Desde que, aupado por los medios
de comunicación y las redes sociales, Donald Trump pasó de ser un atrabiliario
hombre de negocios a convertirse en
presidente de los Estados Unidos de América,
le he seguido el rastro a las
posiciones asumidas por muchas personas
frente al fenómeno.
Están los desaprensivos, que lo
ven como un pintoresco- aunque tétrico-
proveedor de material de trabajo para los caricaturistas del mundo entero.
Existen los paranoicos,
convencidos de que un día de estos el tipo oprimirá un botón y se desencadenará
el infierno nuclear en el que pereceremos todos calcinados. Conozco un director
de teatro que incluso le fijó fecha al
Apocalipsis en versión Yankee: 4 de julio de 2021.
Ubicados entre las dos líneas
aparecen los que afincan
sus esperanzas en el conocido pragmatismo político y económico de los
estadounidenses. Según esa tesis, cuando empiecen a escasear los consumidores,
la mano de obra y los votos inmigrantes, alguien echará mano de las leyes y emprenderá una batalla jurídica que conduzca a su
destitución.
De mi parte, prefiero ubicarme en
primera fila a ver como este individuo, que parece escapado de las tiras cómicas y cuya educación política empezó en un reality show, camina sobre la cornisa
de su propia desmesura y amenaza con despeñarse ante las cámaras que animan el espectáculo.
Porque en realidad, Trump y lo
que él encarna es nada más que el
desenlace ineludible de la vieja demencia norteamericana desnudada por sus escritores y artistas desde el
momento en que los peregrinos del Mayflower
pusieron pie en la nueva tierra.
Después de todo, el magnate es
apenas otro entre los herederos de Billy
the Kid, el más certero cazador de mexicanos de todos los tiempos.
Si disponen de tiempo me
acompañan en el recorrido.
Según una variante de la leyenda,
la princesa Pocahontas nació dotada
con un himen sismo resistente. Así las cosas,
el capitán Smith no tuvo otra alternativa que asaltar la fortaleza con
cañones de alta potencia. Resulta entonces que uno de los mitos fundacionales de la nación americana es el
resultado de una violación.
En Vineland, la novela de Thomas Pynchon, los pájaros de una granja
californiana les roban la comida a los perros y acaban ladrando y persiguiendo a los automóviles que cruzan la
autopista interestatal.
Esta vez nos encontramos a las
puertas del delirio.
En Moby Dick, el capitán Ahab persigue
a la ballena blanca con un empeño parecido al fervor metafísico.
Toda la urdimbre de la novela
está definida por esa obsesión.
Sumo y sigo: en un breve relato de Sam Shepard, escritor, actor
y baterista de rock, una muchacha agoniza
con la palanca de cambios de una vieja camioneta incrustada en la vagina,
después de recibir una sobredosis
de afrodisiacos.
La furia sexual completa de esa
manera el otro fragmento roto del espejo en el que los norteamericanos llevan
contemplándose desde que abandonaron la vieja Europa para adentrarse en lo innominable, esa palabra tan cara a los
relatos de Howard Philips Lovecraft.
Podríamos seguir enumerando y nos
perderíamos en una madeja de historias cruzadas por las viejas y conocidas señas de la identidad
humana: Violencia, delirio, sexo y obsesiones. Y no es que esas cosas sean
exclusivas de los norteamericanos, pero estos sí que han sabido convertir esos
ingredientes en la materia misma del
alma nacional, al punto de atravesarlo todo: la cultura, la religiosidad, la
economía, la música, las relaciones con el mundo y, por supuesto, la política.
Esa materia alienta en los presidentes asesinados a lo largo de
su historia cuando los precarios engranajes de la democracia dejan de
funcionar. Palpita en las secuencias de las películas porno, tan parecidas a
una cadena de montaje: es la fría y calculada válvula de escape a siglos de
puritanismo y represión. Galopa al ritmo
de guerras prefabricadas por los negociantes de armas y por los profetas del destino
manifiesto.
Tomo aliento y persigo esas señales en las pesadillas de Edgar Allan Poe o en las
aldeas olvidadas de Faulkner. En los grises arribistas de Saul Bellow o en los
punkeros sin presente de Garth Risk
Hallberg. En las puestas en escena de Frank Zappa o en las invocaciones
de Cohen y Dylan.
Si tienen tiempo y paciencia,
podemos andar y desandar todos los caminos. Siempre volveremos al punto de
partida para confirmar que Donald Trump, ese personaje que podría haber
sido engendrado por Los Muppets, es
apenas la síntesis, la versión perfeccionada
de una insania que ya se agitaba
en la mirada esquiva y en el aire crispado que se advierte en los retratos de los padres
fundadores.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
La insania, ese nombre que Gustavo emplea para denominar la locura estadinense,tan vinculada por cierto a lo religiosidad calvinista, es el gran síntoma de toda la sociedad contemporánea. Lo único particular es que los estadounidenses -siempre fungiendo como pioneros- supieron decantarla en la figura presidencial de esta reencarnación de Daredevil llamado Donald, el mismo nombre del travieso pato que ayudó a construir otro imperio ahora también en declive.
ResponderBorrarLa insania, ese nombre que Gustavo emplea para denominar la locura estadinense,tan vinculada por cierto a lo religiosidad calvinista, es el gran síntoma de toda la sociedad contemporánea. Lo único particular es que los estadounidenses -siempre fungiendo como pioneros- supieron decantarla en la figura presidencial de esta reencarnación de Daredevil llamado Donald, el mismo nombre del travieso pato que ayudó a construir otro imperio ahora también en declive.
ResponderBorrar¡Daredevil! nunca mejor escogida una palabra para resumir la esencia de todo ese montón de ingredientes que, cocidos a fuego lento, dan como resultado un plato- o un pato- llamado " alma americana". Yo añadiría que, además de travieso, ese pato es bastante avieso.
BorrarUsando una vieja idea de Shakespeare, William Faulkner también presagió que el mundo completo podría ser nada más que el rumor aturdido en la cabeza de un retrasado mental, y la metáfora acá no es gratuita.
ResponderBorrarCami.
" ... a tell told by an idiot" reza la frase, que parece una sentencia bíblica, apreciado Camilo.
ResponderBorrarUna vez más, asistimos a una reedición de ese relato.