Fue en 2011 cuando el periodista Edgar Artunduaga, para ese entonces Director de Noticias de Todelar, acuñó una frase que hizo carrera, hasta el punto de convertirse en consigna para medios y periodistas: "El espectáculo de las noticias en Todelar"
El detalle no es menor. La información siempre fue considerada un servicio, un derecho de los ciudadanos en las sociedades democráticas o con esperanzas de serlo. Los medios eran eso: mediadores entre los acontecimientos, sus protagonistas y los demandantes de información. Por su lado, los periodistas eran los contadores de historias y los analistas de la información, de modo que el ciudadano pudiera formarse una visión en perspectiva que lo dotara de criterio a la hora de asumir su rol en la sociedad.
Esa es una de las claves del concepto de democracia participativa. Sólo con sujetos reflexivos y deliberantes puede emprenderse la tarea de una sociedad digna de ese nombre.
El giro hacia la noción de espectáculo hace parte de las dinámicas propias de la sociedad de consumo y despilfarro surgida después de la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de reactivar la máquina, de modo que todo el sistema productivo alcanzara los niveles necesarios para la reconstrucción de un mundo devastado.
En su condición de sobrevivientes, los hijos de la guerra necesitaban celebrar el hecho de estar vivos. Era inevitable que el sexo recuperara su carácter festivo y gozoso, perdido en medio de los controles impuestos por las sociedades puritanas. Por todas partes se ven aparecer cuerpos desnudos y semidesnudos: en los carteles publicitarios, en las carátulas de los discos, en las revistas, en el cine y en la televisión el reclamo de los cuerpos se hace omnipresente: lo que estaba oculto se vuelve espectáculo, objeto de consumo en sí mismo. No es sólo que los pechos desnudos y las piernas al aire vendan más automóviles, viajes al Caribe o botellas de Coca- Cola. La multiplicación del consumo de objetos viene a ser un efecto colateral de la obsesión por la manifestación de la carne desnuda. Casi como una fatalidad del instinto, una cosa lleva a la otra.
“ The medium is the message”, la célebre frase atribuida al teórico Marshall McLuhan, deviene primer mandamiento de la nueva religión. Según esa visión de las cosas, ya no se necesitan contadores de historias, mediadores: el producto desnudo, despojado de cualquier otra connotación, se despliega ante los ojos del consumidor.
La guerra, por ejemplo, se aleja cada vez más de su complejo andamiaje geopolítico y de su condición de expresión violenta de atávicas pugnas por el poder. Los televidentes, los radioescuchas, los lectores de periódicos y revistas empiezan a sufrir una mutación. Lo que leen o ven desfilar en las pantallas o en las fotografías, cobra dimensiones fantasmales. Ya no es la tragedia del semejante, sino la puesta en escena de su drama. La distancia entre la historia y el guion televisivo o cinematográfico se desvanece a una velocidad que no permite distanciamiento crítico.
Todos hemos pensado alguna vez lo que significa la entrega de un premio de fotografía a la imagen de una niña corriendo desnuda en medio de una aldea arrasada por las bombas. Pronto, la fotografía le da la vuelta al mundo y la niña pasa a convertirse en celebridad, junto con el fotógrafo.
Claro, nos han explicado mil veces que la difusión de la imagen le permitió al mundo tomar conciencia sobre los horrores perpetrados por los Estados Unidos en nombre de la libertad y la democracia. Pero no fue eso lo que condujo a la potencia imperial a retirarse finalmente de Vietnam. Fue la conciencia de la inutilidad y el alto costo material y geopolítico de seguir sacrificando hombres en los arrozales de las antípodas. Pensemos nada más en Hiroshima y Nagassaki arrasadas por el fuego. Los historiadores nos han dicho muchas veces que la derrota de Japón ya estaba consumada. Pero se necesitaba mostrar al mundo el espectáculo del poder de una nación que sigue trazando el rumbo del planeta hasta hoy.
Demos un salto en el tiempo y el espacio y ubiquémonos en los ataques rusos a Ucrania. Durante el primer mes de la ocupación, las transmisiones de las grandes cadenas globales batieron marcas de sintonía. Las imágenes de la tragedia vendían tanto como las del Super bowl, el Mundial de Fútbol, o los chismes sobre las estrellas del deporte y el espectáculo. Un par de meses después, los consumidores estaban fatigados y pedían otro tipo de producto informativo. Por fortuna para ellos y desgracia de la humanidad, la historia no para de producir desastres: una nueva plaga o la mutación de las ya existentes, una hambruna en África o los conflictos en Medio Oriente con su estela de buenos y malos. Los efectos del calentamiento global. Bien empacados al vacío y con las debidas condiciones de asepsia, los productos van y vienen por las góndolas de los hipermercados de la información. Lo de menos es su sentido: a esta altura del camino lo importante es el empaque.
Con las noticias convertidas en espectáculo, era inevitable que los periodistas y presentadores- cada vez es más difícil establecer diferencias- se convirtieran en estrellas del mismo. El vestuario, la puesta en escena en el estudio, la forma como son presentados por sus patrones, sus gestos y su grandilocuencia nos ubican más cerca de una campaña de publicidad y mercadeo que de un proyecto enfocado a crear espacios de diálogo y de construcción de sociedad.
Así las cosas, la frase acuñada por Artunduaga era apenas una síntesis ilustrativa de lo que había empezado a pasar con medios y periodistas, empujados por la vertiginosa y riesgosa mutación de un oficio que sigue siendo esencial no sólo para las formas sino para los propósitos de la democracia.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=YSGHER4BWME
Buscamos, buscamos, esperando encontrar el armario de Narnia, el Aleph de Carlos Argentino Daneri…
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ResponderBorrarMil gracias por el diálogo, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarUn abrazo y hablamos,
Gustavo