El médico Rodrigo Posada Trujillo
recuerda con nitidez el día que recibió su título de especialista en
Otorrinolaringología.
Fue en Barcelona, España. En el
pergamino entregado por la Universidad Autónoma de Barcelona se lee esta frase: “Don Rodrigo Posada Trujillo, nacido en Betulia Antioquia Colombia”.
Betulia. El ombligo de su mundo
personal. El centro. El lugar donde
empezó todo.
Betulia, un pueblo colgado en las
montañas de Antioquia cuyos hijos
padecieron, igual que tantos, los horrores de la violencia entre liberales y
conservadores.
Betulia. Con ese nombre sonando
en lo más hondo de sus recuerdos, Posada Trujillo emprendió la escritura de su libro Manuel Salvador Posada Imagen de
un padre visionario. Un intento de
aprehender lo más esencial de su condición al paso que les rinde un tributo a
sus mayores.
A su capacidad para sobreponerse al infortunio.
Pero sobre todo a su tozudez para implantar en los suyos
la idea de que es necesario emprender la transformación del propio ser, como una
manera de dignificar y en esa medida mejorar la vida de los otros.
Y en ese propósito juegan un
papel trascendente las buenas lecturas y su resultado ineludible: la educación,
el cultivo del espíritu.
Ese viaje a la memoria implica
desandar los pasos que conducen a la infancia. A sus momentos de dichas y pavores.
“Lo familiar se torna en certidumbre de un pasado que habita en mi
presente, con esa intensidad asombrosa de los días en que retornamos a la raíz
y brotamos de ella gratificados con un devenir hecho de logros y
satisfacciones. Lo familiar me une al recuerdo de los otros y me hace bien,
sobre todo cuando al cambiar de acera, al esquivar las recuas de mulas que bajan sudorosas de las fincas,
cargadas de café; al andar a la tienda donde se exhiben los abarrotes en hondos
cajones de madera y me dejo envolver por el inolvidable olor del maíz
mezclado con el Jabón Rey y la naftalina,
se produce una revelación súbita que mis palabras no alcanzan a describir.
Solo
la voz regia de la dueña de la tienda me
regresa al presente”.
Es Proust.
Quiero decir: es el espíritu de
Proust que atraviesa las ciento ochenta
páginas del libro de Posada Trujillo. Gran lector de prosa y poesía, aparte, claro,
de las obras científicas
imprescindibles para su formación profesional, el médico está
dotado de un lenguaje limpio y desprovisto de adornos: no por casualidad
recibió de su padre Manuel Salvador el legado de las buenas lecturas.
Aquí va una muestra de su gratitud por esa herencia:
“Mi padre era temperamental y terco. Heredó mucho del carácter de mi abuelo Eduardo Posada, con quien tenía
serias diferencias en cuanto a la visión de las cosas simples de la vida. El
abuelo solo toleraba en su horizonte que
su hijo trabajara la tierra y que en ella depositara todo su empeño, como lo
habían hecho sus ancestros. Pensar un destino distinto al de agricultor
resultaba una herejía, como si de la noche a la mañana a su hijo se le
ocurriera cambiar de religión. Tal vez por eso papá hizo de la lectura una
experiencia y de la conversación con sus amigos una forma de la
solidaridad, es decir, de compartir ideas, temores y sospechas. Quien lee amplía
el horizonte de vida, imagina, crea, codicia y pone en práctica en su realidad
algo de eso que busca lugar en su imaginación. No de otro modo es posible
avanzar en el autoconocimiento que le permite a uno ser otro, acaso más
arriesgado y decidido”.
Ese fervor por los libros hizo del viejo Manuel Salvador un hombre de
sólidos principios liberales.
Por eso, a pesar de las limitaciones económicas,
se formó el propósito de brindarle a su descendencia la oportunidad de mejorar
su vida a partir de la educación profesional.
Fue así como su hijo Augusto acabó estudiando medicina en Córdoba,
Argentina, imponiéndole de paso el
compromiso de ayudar a su hermano Rodrigo, una vez concluida su carrera.
Fue ese tesón el que los
llevó a salir de una condición descrita
por Rodrigo en su libro con el tono
distante de quien se sabe a salvo de
grandes peligros. Evocando a su
padre nos recuerda que:
“La primera adversidad está en el número de parientes a su cargo. En la
casa de Tarquí, una finca lejana en la que mi hermano mayor pasó parte de su
infancia, se alojaba una especie de ejército derrotado, sin más armas que la comunión familiar y sin más contingencia
que la inmovilidad espiritual. Ahora que mi hermano ha venido de Costa Rica a
visitarme a Pereira y que ha accedido a
recordar pasajes de su vida para este libro, me recuerda que en la casa de Tarquí vivían, inicialmente, siete
personas, pero ese número fue aumentando con
los meses, dice, como aumenta el número de víctimas con el correr de las
horas en un desastre natural”.
Ese desastre natural era, cómo no,
uno de los muchos coletazos del monstruo que llamamos Historia de Colombia.
Los recuerdos son como nubes.
Algunos pasan allá, muy alto, y apenas si atinamos a decirles adiós con la mano
mientras se disuelven en hilos dorados
al ser atravesados por un rayo de sol.
Otros en cambio, son de vuelo
bajo y basta con pulsar un
sonido, un rumor, un aroma, para que se
materialicen ante nosotros con una densidad un poco mayor a la de los
fantasmas.
Justo en ese momento debemos atraparlos con la red de las palabras, para darlos en ofrenda a los
otros como prueba de nuestro común paso por
el mundo.
A esa gozosa tarea se consagró el
médico Rodrigo Posada Trujillo, y
aquí está de vuelta con un libro escrito en una prosa limpia y sin
alardes, en el que da cuenta de su particular viaje a lo más profundo de la
memoria.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
Lo que me llama la atención, es que en esos 'pueblos colgados en las montañas'las iglesias sean tan desmesuradas (con pinta de catedrales incluso como las de Marsella, Chinchiná y Santa Rosa de Cabal), tan contrastantes con el aire bucólico y tranquilo de las poblaciones del eje cafetero.Desde ya, semejantes edificaciones no entrarían en el concepto de 'cosas simples' que usted resalta. No es que critique, simplemente me parece extraño y llamativo, en mi país las iglesias son de corte colonial o moderno pero no alcanzan tales dimensiones.¿Será que los colombianos miden el tamaño de su fe y de sus esperanzas en función de sus templos? Curioso fenómeno sociológico hay de trasfondo, intuyo. Deme más luces, por favor.
ResponderBorrarBueno, José. Búsquese, por favor, una imagen del Cristo de Belalcazar, para que refuerce su percepción sobre esa parte de nuestra desmesura.
ResponderBorrarY un dato : algunos de esos monumentos fueron levantados en un intento de conjurar el tamaño de nuestras violencias.
Mi hermano, Juan Carlos, también es médico, también estudió y recibió su diploma en Córdoba y también escribe libros, tanto científicos como de ficción. He notado que muchos médicos tienen una marcada afinidad con la prestidigitación de palabras e ideas literarias, tal vez porque su oficio es uno de los pilares del humanismo.
ResponderBorrarPero claro, mi querido don Lalo. Los médicos tienen que habérselas con el dolor, la disolución y la muerte. Es decir, la sustancia de que estamos hechos.
ResponderBorrarDe ahí que algunos apelen a las palabras cuando los opiáceos no alcanzan.