de Timbiquí ¡Que voces más poderosas!
No se quede con el antojo, Eskimal. Trate de conseguirla, que bien vale la pena la aventura.
ResponderBorrarHola Gustavo, me encantó leer tu artículo sobre la obra de Fernández Ochoa, me gustaría publicarlo en la revista virtual de la Universidad de Ginebra ultimaplana.com. Espero tu respuesta, un saludo, Nathalia
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