Un fantasma recorre a Colombia: la creciente desazón de una franja cada vez más amplia de la sociedad, compuesta en buena parte de jóvenes que se sienten sin presente y sin futuro.
“Si no hay nada que perder, entonces todo está por ganar”, me dijo hace cinco días uno de los líderes de la protesta, un estudiante de medicina de la Universidad Tecnológica de Pereira, que luchó con buena fortuna para que fuera retirada una propuesta de reforma a la salud, que amenazaba con empobrecer aún más un servicio de por si bastante precario en nuestro país.
“Pero no estoy aquí arriesgando la vida solo por eso”, continuó, con la convicción irreductible que sólo pueden dar los veinte años. “Luchamos también por las personas que se rebuscan la vida en las calles, por los profesionales condenados a trabajar en oficios para los que no estudiaron, por los que no pueden estudiar y por los campesinos arrinconados por el hambre, porque sus cultivos fueron reemplazados por productos extranjeros subsidiados o porque fueron desplazados por los poderosos que se apoderaron de sus parcelas.”
Mientras pronuncia sus arengas, capta y envía imágenes de las marchas a través de su teléfono móvil. Algunas de ellas le darán la vuelta al mundo en cuestión de minutos, acaso segundos.
Milagros de internet.
Entonces todo se me aclara: quizás una de las claves de nuestro desastre histórico reside en que somos un país deslocalizado, en las distintas acepciones de la expresión. Nos creímos ciudadanos del mundo sin serlo siquiera en nuestra propia tierra.
Como ya lo han anotado tantos, confundimos modernización con modernidad, apariencia con esencia. Tenemos cuatro o cinco ciudades medianamente industrializadas, equipadas con el mobiliario de las grandes urbes: torres de oficinas, bloques de viviendas, autopistas, centros comerciales, grandes autopistas, autos importados… rodeados de un enorme latifundio controlado por señores feudales que hace un siglo lo recorrían a caballo y ahora lo hacen en camionetas 4X4.
Si le echamos un vistazo al mapa, encontramos un ingenio azucarero que se extiende desde La Virginia, Risaralda, hasta las goteras de Popayán, capital del departamento del Cauca, tierra de indígenas desplazados, humillados y ofendidos una y otra vez. En el centro de las plantaciones de caña de azúcar está Cali, cuna de unas élites con veleidades señoriales, que durante años disfrazó sus miserias con el mito de la rumba eterna, hasta que la angustia de los pobres llegó a las puertas de los salones con un estruendo que hizo saltar la burbuja en mil pedazos.
Al sur y al occidente tenemos selvas y selvas codiciadas por mineros, madereros, mercaderes del agua y traficantes de toda laya. En ellas se mueven como hormigas nativos y colonos hambrientos, que ni siquiera pueden comer el pescado que abunda en ríos y quebradas, porque sus aguas hace tiempo están contaminadas.
En los Llanos orientales y la costa Atlántica malviven los peones encargados de cuidar miles de hectáreas dedicadas a la ganadería. Un año si y otro también , los señores feudales viajan desde la capital y desde el exterior a celebrar su opulencia con ritos sangrientos de corralejas y vaquerías.
Si pasamos a Antioquia, encontramos a Medellín, su capital, arrogante y ensimismada, mirándose en el fondo turbio de su “ tacita de plata” por los siglos de los siglos. A su alrededor se extienden nueve subregiones, cual más marcada por las desigualdades: la cafetera, la minera, la maderera, la costera, la bananera, la ganadera y, claro, también la cocalera.
Para no tener que mirar esos abismos, los paisas decidieron que no basta con el milagro de la vida a secas: para ellos todo es “ demasiado”. Son demasiado felices. Las cosas les van demasiado bien. Sus hijos son demasiado buenos y sus mujeres demasiado hermosas: el lenguaje puede obrar esas proezas.
Por su lado, los santanderes vivieron durante años de espaldas a todos los demás, encandilados por las bonanzas petroleras de Venezuela… hasta que pasó lo que ya sabemos.
El altiplano cundiboyacense no lo ha hecho mejor: una enorme despensa de papas y verduras que alimenta al resto del país, en cuya capital conviven cortesanos de hace quinientos años y tecnócratas del siglo XXI que pasan de sus transacciones en Corabastos o en el Capitolio a un Shoping Center de Miami.
Por supuesto, esa diversidad nos ha proporcionado nuestra gran riqueza cultural, expresada en músicas, gastronomías, mitos y modos del habla.
Pero también ha sido aprovechada para levantar muros y formas de exclusión tan peligrosas como los regionalismos a ultranza. Tanto, que siglo tras siglo las guerras civiles han servido para ahondarlas y alejar cualquier forma de conciliación.
No es causal entonces, que desde las guerras de independencia cada cierto tiempo aparezca un caudillo agitando las banderas del miedo y el odio: miedo a lo desconocido y odio a lo distinto. Un pensamiento propio de señor feudal atrincherado en su castillo.
Para los colonizadores antioqueños, el hacha fue el gran fetiche. “ Es fundadora de pueblos con el tiple y con el hacha”, escribió Luis Carlos González, uno de los juglares de esa avanzada. Hoy, en plena era digital, el símbolo de nuestra particular forma de feudalismo es la motosierra, una herramienta que sirve a la vez para tumbar selvas enteras y extender los dominios o para desmembrar cuerpos y exterminar disidentes.
Bien guardado en su castillo, el señor feudal no quiere saber nada del afuera, aunque suenen las cacerolas vacías , los estallidos de furia y los llamados a la justicia. Para atender esas incómodas solicitudes están sus esbirros.
Semejante dosis de sordera sólo puede producir rabia y desazón. La rabia y la desazón que se han volcado a las calles a gritarle al mundo. Porque para eso sirve también la internet: para contarle al planeta que entre nosotros la modernidad y sus grandes logros, entre ellos la democracia, es apenas una máscara para disimular las arenas movedizas sobre las que transitamos.
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