“Hermanos hombres,
dejadme que os cuente cómo ocurrió”.
Con muchas variaciones de esa
frase empiezan todas las historias. Y así
comienza también su relato el Doktor Aue, narrador de Las
benévolas, la novela del escritor norteamericano Jonathan Littell que, en
múltiples sentidos, pone patas arriba todo lo que hemos leído sobre el horror
perpetrado por los nazis durante la
Segunda Guerra Mundial.
Acerca de esa guerra se ha
escrito de todo y desde diversas perspectivas: militar, política, económica,
cultural, ética, sicológica, moral y unas cuantas clasificaciones más.
Pero Littell y su personaje- o Aue
y su escritor- nos proponen otra cosa: un viaje sin regreso al fondo mismo del
infierno. Una parábola metafísica en la
que el mal puro es único protagonista.
El entramado todos lo conocemos:
Europa intenta rehacerse de la devastación provocada por la guerra de 1914.
Alemania se lame las heridas y busca en sus propios mitos las claves de un
destino siempre esquivo. Las secuelas de la bancarrota de 1929 se
advierten por todas partes.
Un sinuoso y oscuro cabo del ejército Alemán empieza a darle voz y rostro a ese malestar.
Tendrá que pasar una década para
que su nombre quede grabado con la sangre ajena y la de su pueblo en la
antología de infamias que llamamos Historia Universal. Hablamos, claro, de
Adolf Hitler.
Pero este último a duras penas alcanza a ser comparsa de la
obra: ya les conté que el narrador nos
propone compartir su experiencia personal del mal. Y el escritor Jonathan
Littell nos conduce , paso a paso, a
cada uno de los círculos sugeridos una vez por Dante y perfeccionados a
través de los siglos por la infinita capacidad humana para ahondar en el sufrimiento propio y el ajeno.
Para conseguirlo, Littell crea un
mundo en el que no puede existir el concepto
de piedad, porque entonces se desmoronarían los cimientos sobre los que
el poder- en este caso el poder nazi, pero podría ser cualquier otro- levanta
sus monolitos de oprobio: la nación, la patria, el dinero, la raza, la
tradición, el honor.
Alcanzar esas simas demanda un
lenguaje seco, despiadado y sin fisuras, como un puñal de obsidiana.
Con ese lenguaje que corta el
aliento están tejidas las 978 páginas de una novela que , al final, nos
abandona cuando Aue asesina a Thomas, uno de sus camaradas- la palabra amigo no
cabe en su mundo sin afectos- y se dispone a inventarse otra vida con los
restos que ha dejado el holocausto.
Para llegar hasta allí el Doktor
Aue ha servido durante la guerra en distintas dependencias del aparato de
muerte creado por el régimen. Se ha cruzado con nombres que a todos nos son familiares: Bormann,
Speer, Goering, Himmler, Goebbels y
otros funcionarios de una cadena de exterminio que los nazis pusieron en marcha
para descubrir, demasiado tarde, que en realidad su odio hacia los judíos no era otra cosa que una
manera de descargar en un pueblo entero la animadversión que experimentaban
hacia si mismos.
En ese tránsito asistimos, sin
poder cerrar los ojos ni interrumpir la lectura, a la progresiva degradación de
víctimas y victimarios, atrapados en un sistema que para garantizar sus propósitos no duda en
aplicar los métodos de la ingeniería y de la producción industrial con el fin de garantizar mayor efectividad
en la contabilidad de la muerte: menos
raciones para los enfermos desahuciados y un poco más para quienes pueden ser explotados como
fuerza de trabajo en las fábricas alemanas comandadas por
Albert Speer, uno de los hombres de confianza del Fuhrer durante los días del delirio.
Jonathan Littell
Mientras esas cosas pasan, en sus momentos de tregua los administradores del poder se abandonan a los viejos trucos forjados por los humanos para olvidarse de la muerte: la propia y la ajena. Por eso escuchan a Bach y a Bruckner, beben coñac y fuman tabaco importado, al tiempo que gozan de los cuerpos de muchachas seducidas no tanto por ellos como por el resplandor de la leyenda que las hace partícipes de una incierta misión de la raza. En realidad no son mujeres ni hombres: son hembras y machos destinados a perpetuar la simiente de una fantasmagoría conocida como “El pueblo alemán”.
Y aquí se despliega el otro
frente de batalla de La benévolas: el
de los demonios interiores del Doktor
Aue, tan obstinados como los de afuera.
Obsesionado con el sexo de su hermana gemela desde los juegos de la infancia, es incapaz de experimentar
deseo frente a otras mujeres y
por eso prefiere ser sodomizado por
jóvenes cadetes o por adolescentes rudos en
un baño público o en hoteles de
paso. “La verga como una estaca para cegar el ojo de Polifemo”. Así
define Aue, hombre culto y lector de
Flaubert, sus encuentros sexuales que,
lejos de abrir paso a alguna clase de afecto, solo le dejan un fugaz escozor en
el culo.
Por más que intentemos alejarnos, la vida siempre nos trae de vuelta
al viejo y conocido tópico del sexo y la muerte como dos caras de una misma
moneda. Littell lo sabe y por eso nos empuja sin pudores hacia las oscuras y
pegajosas cavernas interiores de este Doktor Aue que con limpieza matemática
lleva su contabilidad de muertos y sueña con el cuerpo desnudo de su hermana,
mientras intenta espantar los demonios que lo acusan del asesinato de su propia
madre.
Si. Son cientos, miles los libros
y películas que nos han llevado,
por uno u otro camino, hacia las
entrañas de la Segunda Guerra Mundial. Pero pocos supieron eludir la tentación
de las moralejas y las ideas fijas. Y ninguno
como esta novela de Littell, que nos
deja en la estacada cuando Auen, solo frente al espejo, y chapoteando en un charco de
alcohol, le recita a su propio reflejo envilecido: “En esto me han convertido: en un hombre que no puede ver un bosque sin
pensar en una fosa común”.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=x_IbwlSXHpQ
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=x_IbwlSXHpQ
Gracias por esta reseña, Gustavo. Aciertas al mencionar a Dante en relación con los crímenes del nazismo. Estamos frente a historias como columnas, de esas que no pueden ser descartadas, olvidadas. Son eternas. Elocuente esta relación en el comentario del libro de un autor relativamente joven, como Jonathan Littell, a quien no conocía. He mirado su biografía e invito a todos a hacer lo mismo. En mi caso me cuesta abordar un libro sin saber sobre su autor. ¡Il mio peccato!
ResponderBorrarMi querido don Lalo: en mi caso confío en el instinto... y en el de mi hermano Juan Carlos. Así he descubierto algunas de las grandes joyas cuyas reseñas he compartido con ustedes en este blog.
ResponderBorrarAh... y cuidado con esos pecados, porque ir a parar a alguno de los círculos del infierno.
De entrada, el título de la obra es muy sugestivo, como diria alguien, "tiene gancho" y mucho más si la trama tiene que ver con la guerra. Sexo y horror, dos "pecados" que siempre tienen atareada al alma humana.Contagiado de ese morbo, ya mismo me pongo a investigar sobre ela sunto. ¡Tremendo olfato que usted tiene para semejantes libracos!
ResponderBorrarBueno, no le sobra llevarse un tanque de oxígeno a esas profundidades abisales, apreciado José. No vaya a ser que se quede allí una buena temporada.
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