La historia me la contó Alonso
Marulanda, actor y director de teatro reconocido en la escena local desde hace
más de treinta años. Resumida, dice más o menos así:
Doña Libia
anda por los sesenta años. Don Josías, su marido, ronda los sesenta y
cinco. Los dos habitan una pequeña finca ubicada a una hora del casco urbano del municipio de
Villa María, en el Departamento de Caldas. Vendiendo huevos, leche y quesos lograron darle estudios
universitarios a sus cuatro hijos: dos
mujeres y dos hombres que se
llaman Ángela, Cristina, Álvaro y Manuel.
Durante años los hijos los visitaron mínimo
una vez a la semana. Luego se sumaron
nueras y yernos. Más tarde
aparecieron los nietos.
Sentados en bancas de guadua protegidas por una caseta de madera
con techo de paja compartían las pequeñas y decisivas noticias de la vida: el
trabajo, los estudios, los anhelos, los temores. En fin, las dichas y
desventuras comunes a todos los mortales, pero que se vuelven únicas en cada
experiencia personal.
Un día, hace cosa de diez años, la tribu entera apareció con un regalo para
los viejos: habían hecho causa común y les compraron un par de teléfonos
celulares de última generación. “Para
que estemos en contacto” dijeron en coro los integrantes del clan.
En efecto, se mantuvieron en
contacto: llamaban varias veces al día y
se enteraban de todos los detalles: la presión arterial de doña Libia, los
partos de las vacas, el aguacero del martes, las bravatas de don Josías, los
chismes del vecindario.
Pero un día, los viejos sintieron
al mismo tiempo la señal de alarma: a medida que se incrementaban las llamadas
escaseaban las visitas. Las excusas aumentaban al ritmo de las ausencias. Ya se
sabe: exceso de trabajo, reuniones con colegas, indisposiciones, viajes reales
o inventados, daba igual porque el vacío se había instalado justo en medio de
la mesa de los dueños de casa. Ya no tenían
necesitad de utilizar las ollas enormes y pródigas para satisfacer
el apetito y los caprichos de su descendencia.
Para los dos bastaba con preparar
unos platos escuálidos, cada vez más parecidos a la comida chatarra que venden
en la calle para llenar la panza de los
que van por el mundo con el aire presuroso y angustiado que acaba por igualar a
perseguidos y perseguidores.
Curtidos en la lucha con las
incertidumbres y asperezas del campo, la víspera de una navidad decidieron dar
la última batalla. Con el señuelo del inicio de la novena de aguinaldos,
desempolvaron las recetas de las antiguas
golosinas y utilizaron los teléfonos
celulares para extender la invitación: “ Los esperamos el dieciséis para empezar las novenas. No olviden traer
los cascabeles para acompañar las canciones y los dulces para los niños
invitados. Ah: les tenemos a todos un regalo de sorpresa. No falten”.
A las seis
de la tarde de ese sábado de
diciembre empezó la novena de
aguinaldos. Rezaron las oraciones,
entonaron los villancicos, compartieron los dulces. Llegó la hora del regalo
sorpresa: cuidadosamente envueltos en
papel impreso con motivos navideños le devolvieron a la familia en pleno los
dos teléfonos celulares. “Queremos
verlos, abrazarlos, tocarlos, mirarlos a la cara, no que nos llamen cincuenta
veces al día. Ustedes deciden”, casi le
gritó doña Libia a la pandilla estupefacta. Alonso Marulanda interrumpió allí
su relato. Pero sospecho que a esta
hora Ángela, Cristina, Álvaro, Manuel y
toda su descendencia todavía deben estar preguntándose en qué momento perdieron
el contacto que habían creído ganar.
Severa lección de humanidad se han despachado los viejos con toda la prole. Entrañable historia que ilustra muy bien la gran paradoja de nuestros tiempos: la tecnología ha acortado tanto las distancias con el perfeccionamiento de las telecomunicaciones pero cada vez tiende más a alejar a las personas entre sí. Ya no es raro que vecinos se pasen horas hablando por teléfono cuando podrían visitarse mutuamente. Ni hablar de las parejas que conversan lado a lado a través de emoticones y sms. Personalmente, me saca de quicio que en reuniones familiares o de amigos siempre haya alguien en la mesa atendiendo a su dichosa pantallita como si no existieran los demás. Dan ganas de echarle a patadas y que vaya a hacerle el amor a su aparatito (el celular, digo) a otra parte. Hemos perdido el norte con este invento infernal. A modo de ejemplo, el marido de una prima se resiste tajantemente a comprarse uno, que si no su maniático jefe extranjero le llamaría a todas horas por cualquier asuntillo, confiesa aliviado. Como usted sugiere, quizá sería bueno deshacerse de tantos trastos para no perder el contacto de siempre.
ResponderBorrarApreciado José. En principio, el escritor Umberto Eco definió la telefonía celular como el más perfeccionado sistema de control y esclavitud.
BorrarTiempo después sucumbió a la "necesidad" del aparatito: así de grande es la capacidad del sistema para controlar y alienar nuestras vidas.