Atahualpa Yupanqui
Todo hombre es una historia
“… Porque no engraso los ejes / me llaman abandonao/ si a mi me gusta que suenen/ pa qué los quiero engrasaos”. Cuando el viejo juglar Atahualpa Yupanqui punteó su guitarra y empezó a desgranar los versos de una de sus más celebradas canciones, el tiempo entró en suspensión para los asistentes al Teatro Comfamiliar esa noche del 29 de noviembre de 1983.
Los ejes de mi carreta era algo así como un himno para la generación heredera de las ilusiones de la Revolución cubana, del sacrificio de Ernesto Che Guevara en las selvas bolivianas y de las luchas sociales que agitaron el continente entero, desde el sur de California hasta el extremo meridional de Argentina y Chile.
El público estaba conformado por estudiantes, maestros, oficinistas y profesionales jóvenes que no habían cerrado del todo las puertas de la utopía y se entregaron durante un par de horas a la poesía elemental y a la voz dolida de ese hombre andariego y trovador habituado a tocar en grandes escenarios y en improvisadas reuniones de obreros y campesinos.
Yupanqui fue uno entre grandes creadores de distintos géneros que pasaron por el Teatro Comfamiliar, durante muchos años la única sala con enfoque cultural en una ciudad donde los grandes teatros de la época- Caldas, Capri, Consota- se dedicaban a la proyección de exitosas producciones cinematográficas, con algún alto en el camino para albergar festivales de tango y bolero, así como temporadas de zarzuela que contaban con un público ansioso de espectáculos que lo hicieran sentirse en sintonía con un mundo en expansión.
Después de todo, ubicada en un cruce de caminos y a unas pocas horas del puerto de Buenaventura, Pereira supo de la temprana llegada de innovaciones tecnológicas como el fonógrafo, el teléfono, el cine y el ferrocarril, cuando era todavía una pequeña aldea en un país de regiones desconocidas entre si.
Fundado en 1971, el Teatro Comfamiliar concitó de entrada el interés de un público formado en la apreciación de expresiones artísticas y culturales a través de entidades de temprana aparición en la ciudad como el Centro de Arte Actual, Librería Quimbaya, la Sociedad de Amigos del Arte, el Centro Colombo Americano y la Alianza Francesa.
A lo largo de cinco décadas, el teatro ha sido anfitrión de los ritmos andinos de Los Viajeros de la música y el grupo Suramérica, de la cadencia del cantautor Rafael Urraza, de las manos prodigiosas del clavecinista Rafael Puyana, de las puestas en escena del Teatro Matacandelas y- cómo no- de la siempre irreverente maestra Antonieta Mercuri con su teatro combativo, adscrito a la corriente de claro contenido político dominante en las tablas por esos días.
El ingeniero Maurier Valencia Hernández, hijo de músico y melómano él mismo, es hoy el Director Administrativo de Comfamiliar. Vinculado a la Caja desde hace más de cuatro décadas, en los inicios tuvo su oficina en la sede del centro en un espacio contiguo al teatro, lo que le permitió un contacto directo con los artistas, que debían pasar frente a su escritorio cuando se dirigían a los camerinos.
Memorias de una vieja canción.
“ Antes de construirse nuestro teatro, los grandes eventos artísticos llegaban, sobre todo, a la sala del Teatro Caldas, con capacidad cercana al millar de personas entre luneta y palco o “ gallinero” como le decían los parroquianos. Allí disfruté, entre otros, del espectáculo incomparable de Juan Legido, “ El gitano señorón”, con esa voz y ese estilo suyo tan particulares. Eran los días de la bohemia en El Páramo, en El Tricolor o en El Sestiadero, auténticos hitos en la noche pereirana. A esos sitios iban a parar al final de la jornada los asistentes a los espectáculos del Caldas en rondas que duraban hasta la madrugada, a ritmo de tangos, boleros, rancheras, bambucos, pasillos y mucho, mucho Aguardiente de Caldas”.
Una historia en Technicolor
A sus más de sesenta años Fernayn Hernández es algo así como el último mohicano, el sobreviviente y heredero de viejos proyeccionistas de cine en 35 milímetros como don Efraín o don José Suárez. Eran hombres curtidos en jornadas de cine continuo que empezaban a las 11 de la mañana y solían terminar a la una de la madrugada del día siguiente. Esos horarios los convertían en criaturas de la noche, proclives a las tentaciones de la carne y el ron Viejo de Caldas. Por eso, las cabinas de proyección operaban a modo de sucursales de bares y tabernas, con su provisión de muchachas incluida.
“Entre todos los teatros que me permitieron trabajar, empezando por el de Anserma, mi pueblo natal, el de Comfamiliar es algo así como mi segunda casa. Puedo decir que tengo el honor de haber proyectado en su pantalla las más grandes películas de la historia del cine. Las trajeron el Cine Club Universitario, el Cine Club Vamos Juntos, el Cine Club Borges y, desde luego, el Cine Club Comfamiliar, inaugurado en 1992 con la proyección de la película El señor de las moscas, en reemplazo de Pasión bajo el cielo, cancelada por un incumplimiento de última hora por parte de la empresa distribuidora.
“En esta sala se han proyectado desde las tradicionales películas bíblicas como Los diez mandamientos, Benhur y El mártir del calvario, hasta obras tan importantes como El árbol de los zuecos, de Ermano Olmi, Novescento, de Bernardo Bertolucci, La Naranja Mecánica, de Stanley Kubrick, El Padrino, de Francis Ford Coppola y El séptimo sello, de Ingmar Bergman. En esos tiempos los públicos tenían otra formación; por eso permanecían hasta cuatro horas o más disfrutando de obras que exigían toda su atención. Eso si era paciencia de los asistentes y genialidad de los directores”.
La hora del titán
Finalizaba la última década del siglo XX. La banda de hard rock Kraken era ya un mito viviente en la escena musical colombiana. Liderada por su vocalista Elkin Ramírez, se dio a conocer a mediados de los ochenta con canciones tan vigorosas como Soy real, Muere libre y Todo hombre es una historia. Contra toda advertencia de que Kraken precisaba de una sala con capacidad para más público, el vocalista se empeñó en que tenía una deuda pendiente con el Teatro Comfamiliar, pues éste le había abierto las puertas cuando el grupo era desconocido fuera de Medellín.
Y los temores se confirmaron: dos horas antes de lo previsto para el inicio del concierto, la sala estaba llena mientras afuera se aglomeraban – y se amotinaban- unas quinientas personas que amenazaban con echar por tierra las puertas del teatro.
Con tono conciliador, Elkin salió a la calle y calmó a sus seguidores con la promesa de brindar dos conciertos el día siguiente si regresaban tranquilos a sus casas. Por supuesto, una vez terminado el espectáculo, la banda partió hacia otra ciudad donde debía cumplir compromisos, dejando a los responsables del teatro con el tremendo lío de apaciguar por segunda vez a los ya energúmenos fanáticos.
Gajes del oficio, le dicen a eso.
Son muchas las historias por contar en cincuenta años. Como aquél Domingo de Ramos en que el párroco de la catedral “ Nuestra Señora de la pobreza” conminó desde el púlpito a sus feligreses para que se abstuvieran de asistir a la proyección de la película “La última tentación de Cristo”, programada por el Cine Club Comfamiliar para el Sábado santo siguiente, por considerarla lesiva para la fe y la ortodoxia.
Como era de esperarse, picados por la curiosidad, los creyentes abarrotaron la sala durante las dos proyecciones, estableciendo un registro de asistentes no superado hasta ahora.
O aquella vez – el Director lo cuenta como quien evoca un milagro- en que toda posible dicha terrenal se materializó en su oficina: acosada por el pánico escénico, la actriz Amparo Grisales en persona y en tanguita- eran sus días de gloria- irrumpió implorando por un trago doble de brandy para calmar los nervios.
Sospecho que, al final, el pobre hombre tuvo que apurar el resto de la botella para conjurar el incontrolable temblor que lo recorría de pies a cabeza.
Lo sospecho, apenas: prodigios como ese y muchos más han acontecido en esta sala que ha sido también mi casa durante más de la mitad de su medio siglo de existencia.
PDT. les comparto enlaces a las dos bandas sonoras de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=w9g9jvZ4yJ0
https://www.youtube.com/watch?v=j3SPu7Ubbkc
Muchas gracias por transportarnos a tantos momentos gloriosos, anécdotas de un espacio cultural que ha sido parte de la agenda de vida de la mayoría de personas que aman al arte y la cultura en Risaralda
ResponderBorrarEl gusto es mío, querido Édgar.
ResponderBorrarYupanqui fue uno de los primeros intérpretes y creadores de quienes tuve conciencia. Antes de entender sus letras, que siempre tenían un poderoso contenido ideológico (sus versos más memorables son de ese arriero que cantaba “las penas y las vaquitas/ se van por la misma senda;/ las penas son de nosotros,/ las vaquitas son ajenas”), me hice “de Atahualpa” porque descubrí que era zurdo, una condición que mis compañeritos en la escuela me reprochaban con esa ferocidad tan cruel de los niños.
ResponderBorrarIntuyo que zurdo en todos los sentidos de la palabra, mi querido don Lalo. Este trovador cantaba desde las mismísimas entrañas de la tierra; de ahí su sencilla honestidad. Sus palabras fluyen como un arroyo de montaña.
ResponderBorrarQue bueno tenerlo de nuevo por este vecindario.
Un abrazo,
Gustavo
Gustavo, en el Teatro Comfamiliar he presenciado una diversidad de eventos, presentaciones y exposiciones, tanto en su sala como en su pasillo exterior. Algo que recuerdo es caminar por la quinta y pasar junto a la entrada y ver la cartelera de cine. Eso merecía, siempre lo merece, un momento de quietud y atención. Seguro que cuando vaya a la tierrita lo haré de nuevo. Como Pereira es para las diferentes regiones del país, el Teatro Comfamiliar lo es para las diferentes zonas de Pereira: un lugar de cruce y de encuentro, casi a una cuadra de El Pavo y muy cerca del Rincón Clásico. Y en esos cruces y encuentros, cada vez que pienso en el Teatro, pienso en mi padre cuando me llevó a ver Kolya (o Kolja), una película de 1996 que, si no estoy mal, es de República Checa. Yo tendría quizá 12 o 13 años cuando vi esa película, y la recuerdo bien porque tuve una sensación de algo nuevo, de una historia y narración diferente a las acostumbradas en franjas de televisión de cine en los noventa. Igual me pasó cuando vi Fargo, también de 1996, de los hermanos Cohen, en la misma sala del Teatro Comfamiliar. Todavía era un niño.
ResponderBorrarApreciado Eskimal. Como siempre, me alegra mucho tener noticias suyas. De esas pequeñas historias están hechos los lugares donde la gente entra en comunión: esquinas, parques, bares, tiendas, templos, estadios y, por supuesto, los teatros. Sobre todo los viejos teatros que no entraron en el circuito de consumo de los centros comerciales, donde el cine es lo de menos.
ResponderBorrarMil gracias por el diálogo.
Gustavo