Foto Diego Val
La historia al galope
Desde que llegó a todo galope en
su inmortalidad de bronce, allá por
1963, cuando Pereira festejaba el centenario de su fundación, son muchas las
cosas que este Bolívar ha visto pasar en la plaza que lleva su nombre.
Recuerda, por ejemplo, que en los
tiempos en que la política todavía se
hacía en las plazas y no en las pantallas del televisor y mucho menos en las
redes sociales, los políticos liberales y conservadores del Frente Nacional
pronunciaban interminables discursos salpicados de citas en latín, mientras
grupos de pregoneros bien entrenados
repetían a cada tanto las conocidas arengas: “¡Que viva el Partido
Conservador! ¡Que viva! ¡Que viva el Partido Liberal! ¡Que viva!”
Por lo visto, nadie más tenía
derecho a vivir. Los dirigentes de ambos partidos desataron la carnicería conocida con el nombre de La Violencia y cuando alcanzaron su cometido se sentaron a
manteles en una playa valenciana, excluyendo a todos los demás y dejando de
paso abierta la puerta para el surgimiento de otras guerras.
Según cuentan sus allegados, los
hermanos Vásquez Castaño, nacidos en
estas tierras, decidieron enrolarse en las filas del Ejército de Liberación Nacional luego de escuchar, desencantados,
los discursos de Carlos Lleras Restrepo,
Evaristo Sourdis, Misael Pastrana Borrero y Belisario Betancur Cuartas.
Por eso, según algunos trasnochadores, en noches de Luna llena este Bolívar memorioso
recita sus propias palabras, repetidas tantas veces por los historiadores: “Si mi muerte contribuye a que cesen los
partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo al sepulcro”. No
importa si su auditorio se reduce a cuatro borrachos, dos travestis, tres putas y
un jugador empedernido que acaba de
perder los sueldos de los próximos dos
meses en un casino de la octava
regentado por coreanos.
En otras ocasiones la plaza se llenaba con las
tumultuosas caravanas que celebraban los triunfos de Rubén Darío Gómez, “ El tigrillo”, uno de esos ciclistas
heroicos que llegaban a la meta con la
bicicleta al hombro y ganaban etapas luego de recorrer carreteras de espanto en las que tenían que esquivar huecos como cráteres y vadear quebradas salidas de madre.
“En esos
tiempos nos daban permiso en el trabajo para que saliéramos a apoyar a nuestro ídolo y terminábamos borrachos de
alegría… y de echarnos al buche botellas enteras de aguardiente”, dice
Manuel Martínez, un jubilado de Confecciones Jarcano que de vez en
cuento se sienta a pastorear recuerdos en una de esas bancas
del Parque
de Bolívar, olorosas a orines de vagabundos.
Escuela de Artes y Oficios
Pero no solo de Historia Patria se ocupa este jinete de
bronce. A lo largo de más de medio siglo
ha visto surgir y renovarse las mil y unas
formas de la supervivencia y el milagro que los
latinoamericanos llamamos rebusque.
Por lo menos durante
tres décadas su vecindario fue ocupado por negociantes de relojes que brotaban como por encanto a
eso de las diez de la mañana y se desvanecían en el aire tres horas después,
luego de negociar aparatos de todos los
precios y procedencias: desde un modesto Mentolín
de tres mil pesos, hasta un genuino Ferrocarril de Antioquia avaluado en
ciento veinte mil.
Claro que, de vez en cuando, lo
genuino resultaba chiviado y se desataban batallas campales que obligaban a la intervención de la policía. Cuando las
autoridades intensificaron sus controles, los negociantes emigraron hacia la
peatonal de la dieciocho entre séptima y octava, aunque muchos de los viejos relojes de cuerda
fueron remplazados por sortilegios
digitales.
Cuando se fueron los antiguos
relojeros, otros negociantes callejeros concitaron la atención del Bolívar de
Arenas Betancur. El aroma del café
fresco ofrecido por las mujeres que
llegan desde las tres de la madrugada
con sus mecateaderos ambulantes fue suficiente para sacarlo de su letargo.
Tintos a quinientos pesos,
pintaditos a setecientos, buñuelos a ochocientos, empanadas a novecientos y
arepaehuevo a mil son más que un buen motivo para plantarle cara a la jornada.
Atraídos por esas tentaciones
terrenales llegan taxistas, recolectores
de basura, guachimanes, serenateros, enfermeras, recicladores, policías,
meseros de tabernas y restaurantes, borrachitos extraviados, malandrines y toda
suerte de madrugadores o de mariposas de la noche que buscan entre los destellos del alcohol el camino de regreso a
casa.
A las siete de la mañana la cosa
es a otro precio. Los rostros
pálidos, vampirescos y los sacos raídos
dan paso a mejillas recién afeitadas, labios delineados y trajes planchados
hace media hora. Para satisfacer sus necesidades , aplacar sus temores y colmar
sus anhelos, hacen su aparición los vendedores
de fruta fresca para conservar la salud, los que ofrecen cartillas con
el nuevo código de policía y los
vendedores de esos artilugios para producir pompas de jabón que parecen una materialización de las
ilusiones de infancia.
Jaque mate pereirano.
James Espinosa conoce como nadie
los secretos de las torres. Puede caminar a ciegas por sus pasillos y asomarse
desde sus ventanales al tablero devastado por la astucia del contendor. Sabe
cruzar sus puentes para cercar alfiles y acometer sin pudores la
castidad de la reina. Solo le teme a una
cosa en este mundo: a un contingente de peones bien alineados. Llegado a esa
línea de combate el pulso se le agita y le hace
perder la calma hasta llevarlo a la derrota.
Las partidas de ajedrez en la Plaza de Bolívar definen su
estado de ánimo.
A partir de ese momento puede
pasarse varios días sumido en una depresión de la que solo pueden sacarlo uno de esos triunfos cada vez más
escasos del Deportivo Pereira o el caldo de pajarilla con cilantro preparado
por su madre allá abajo, en el rancho del barrio La Esneda, sobre la orilla derecha del
río Otún.
Bolívar conoce como nadie las
rutinas de estos jugadores de ajedrez
que llegan todos los días a trenzar sus partidas con la puntualidad de quien se sabe partícipe de un ritual que
una parte de la ciudad espera.
Ha escudriñado durante años sus raptos de
lucidez y sus momentos de confusión. Adivina las múltiples maneras de la soberbia y de la humildad. Sabe que el camino más fácil hacia la perdición consiste en creerse más
inteligente de lo que se es. Cuando se cansa de frecuentar esos meandros de la
condición humana vuelve la mirada hacia la
Catedral de Nuestra Señora de la
Pobreza, allí donde los parroquianos intentan resolver el viejo y conocido
acertijo de su finitud.
Tocando a las puertas del cielo.
Algunos llegan antes de la cinco y se toman todo el tiempo para disfrutar de un café caliente en el puesto de La mona, una de las mujeres que siempre están con su carrito y sus termos en la esquina de la calle veinte con carrera séptima, no importa si llueve o truena.
Otros disponen de un excedente de
minutos y monedas para jugárselo a las
cartas sentados en una de las bancas del parque. Unos cuantos, más ansiosos,
dan vueltas y vueltas hasta que el viejo sacristán aparece renqueante con su
manojo de llaves y su amabilidad
experta en intermediaciones celestiales.
Agradecidos, los feligreses
exhalan un suspiro de alivio y se apresuran con sus camándulas hasta el fondo
de la iglesia catedral donde los espera un grupo de sacerdotes para rezar el rosario de la aurora.
Cuando el jinete memorioso los pierde de vista, se
deja caer sobre los ijares de su caballo, como si no estuviera hecho de bronce. Después de todo, luego de perder tantas guerras y
padecer más de un desengaño, hace mucho
tiempo que se sabe habitante de un
territorio ubicado más allá del bien y del mal.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
¡Qué manera de condensar la vida de toda una ciudad en el espacio reducido de una plaza!Lo de Bolivar al galope es curioso, no recuerdo que en ningun sitio público de mi pais haya algo similar. Todos son bustos y estatuas de pie o ecuestres en actitud solemne, en suma estaticas y hasta decaden tes. El de Pereira sigue muy vivo, y "vaga solito en el mundo" como diria Jose Alfredo Jimenez.
ResponderBorrarNo solo va al galope sino que está en pelotas, apreciado José. El autor de la escultura se llama Rodrigo Arenas Betancur. Cuando fue traído a la ciudad, en 1963, durante la celebración de los 100 años de Pereira, la visión de ese Bolívar en cueros causó tremendo escozor entre las beatas que cruzaban la plaza rumbo a la iglesia catedral.
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