En la segunda mitad de los años sesentas del siglo XX, el mundo de la cultura y las artes en los Estados Unidos de América sufrió una serie de convulsiones que algunos sociólogos bautizaron con el nombre de “El rollo californiano”, tratando de resumir bajo esa etiqueta lo que sucedía con la música, la pintura, la literatura, el cine y la danza, cuyos creadores estaban decididos a poner de revés lo que hasta ese momento se consideraba la gran cultura o lo clásico. Por un momento, el mundo alcanzó a creer que los valores burgueses de estatus, prestigio y virtud corrían el riesgo de ser arrasados por esa tormenta cuya banda sonora fueron los ritmos trepidantes y alucinados de los grupos de rock que florecieron en toda el área de influencia de la bahía de San Francisco. Sin embargo, muy pronto las cosas regresaron a la normalidad. Los hippies se convirtieron en yupies, la derecha se hizo con el poder, el consumo y el derroche volvieron a ser el santo y seña de toda posible forma de trascendencia y los norteamericanos protestantes blancos del sur pudieron dormir de nuevo en paz, porque las bases morales y políticas de su mundo recobraron la aparente solidez que tuvieron en los tiempos de la Constitución de Filadelfia.
Cincuenta años después, una nueva tormenta llega desde California, aunque ahora la culpable no es una nueva generación de jóvenes idealistas y contestatarios- de hecho esas categorías ya no existen en el mundo de hoy- sino la iniciativa de un grupo de presión que persigue la legalización de la marihuana en un estado que, mirado de manera aislada, constituye una de las más grandes economías del mundo. En este caso, no se trata de una revolución en las conciencias, sino de los intereses de grupos empresariales privados que controlan la producción y la distribución de marihuana con una visión de negocio tal que han convertido a ese sector en uno de los elementos de más peso en el Producto Interno Bruto de California y otros estados de la Unión. Resulta claro que esos grupos de poder aspiran a la legitimidad para seguir expandiendo el negocio, a salvo de la sempiterna doble moral que caracteriza la política exterior norteamericana en general y sus prácticas antidrogas en particular.
Para variar, a este lado del mundo hemos reaccionado con el tono plañidero que ha caracterizado siempre nuestras relaciones con el imperio. “No es justo que los Estados Unidos lancen al mundo ese mensaje de permisividad cuando nosotros hemos hecho tantos sacrificios para reprimir el cultivo y el consumo de drogas” declaró ante los medios un funcionario del gobierno colombiano. “Mientras nosotros nos desangramos, los vecinos van a legalizar la hierba maldita”, escribió el columnista de un diario mexicano con un tono que sonaba a tufillo religioso. Pocos se han detenido a pensar que en este caso el asunto no es de justicia o equidad, aspecto que bien poco les ha preocupado a los gobiernos norteamericanos cuando se trata de defender y fortalecer sus intereses. Mucho menos una cuestión moral, porque al fin y al cabo la decisión de fumarse o no un bareto es un asunto personal e inalienable de ciudadanos autónomos. De lo que se trata aquí es de un negocio de dimensiones colosales que aspira a darle estatuto legal a un lugar que desde hace tiempo ocupa de hecho en la sociedad. De modo que si no fue ahora, la marihuana será legalizada más tarde en California y en otros estados. Sucederá lo mismo con la cocaína y la heroína cuando los grupos que ahora no consiguieron la legalización logren el control del negocio. Entre tanto, nosotros seguiremos poniendo los muertos y la corrupción que se derivan de nuestra condición subordinada en el manejo de las drogas. Al menos es lo que se puede concluir de esta nueva pataleta armada con los retazos de esta versión pragmática y desangelada de lo que una vez fue el seductor rollo californiano.
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