TALLA M
En una de esas reuniones de padres de familia, una mamá joven compartía su preocupación sobre los cada vez más frecuentes accesos depresivos de su pequeña hija de once años. La razón: a la niña le ha resultado imposible asumir que sus incipientes senos sean más pequeños que los de sus compañeras de juego. Desconsolada, ha llegado a solicitarle a su madre que le pague una cirugía plástica para solucionar lo que ella considera “Un problema”.
Que a las mujeres adultas de estos tiempos se les vuelva un motivo de angustia que sus senos no correspondan a la talla exigida por los cánones que rigen el mercado del sexo y la seducción ya es suficiente motivo para preocuparse, aunque los expertos nos lo expliquen a la luz de la cada vez más fuerte incidencia que los mensajes publicitarios tienen a la hora de fijar los códigos de intercambio y valoración entre los integrantes de una comunidad. Pero que lo mismo le suceda a una pequeña que en otras circunstancias todavía debería estar preocupada por la salud y el vestuario de sus muñecas, si debe ser motivo de interrogación acerca de las cosas que sustentan el modelo de sociedad que hemos construido.
En sus aspectos generales, las grandes sabidurías basan el concepto de felicidad en un acuerdo entre el universo y sus criaturas. Dicho de otra manera, nos aceptamos como somos y a partir de allí emprendemos la aventura de forjar un destino individual y colectivo. De hecho, la noción de tragedia acontece cuando se rompe ese principio de acuerdo y la existencia se plantea entonces como los restos de un naufragio que se desplazan a la deriva.
Pero los mercachifles que gobiernan el mundo han invertido la premisa: ahora se trata de que, desde muy temprano, las personas se sientan incómodas con su condición, empezando por su propio cuerpo. No me gusta mi nariz, no me agradan mis piernas, me incomoda mi cintura, me avergüenzo de mi color de piel, pero no tengo de qué preocuparme. Al fin y al cabo, las divinidades del consumo y la impostura han puesto sobre la tierra a unas criaturas bondadosas que se encargarán de corregir mis imperfecciones. Basta con examinar un catálogo, consultar el saldo de la cuenta de ahorros o en su defecto endeudarse y ¡zas! por arte de birlibirloque podré tener la nariz , las piernas, la cintura o el color de piel que ordenan lo que el poeta Antonio Machado llamó “ los afeites de la actual cosmética”.
El resultado no ha sido ni mucho menos un mínimo de equilibrio. Todo lo contrario: la clave del negocio está en estimular y multiplicar los niveles de insatisfacción para que la máquina siga su marcha. Ahora nos hablan, por ejemplo, de la“depresión post cirugía”, una especie de pulsión en la cual quienes se sometieron a un procedimiento estético añoran su anterior situación, momento en el que una nueva legión de mercaderes no se fija en gastos a la hora de diversificar el catálogo. Al fin y al cabo, puede ser que su nueva nariz no haga juego con las orejas, de modo que le ofrecemos achicar estas últimas. Razón le asiste entonces a mi vecino, el poeta Aranguren, cuando ante ese panorama ha decidido emprender una campaña para reivindicar a las que el denomina “Las talla M”, es decir, las simples, sencillas y terrenales mujeres que todos los días se empecinan en ser ellas mismas, sin hacerle el juego a quienes , a través de todas las artimañas posibles, las empujan hacia la hoguera de las vanidades.
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