“Ningún recuerdo es indudable” sentenció Bertrand Russell aludiendo
a la frágil condición de la memoria como
recurso para dar cuenta de la experiencia.
Siguiendo esa misma línea Henry Burlingame, uno de los protagonistas de El plantador de tabaco, la tercera
novela de John Barth, lo dice de esta manera:“Toda aserción sobre la propia
existencia es un acto de fe imposible de verificar”.
Henry es algo así como el mentor y escudero de Ebenezer Cooke, quien desembarca
en Maryland como poeta laureado, investido por Lord Baltimore, ungido a su vez
por el rey de Inglaterra.
Algo así. Porque
la novela de Barth es una
permanente puesta en duda del sentido de la identidad y, por lo tanto,
de la realidad. Pronto descubrimos que
Henry puede ser muchos hombres, dependiendo de los intereses en juego… o de la
pura necesidad. A su vez, Baltimore deja de ser Lord y el rey está a punto de
perder el trono y la cabeza.
A lo largo de un millar de páginas el narrador nos
devuelve a viejos tópicos transitados por la literatura desde hace siglos : la
personalidad como impostura, la Historia como disparate, la identidad como un
interminable equívoco son el trasunto de esta
aventura de marinería, que en cada uno de sus capítulos deviene una y otra vez metáfora del absurdo.
Al contrario de lo que suele
creerse, la identidad es variable y ondeante, como dijera el filósofo. Y los
protagonistas de El plantador de
tabaco dan cuenta de ello a cada
paso. A caballo entre la locura de Don Quijote y el cinismo de Swifft la obra
de Barth es una travesía delirante entre
la Inglaterra y la América de los siglos XVI y XVII. Las turbulencias de la
historia se cruzan con el tormento de los destinos individuales para dar paso a
una sucesión de malentendidos, que lejos de resolverse en el juicio
adelantado al final de la novela
desembocan en un mundo donde no hay certezas posibles.
Si Don Quijote rinde tributo a los mitos de la caballería andante,
El plantador de tabaco deviene parábola
de marineros, pero no a la manera trágica de Melville sino en clave de sainete.
Hombres y mujeres parten de Inglaterra
hacia las costas de una Norteamérica donde las
siempre artificiosas fronteras entre la civilización y la barbarie no
tardan en desdibujarse, dejando una legión de cuerpos y espíritus estropeados.
Al menos así lo intuye Lord Baltimore
cuando declara: “La vida es una batalla que deja
cicatrices en todos nosotros, vencedores y vencidos por igual”. O como lo expresa el viejo capitán Cairn, al mando
de su barco lleno de perdularios: “¿Qué
más da que el hombre viva siete años o setenta? Sus años son un parpadeo en
medio de la eternidad, e importa una higa cómo los pase (ya sea gobernando barcos, escribiendo
poesía, erigiendo ciudades o quemándolas) porque a la postre, cual la mosca
efímera, perece al rendir el día”.
Como comparsas de carnaval, los
hombres y mujeres de la historia intercambian nombres, rostros y roles. Ya se
trate de Andrew Cooke, padre de Ebenezer o de Ana, hermana gemela del poeta, así como de la
sucesión de almas en pena que atraviesan el relato (Susan Warren, Coode,
Bertrand, Charles, Smith), todos comparten el mismo sentimiento de
incertidumbre ante los poderes del cielo
y de la tierra. No por casualidad Ebenezer- poeta virgen- ha descubierto que: “El mejor de entre nosotros tiene por las
noches ciertos recuerdos que le hacen sudar de
vergüenza”.
Ebenezer pisa el nuevo mundo
convencido de su misión: escribir un poema que dé cuenta de las glorias de
Maryland y su próspera economía tabacalera.
Después de sortear toda clase de infortunios en un periplo bastante parecido al de Odiseo, entre
los que se encuentran dos
secuestros por parte de barcos piratas,
uno de ellos repleto de putas, este antihéroe
acaba casado con la mujer que abandonara
durante la travesía, ahora enferma de sífilis y portadora de la clave
que habrá de devolverle la heredad perdida en uno de sus muchos raptos de
locura. “Pocos motivos tienen las putas
para tener fe en los hombres”, dice Joan, la mujer, en una de las muchas revelaciones que
fulminan como rayos a estos personajes.
Con ese panorama, Ebenezer Cooke
no puede hacer nada distinto a escribir las miserias de Maryland, una tierra en
la que las facciones que se disputan el
poder en nombre del rey utilizan la sífilis como arma para acabar con sus enemigos. Al fin y al
cabo todos saben que la vida, aparte de ser “un
dramaturgo desvergonzado”, “no
ofrece ningún consuelo para un hombre que acaba de cagarse de miedo”.
A
Burlingame no le van mejor las cosas. No solo tiene que proteger y
orientar a su pupilo sino que debe buscar
sus orígenes entre el fango de su
sangre india y blanca. Puestos a formular
explicaciones simplistas podríamos decir que su mestizaje es a la vez
luz y tinieblas, pero el drama es más complejo: cada nuevo descubrimiento es
otro paso a la perdición. “La identidad
solo existe en la imaginación”, se dice cada vez que
pierde un eslabón de la cadena. Entonces
recuerda que “los hombres son esclavos de la memoria y por eso es imposible la
huida”.
Al final no hay final. No puede
haberlo en una novela que todo el tiempo
se devora a sí misma para regurgitarse una página después. A modo de
plegaria, nos quedan estos versos del poeta virgen Ebenezer Cooke, sobreviviente a todas las desdichas:
No busques el consuelo de la gloria
La
fama es prostituta ahíta de escoria,
Con ella nunca yogues, no seas necio.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Abordado por un barco repleto de putas... Piensa en todas las alternativas que sugiere esto. Se trata acaso de una tripulación de putas, capitaneadas también por una puta? Es la nueva dotación de un burdel que inaugurarán el mes que viene en alguna isla, con su carga de sífilis y desdicha? Call me Ishmaela? Es sueño o pesadilla? Mmm, dan ganas de leer este libro.
ResponderBorrar¡Ay Dios! No había reparado en la cantidad de variables, mi querido don Lalo. Tantas como diversos son los caminos que conducen al cielo o al invierno. Y en ambos han sido duchas las putas de todos los tiempos y lugares.
ResponderBorrarExploraré con más detalle esos territorios y le cuento.