“Todos tenemos un esqueleto
escondido en el armario”,
reza una vieja sentencia, para referirse a esas lacras, pecados o faltas
personales que quisiéramos olvidar o pasar inadvertidas pero, ante la imposibilidad
de hacerlo, al menos nos gustaría mantener confinadas en algún rincón de la
mente con la esperanza de que nadie pueda notarlo.
Pero todo se queda en deseo.
Es bien sabido que nunca falta el imprudente, el chismoso o el enemigo que
un día saca nuestras miserias a pasear por las calles para deleite de los
espectadores.
Es entonces cuando afloran comentarios del tipo: “Como parecía de buena persona” “Miren
a la mosquita muerta con la que salió” o “Ya decía yo que ese era un sepulcro blanqueado”
De nada sirven los esfuerzos que haga una persona para regresar la osamenta
a su confinamiento. Una vez pulsado el botón de la maledicencia, nada volverá a
ser lo mismo.
Desde la biblia hasta las novelas contemporáneas, pasando por los cronistas
de los dictadores romanos o los áulicos de las cortes española, inglesa o
francesa, las grandes obras de la literatura y los mejores libros de historia
abundan en la exhibición minuciosa de las debilidades de los poderosos, que
nada podían hacer frente a la avidez que todos manifestamos ante la exposición
pública de las faltas ajenas, o de lo que la moral al uso considera como tales.
De ahí viene en buena medida la opinión que tenemos de seres tan lejanos en
el tiempo como Judas Iscariote, Lucrecia Borgia, Cleopatra, Enrique VIII,
Madame Pompadour, Catalina La Grande o el mismísimo patriarca Abraham del
Antiguo Testamento.
¿Eran en realidad mejores o peores que el resto de los seres humanos de
cualquier época o lugar? Tengo mis
dudas, con perdón de los historiadores, que al fin y al cabo son mortales
hechos de barro y, en tanto tales, tienen sus filias, fobias e intereses. Es
distinto el caso de los novelistas: siempre podrán argumentar que lo suyo no
pasa de ser ficción y que, por lo tanto, cualquier parecido con un personaje de
carne y hueso es mera coincidencia.
Curiosamente, nunca se supo que alguno de esos personajes, indignado, exigiera respeto por su privacidad y pidiera protección ante los tribunales.
Se sabían personas públicas y se asumían en su condición. Ese reclamo parece
ser un fenómeno contemporáneo, propio del mundo del espectáculo y de las redes
sociales como instrumento de multiplicación.
Y eso nos deja, de entrada, ante una paradoja. A juzgar por su
comportamiento y por lo que suelen expresar, las celebridades aprovechan su
exposición constante a la mirada ajena para cosechar seguidores, obteniendo de
paso beneficios económicos y de otra índole-incluida la sexual-. No de otra
manera se explica la obsesiva publicación de los más insignificantes detalles
de su vida en sus redes particulares. Esos detalles incluyen a veces imágenes
de sus hábitos sexuales.
Pero la dirección de los vientos siempre cambia y, un día, por envidia, por
venganza o por el simple goce de enrarecer el ambiente, alguien decide que es
hora de sacar a pasear el esqueleto- o la legión de esqueletos- del fulano o
fulana para que se den una vuelta por ahí. Y aquí es donde se hace evidente la
diferencia. Mientras a los esqueletos del pasado los sacaban a pasear por las
calles de Roma, París, Londres o San Petersburgo, los modernos tienen el
planeta entero a su disposición: basta
un clic para que el huesudo en cuestión le dé la vuelta al mundo en todas direcciones
en cuestión de segundos. Por eso es habitual que en las redes, y en tiempo
real, se crucen los esqueletos de Shakira y Piqué, de Lady Gaga y el presidente
Bukele o los de un cardenal romano y una estrella porno de Los Ángeles.
Es entonces cuando se escucha primero una vocecita, luego un grito
estridente y acto seguido un llamado de auxilio pidiendo que se respete la vida
privada del reclamante. ¿No es éste el mismo individuo que hasta ayer hizo de su
vida un acto de perpetuo exhibicionismo? Se pregunta con todo derecho el
consumidor de información al que le reste un tanto así de lucidez.
Y le asiste toda la razón: si las viejas fronteras entre vida pública y
privada se desvanecieron a resultas de las acciones del ahora quejumbroso, no
se entiende con qué rasero se pueden medir las dimensiones de la supuesta
invasión. Conceptos como intimidad o privacidad, que las personas solían
defender con todos los recursos a su alcance, hace rato perdieron su antiguo
sentido, más aún cuando la existencia toda se convirtió en espectáculo.
Dicho de otra manera, si un sector de la población hizo de la exhibición
del propio ser una codiciada mercancía, mal hace ahora en reclamar porque otro
sector optó por darles un paseo a sus esqueletos en las redes.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Ry7Tp-dH9x0
Saludos
ResponderBorrarGustavo.
Como siempre, es usted un voyeur de la cultura pos o (epi) moderna, ya que eso de la privacidad se perdió al igual que la cola que tenían los seres humanos, según Darwin. No es raro entonces que este tiempo esquizofrénico y digitalizado le dé la razón a Huxley y a Orwell y al ojo de Sauron que todo lo ve. Saludos. Nos leemos en el camino.
Diego Firmiano
Me gustó eso de que " la privacidad se perdió al igual que la cola que tenían los seres humanos, según Darwin".
BorrarY sí, soy un mirón sin remedio, apreciado Diego. Como siempre, mil gracias por el diálogo.
Un cálido saludo apreciado Gustavo. Como siempre, es un placer leerlo y explorar la deliciosa "acidez" de su blog. Imperdibles, todas las reseñas sobre sus lecturas. Soy una enamorada del Rock. Qué tal si nos regala un comentario sobre la Banda holandesa Épica y su "Rock Sinfónico"? Olga L Betancourt.
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