Por estos días he pensado bastante en
Arhur Conan Doyle y en George Orwell.
Todo se debe a un documental
divulgado en un canal de televisión por cable, en el que muestran cómo las
cámaras instaladas por todas partes no solo han facilitado, sino que en muchos
casos han suplantado el trabajo de los detectives.
Así, estos últimos no tienen
que preguntarse tanto por quién es el asesino o el ladrón como por su lugar de procedencia.
El misterio devino entonces pesquisa de índole cartográfica y étnica, con toda
la carga de prejuicios que eso conlleva.
Como ustedes saben, el primero es un escritor
escocés, creador de una saga literaria
protagonizada por el inspector Sherlock Holmes, un hombre que investigaba crímenes con la
precisión lógica de un matemático.
El otro fue un periodista y
narrador inglés nacido en la India, que legó para la posteridad literaria y política una suerte de parábola
sobre un mundo en el que todas las vidas estarían controladas por una divinidad
gris, despiadada y tecnocrática de la que sería imposible esconderse : El Gran
Hermano, materializado no solo en
los regímenes totalitarios sino
en la era del capitalismo digital, en la que se está interconectado y se es consumidor
o no se es nada.
La particularidad de Sherlock Holmes residía en que una vez
resuelto un misterio tropezaba con otro, en una secuencia bastante parecida a la del método de
conocimiento científico, en el que la
respuesta a una incógnita conduce a otra pregunta y así hasta el infinito.
En ese misterio nunca resuelto, muchos
espiritualistas, incluido el propio Conan Doyle, creen entrever el rostro
de un poder sobrenatural que algunas veces deciden llamar Dios.
Por su lado , aunque la visión de Orwell
no es nueva y echa raíces en la
pregunta filosófica por la mirada de los otros que nos vigilan y juzgan y a quienes vigilamos y juzgamos, sí está potenciada mediante los instrumentos diseñados por el poder para
multiplicar y reforzar esa capacidad de control.
En el citado documental las
cámaras instaladas por toda la ciudad- como en un guión del neorrealismo
italiano- siguen los pasos de un hombre
desde que sale de su vivienda hasta que termina
apuñalando a otro a varios
kilómetros de casa.
Lo vemos abordar el metro, devorar una
hamburguesa en un sitio de
comidas rápidas, ingresar a una ferretería donde compra un cuchillo, subirse a un autobús y finalmente desembarcar
a una cuadra del parque donde su víctima lee en las páginas de un periódico la
noticia sobre un asesinato.
Los grandes novelistas del género
negro no lo pudieron haber hecho mejor.
La policía no tarda mucho en dar
con el paradero del homicida, que resulta ser un hombre de origen tailandés, residente en el barrio Chino de Nueva York. En estos dos últimos datos se hace notar el
énfasis del narrador, que a su vez ha suplantado al detective: al ojo de El Gran Hermano parece interesarle poco si el móvil del crimen es
el robo, la venganza o la demencia amorosa.
Ante sus ojos el contexto étnico
del sospechoso resuelve todo el enigma.
Al menos ese es el peligroso mensaje
que nos quieren transmitir: que la tecnología lo resuelve todo y puede incluso
no solo suplantar al policía sino al aparato de justicia en su conjunto. Con
pruebas en apariencia incontrovertibles ¿para qué formularse preguntas
engorrosas?
Y no hablo solo de la
siempre latente posibilidad de un
montaje, sino de ese algo que exigía del
investigador un profundo conocimiento de la condición humana y que a ratos lo
hermanaba con el médico o el sacerdote,
es decir, con personas habituadas de
suyo a detenerse en el umbral del misterio.
Despojadas de cualquier
arrogancia o pretensión de verdad absoluta, disponían de tiempo para plantearse preguntas sobre la condición
y las circunstancias de la víctima y del victimario. En cierto modo,
todavía estaban a salvo de esa cadena productiva que exige indicadores y
resultados a cualquier precio.
No por casualidad, Conan Doyle
pensaba, contra toda evidencia, que el mago Houdini poseía de verdad poderes sobrenaturales. Ese
detalle le permitía dudar de sus propias
certezas y lo dejaba siempre un poco más acá de la brutal pesadilla
adivinada por su casi contemporáneo Orwell.
Mucho me temo que, con todo ese entramado de cámaras que vigilan y registran cada uno de nuestros pasos , asistimos al principio del fin de esa clase de misterio que le da sabor y color a nuestro tránsito por el mundo, así en la vida como en la ficción.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Siempre hemos estado vigilados. De pronto suena a paranoia, pero la realidad nos demuestra que el Estado, tal y como lo conocemos, surgió para aconductar -vaya término-, primero desde la uniformidad del sistema educativo, una trampa que lleva más de dos siglos sin cambiar, y ahora a través de estas tecnologías digitales. Nos están espiando, Tavo, y lo mejor es dejar de comentar para que no venga alguna agencia internacional a ponernos los grilletes porque les parecemos díscolos y perfectos candidatos para ingresar a cualquier grupo de fundamentalistas. Un abrazo.
ResponderBorrarPor cierto, viejo: nunca como hoy ha tenido más vigencia la sentencia aquella de " Cuando sientas que están rasurando a tu vecino, pon tu barba en remojo".
ResponderBorrar¡Y cómo están las cosas!, que nosotros mismos facilitamos para que nos vigilen: las redes sociales son una trampa donde gustosa y mansamente estamos dejando datos personales todo el tiempo. En un experimento de Harvard, si mal no recuerdo, se mostraba lo fácil que la gente llenaba formularios (con datos sensibles) en internet, con el cebo de una supuesta recompensa. Nos tienen hasta categorizados según nuestras personalidades, gustos, preferencias, aficiones, estilos de vida, perfiles psicológicos, etc. No hace falta ser un Sherlock para saber el destinatario final de toda esta información. El Gran Hermano vigila y ya no le hacen falta ni siquiera las cámaras. Toda está en la Nube, como diría un internauta.
ResponderBorrarQue el fin nos coja confesados, apreciado José.
ResponderBorrar" Decidle a mis hermanas Edna y Ariadna/ que yo no tengo donde esconderme", escribió un poeta ruso, apreciado José.
ResponderBorrarDe ese tamaño están las cosas.