El tópico es antiguo: la
literatura es una suerte de espejo que
nos devuelve el mundo vuelto de revés.
Así, mientras en los cuentos de hadas la
heroína pasa por toda clase de infortunios
antes de alcanzar la esquiva felicidad, en la vida cotidiana las cosas
empiezan mal y terminan peor: del altar
a la audiencia de divorcio media cada
vez menos tiempo. El relato sería así una especie de compensación ofrecida por Dios, o el azar,
para ayudarnos a corregir la realidad.
Pero al espejo le ha surgido
un poderoso competidor: las selfies, ese
curioso ritual en el que los hijos de la
sociedad post industrial se aferran al último credo posible: la contemplación
de sí mismos.
Como disponía de tiempo, observé la escena de
principio a fin. En una de esas ceremonias en las que gradúan de no sé qué
cosas a niños que a duras penas pueden caminar, un pequeño disfrazado de pollo
deambulaba por ahí, mientras su joven madre se consagraba a fotografiarse
a sí misma durante al menos dos horas. Cada vez más
insatisfecha, se pasaba el pelo
de un lado a otro del cuello, se
encrespaba las pestañas y alisaba el vestido en busca de la siempre elusiva
perfección. Luego descansaba unos diez minutos
y reiniciaba la tarea.
Entretanto, sus padres- los abuelos del pequeño pollo- la miraban como
quien vigila una estrella a punto de
apagarse en la noche.
Conjeturo que estos chicos
ya no leen cuentos de hadas porque el relato son ellos mismos y los
destellos de la pantalla de su teléfono son las páginas del libro. Quién sabe qué
fábulas puede urdir sobre su
propia vida la muchacha que se toma cientos de fotografías en una sola jornada. A lo mejor su media
naranja hace a lo mismo a unas cuantas
cuadras de distancia y las pulsaciones de los teléfonos crean entre ellos una red de comunicaciones que los mortales no alcanzamos a sospechar.
Hay algo de metafísico en ese
empecinamiento. A lo mejor la gente,
agobiada por el vertiginoso paso del tiempo y el talante inasible de los
sucesos, trata de aprehender el instante como una prueba de existencia. El destello de una prenda en la
vitrina, la mirada del extraño que pasa, el automóvil desde el que la miran, el plato servido en el restaurante: todo puede ser una prueba
a la hora de la disolución.
Así que, mientras los profesores le damos vueltas a la cabeza en busca de las
claves para “promover la lectura”
resulta que estos chicos ignoran los libros porque solo tienen tiempo para
leerse a sí mismos, en una suerte de ritual
narcisista en el que la pantalla del teléfono hace las veces de
agua cristalizada. Va uno a saber qué miedos, qué anhelos, qué sospechas
alientan los practicantes de esa liturgia mientras intentan atrapar la imagen perfecta: el
momento exacto en el que la princesa encantada
despierta de su sueño y el sapo se convierte en príncipe. La realidad
por fin puesta a salvo de las miserias del tiempo.
Jorge Luis Borges anhelaba un
paraíso de libros y temía un infierno de espejos. Por eso volvía una y otra vez
a las páginas de Alicia en el país de las maravillas. Los hijos de la burbuja digital sueñan distintos paraísos y temen
otros infiernos. Al menos eso es lo que
sospecho cuando veo a esta chica poseída
por el desasosiego emprender por enésima vez la tarea de fotografiar su propio
cuerpo, como si temiera su inminente desintegración. Acaso en la alta
noche, ante la certeza de que nadie la
mira, acepte que, como el resto de los mortales- jóvenes o viejos- ha perdido otra batalla.
Siento llegar algo tarde a su magnifica reflexión de hoy. Tanto nos hemos obsesionado con los espejos que hasta los coches tienen dónde mirarse (imagen 3), según yo los he visto frecuentemente cuando vivía en la isla de Mallorca. En mi país tales vidrios no durarían ni una noche ya sea por puro vandalismo o por acción de los cacos que se llevan cualquier cosa. Cierto, hay una motivación inconsciente para la autocontemplación a través del espejo de la fotografía. Pero esa inconsciencia lleva muchas veces a extremos aberrantes como tomarse selfies junto a cadáveres (una enfermera posando junto a una anciana fallecida) o el de un periodista español posando imbécilmente justo delante de las velas y ramos de flores depositados por la masacre de Paris, y cuántos otros casos absurdos que no llegamos a saber. Es más creo que no hay espejo invertido, ni nunca lo ha habido. Lo que se invierte es la realidad, la forma de percepción de las cosas que nos rodean. O tal vez el mundo está de cabeza y no nos hemos dado cuenta.
ResponderBorrarAh, se me olvidaba que hace poco un joven ruso se precipitó al vacío por tomarse una selfie mientras apenas se sujetaba con un brazo en la azotea de un edificio. Quería alcanzar la fama el chico, pero lo logró de otra manera.
BorrarEsa es otra variante, apreciado José: la de las selfies como una forma de asomarse al vacío, en el sentido literal de la expresión. Sospecho que no están lejos los días de las selfies con fulanos posando frente a su propio cadáver.
ResponderBorrarJa, ¡qué coincidencia!, justo cuando intentaba hacer ingresar mi segundo comentario usted se me anticipó con su respuesta que hasta parece que yo estuviera fotocopiando su comentario, a modo de espejo. Vea la diferencia del par de minutos y el queda retratado como redundante soy so, jeje.
BorrarJa,ja : el fatum, llamaban a eso los antiguos romanos, apreciado José.
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