Leo en un informe de la Organización Mundial de la Salud los siguientes datos:
8.2 millones de personas murieron de cáncer en el mundo en 2019.
Entre tanto, 7.4 millones murieron por infarto y otras afecciones coronarias durante el mismo periodo.
Además, 3 millones de personas mueren cada año por afecciones respiratorias.
Esos números bastan por sí solos para recordarnos uno de nuestros olvidos favoritos : que la muerte es una vieja costumbre de los seres vivos. Sin ella no podríamos vivir.
En su momento, la sola mención de la palabra cáncer bastaba para sembrar la angustia en el diagnosticado y en su más cercano círculo familiar.
Caso contrario al de los infartos: como acaecen en cuestión de segundos no hay tiempo para el pánico. Tanto, que muchos lo consideramos una forma deseable de despedirnos de este mundo.
“ El abuelito se murió de repente”, decíamos en otros tiempos, cuando los tecnicismos clínicos todavía no formaban parte de nuestro lenguaje cotidiano.
En ambos casos nos acostumbramos en corto plazo a su presencia. Al fin y al cabo son apenas otras formas de disolverse, de abandonar el mundo por la puerta trasera.
“ De algo nos tenemos que morir”, es otra verdad de Perogrullo.
Traigo esto a cuento porque, gracias a la pandemia de Covid-19, la palabra incertidumbre recobró su plena vigencia en nuestras vidas: abandonados a certezas artificiales como el empleo, el matrimonio, el estatus o el reconocimiento, olvidamos que lo incierto constituye la materia misma de nuestra condición.
Por eso nos seduce tanto la noción de seguridad, así en la vida privada como en la pública. Es una suerte de asidero, de fórmula para conjurar la certeza de nuestra fragilidad. Eso es lo que ofrecen las figuras de autoridad, ya se trate de la pareja, del caudillo o del gurú.
No por casualidad, caudillismos y mesías de toda laya se han multiplicado al ritmo de los contagios.
Pasada la primera fase del pánico, exacerbada por el tono de los medios de comunicación y por la monomaníaca repetición de estadísticas emitidas por las autoridades, la gente ya empieza a hacerse a la idea de que no necesariamente hay que lanzarse a las calles o abandonarse al delirio de una orgía para recibir la acometida de la pelona, disfrazada esta vez de Coronavirus.
Este puede llegar en la fruta que pedimos a la tienda de la esquina, en el pescado enviado desde el supermercado o en el regalo remitido por un ser querido desde lejanas tierras.
O en una bala perdida.
Entramos pues en la fase de la costumbre, en ese ganar confianza propio de las especies gregarias proclives a refugiarse en la real o aparente fortaleza del grupo.
¿Por qué no echarse una cana al aire?
De modo que no es solo irresponsabilidad o “ indisciplina social”, como les gusta decir a los amantes de los controles férreos.
Es una combinación de instinto animal y hábitos sociales. Si nos quedamos encerrados pereceremos por hambre y sin los otros seremos más frágiles ante la acometida del enemigo.
En principio nos conformamos con mirar el mundo a través de la ventana. Luego, asomamos la nariz por la puerta entreabierta y ahora nos lanzamos a las calles en busca de pan, de libertad, de diversión o de una simple bocanada de aire fresco.
Los necesitamos para seguir vivos y por eso forman parte de nuestro equipaje.
Un vecino, profesor de matemáticas y devoto creyente en Dios, llegó a una saludable combinación de fe y estadística, expresada en el siguiente razonamiento: si la población en alto riesgo representa el 20 por ciento del total, debemos poner toda nuestra fe en que formamos parte del 80 por ciento restante. Con la calculadora en una mano y el devocionario en la otra, se ha convertido en un vehemente defensor del regreso a las aulas.
Por ahora, los padres de familia y sus propios compañeros de profesión lo miran con una mezcla de miedo y desdén. ¿ A qué tanto afán? Le preguntan.
Pero ya tendrán tiempo de acostumbrarse.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=RP0_8J7uxhs
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